Capítulo 17

El comisario se precipitó al antedespacho. Adela subió el volumen del receptor. Dos policías nacionales habían sido tiroteados en el Camino Viejo de Leganés, a las afueras de Madrid. Según testigos presenciales, entre los terroristas que habían acribillado el vehículo zeta con ráfagas de ametralladoras figuraba, al menos, una mujer.

—Hijos de puta —masculló Satrústegui.

Adela repitió lo que había oído en la emisora:

—Creen que ha sido el Grapo.

—El Comando Norte, supongo. Aunque yo no descartaría a los etarras, por lo de Txapela. —Satrústegui permaneció pensativo unos segundos; la cólera le desbordaba—. Cabe la posibilidad de que el ministro del Interior cancele la visita prevista. Recuérdeme que consulte al gobernador. Y hágame el favor de comprobar si se ha presentado la subinspectora De Santo.

Adela llamó al Grupo de Homicidios por la línea interior. La subinspectora no había llegado aún.

—Inténtelo en el busca —persistió Satrústegui.

El localizador estaba encendido, pero no contestaba.

—De Santo no responde, señor.

—Avise a Buj, entonces.

Mientras esperaba al inspector, y para disipar su rabia, el comisario ojeó el correo. A pesar de su larga experiencia, la muerte de un policía era algo que no podía superar.

Entre las cartas, que Adela abría y clasificaba por orden de prioridad, había una invitación para el estreno de Antígona, en el Teatro Fénix, al que el ministro del Interior, Sánchez Porras, se proponía asistir por razones particulares (tenía amistad con Toni Lagreca, uno de los actores).

La representación no daría comienzo hasta las diