Capítulo 18

Obviamente, el escenario del crimen había sido alterado con antelación a la llegada del comisario Satrústegui al Palacio Cavallería.

Como si alguien hubiese resbalado en el gran charco de sangre y, al incorporarse, se hubiera apoyado en las maquetas y elementos arquitectónicos de la muestra, se veían impresiones de manos en las vitrinas y en los paneles de conglomerado, y se advertían huellas por todas partes.

El comisario observó que los zapatos del alcalde estaban manchados de sangre. Y, asimismo, los del superintendente. Ambos —además, supuso Satrústegui, de un número indeterminado de agentes locales— habrían intentado aproximarse al cuerpo, hasta reparar en que no era posible hacerlo sin pisar la sangre derramada.

Cuatro metros separaban a Satrústegui del altar azteca. El comisario intuyó que la víctima era una mujer. No habría podido asegurarlo porque le habían mutilado el cuero cabelludo, y la habían desollado desde los hombros hasta las rodillas. El busto era un ensangrentado amasijo de tejidos y vísceras.

El alcalde se había retirado hacia el vestíbulo, incapaz de seguir soportando el macabro espectáculo. Un leve olor a matadero, a sala de despiece, impregnaba la sala. Satrústegui hizo un esfuerzo para controlar las náuseas.

—Mi gente acaba de llegar, señor —informó Buj—. Será mejor que les dejemos actuar.

—Sin pérdida de tiempo —aprobó el comisario—. ¿Han avisado al juez?

—El superintendente lo hizo.

Hasta que se presentó el juez Bórquez, Satrústegui permaneció frente al cadáver iluminado por aquella luz láctea, casi obscena.

Al juez le costó sobreponerse a la imagen del cuerpo tendido sobre el ara ceremonial. Bórquez ordenó convocar de inmediato al forense, acordando con el comisario que, en una primera inspección, únicamente el médico manipulase los restos.

El comisario retrocedió hasta la sala donde se erguía la guillotina. Carrasco, uno de los agentes de Homicidios, se ajustaba unos guantes de látex y protegía su recio calzado con fundas de plástico. Dos de sus compañeros de brigada le imitaron en silencio. Uno de ellos empuñó una máquina de fotos y se dirigió a la sala azteca. El flash empezó a funcionar, pero su blanco relámpago apenas resaltaba contra la incandescente luz que bañaba el recinto.

El cerebro del comisario se puso a trabajar. Había superado el impacto anímico, la sórdida bestialidad del crimen, e impartía órdenes con frialdad. La primera consistió en invitar al alcalde a abandonar el lugar. El político accedió.

—No me moveré de Alcaldía hasta que reciba una llamada suya.

—Descuide. Le mantendré informado.

Acto seguido, Satrústegui hizo salir a los policías locales, ordenándoles que acordonasen el edificio y que impidieran la entrada a cualquier persona sin expresa autorización suya.

—El resto, que se agrupe junto al mostrador de recepción. Quiero saber quién descubrió el cuerpo.

Un funcionario y el vigilante del primer turno se adelantaron. Los dos estaban blancos como la tiza.

—¿Fueron ustedes quienes encontraron el cadáver? —les preguntó Satrústegui.

Ambos asintieron.

—¿A qué hora?

—Sobre las nueve cuarenta de la mañana —dijo el bedel—. Llamé al timbre, pero nadie respondía.

—¿Sonaba la alarma?

—No. Insistí llamando hasta que, extrañado, decidí regresar al Ayuntamiento, a por el juego de llaves de repuesto.

—¿Y el original?

—Se queda dentro —dijo el vigilante—, a cargo del guarda nocturno.

—Que era una mujer —musitó Satrústegui.

El vigilante del turno de mañana lo confirmó. Apenas le sostenían las piernas. Estaba tan pálido que se le transparentaban las venas del cuello.

—Una chica, sí. Era su primera noche de trabajo. Se llamaba…

—Después —le interrumpió el comisario—. Continúen cronológicamente con su relato, sin omitir nada.

El bedel cerró los ojos para avivar la memoria.

—Abrimos el portón y la puerta auxiliar, la de cristal blindado, y volvimos a llamar a la vigilante en voz alta, pero no hubo respuesta. En apariencia, todo estaba tranquilo. Nos confundió que sonase la música ambiental, a un volumen muy alto.

—¿Y las luces?

—Estaban apagadas —contestó el bedel—. Yo mismo las encendí.

Satrústegui no pudo reprimir un gesto airado.

—¿Qué más hicieron ustedes? ¿Resbalar en el charco de sangre e ir dejando huellas por todo el palacio?

—Pensamos que el asesino podía estar agazapado —se azoró el funcionario.

—Hemos revisado el edificio —informó el superintendente—, incluidos los sótanos y cuartos de baño. No había nadie. El criminal no pudo escapar después de que nosotros entrásemos. Tuvo que huir nada más cometer el homicidio.

Satrústegui contempló al jefe de los municipales como si acabase de descubrir América.

—¿Ah, sí? ¿Y por dónde salió? Le recuerdo, superintendente, que las dos puertas de entrada estaban cerradas por dentro.

—No lo sé. Es un misterio.

—Volveré a hacerle la misma o parecida pregunta: ¿por dónde entró el asesino?

El superintendente guardó silencio. Satrústegui hizo una señal al bedel para que prosiguiera hablando.

—Nos decía que las luces estaban apagadas, y que usted, debido a un reflejo de pánico, las conectó.

—Estaban apagadas, en efecto —reiteró el ordenanza—, pero no todas. Los apliques de las vitrinas permanecían encendidos.

—¿Qué fue lo primero que vieron?

—Las ropas. El uniforme de la vigilante estaba arrugado en un rincón.

—¿Ensangrentado?

—No.

—¿Se hallaban las llaves del edificio en los bolsillos del uniforme?

El superintendente lo confirmó. Un agente de la Policía Local había registrado las prendas. Satrústegui frunció el ceño, disgustado. Se preguntó cuántas imprudencias más, espoleados, a buen seguro, por la histeria del alcalde, habrían cometido los municipales.

—¿Y la documentación de la víctima?

—No apareció.

—¿Había sangre en su ropa interior? —Satrústegui volvió a señalar al bedel—. Le estoy preguntando a usted.

—No —repuso el ordenanza.

—¿Dónde estaban esas prendas? ¿Junto al uniforme?

—Más allá. Tiradas en una sala, pero no en la que la iban a… sino en la antepenúltima, en la de la Inquisición.

—¿Esparcidas por el suelo?

—De cualquier manera, sí.

—¿Las tocaron ustedes?

El bedel y el vigilante del turno de mañana negaron con la cabeza. Satrústegui estaba acostumbrado a ese tipo de exculpaciones, que no siempre coincidían con la verdad. Más tarde, alguno de sus hombres investigaría a fondo a esos testigos. A la diestra del comisario, el inspector Buj tomaba notas en una libretita que en su mano parecía sólo un poco más grande que un sello de correos.

—No tocaron las prendas íntimas —gruñó Buj—. Muy bien. Prosigan.

El funcionario se agarró las bocamangas para disimular su temblor.

—Cruzamos las salas, hasta el módulo azteca, y vimos a esa pobre mujer… Muerta, despellejada… No hacía doce horas que me había despedido de ella y del otro vigilante, el del turno de tarde…

—Su nombre —exigió Buj.

—Codina, Raúl Codina —contestó su compañero.

—¿Cuánto tiempo llevaba ese guarda en su puesto?

—Alrededor de un año. Es un muchacho estupendo.

—Raúl Codina —repitió Buj a Salcedo, otro de sus hombres—. Localicen a ese estupendo muchacho, así como al responsable de su agencia de seguridad, y trasládenles a nuestra estupenda Comisaría. Usted —dijo el inspector al vigilante—. El nombre de su compañera del turno de noche.

El vigilante no lo recordaba, pero indicó:

—Estamos obligados a firmar un parte de servicio. En el libro constarán los datos.

Él mismo cruzó el mostrador de recepción y buscó una especie de agenda de contabilidad, pautada y con renglones al pie para anotar observaciones. Se la tendió al comisario abierta por la última hoja, correspondiente a la jornada de la fecha anterior, cuyo encabezamiento había sido cumplimentado con letras mayúsculas.

El nombre de Sonia Barca impactó a Satrústegui. El suelo romboidal del palacio se difuminó a sus ojos, mareándole. Un caos de imágenes inconexas lo perturbó. El comisario volvió a ver a Sonia en la cama de su dormitorio, cabalgándole a rítmicos impulsos y, en cuanto le sobrevenía el orgasmo, arqueando la espalda hacia atrás, precisamente en la posición en que la había sorprendido su espantosa muerte.

—¿Se encuentra bien, señor?

Era el agente Carrasco quien había hablado. Había sangre en sus guantes, y también en las calzas de plástico. Se había colocado una mascarilla, a través de la cual su voz sonaba entubada. Satrústegui cerró el libro de registro y se quedó mirando a Carrasco como si no supiese quién era.

Otro agente se les acercó.

—Acaba de llegar el forense, señor.

—Que proceda —reaccionó el comisario.

En compañía del juez Bórquez, el doctor Marugán saludó a Satrústegui y se perdió hacia el interior del recinto. Los resplandores del flash, atenuados por la violenta iluminación, apenas destellaban por encima de los paneles. Satrústegui recayó en que hacía frío, la misma clase de humedad que podría adueñarse de una bodega o de un convento.

Buj estaba de nuevo a su lado. Satrústegui le encomendó:

—Siga por mí, inspector. Estaré en Alcaldía. Tome declaración a cuantos hayan pisado la sala azteca. Bedeles, funcionarios, municipales. Que hagan memoria, por si consiguen recordar algún detalle que pueda ayudarnos. Interroguen a los vecinos y a los dueños de los establecimientos cercanos. Tal vez algún testigo viera abrirse las puertas del palacio a lo largo de la noche. Y pongan controles en las principales salidas de la ciudad.

—Entendido, señor.

—Otra cosa, inspector. Que alguien avise a la subinspectora De Santo. Quiero que analice el escenario del crimen mientras todavía esté a tiempo. Ustedes quédense hasta que el forense haya concluido un primer examen.

Satrústegui salió del Palacio Cavallería. Un sol joven le acarició la cara. En contraste con los focos de la exposición, la luz natural que se derramaba sobre la plaza del Carmen emitía una ternura materna, como si el mundo acabase de nacer y fuese todavía inocente.

Una bandada de palomas revoloteaba en torno a un niño que arrojaba al aire puñaditos de maíz. El chiquillo llevaba un abriguito demasiado grande para él, heredado, con toda seguridad, y un gorro con pompón bajo cuya visera le asomaba el flequillo. Satrústegui deseó que ese niño hubiese sido su hijo. Antonia y él no habían podido tenerlos. A veces, cuando se sentía mal, como en ese momento, su carencia desgarraba algo dentro de él.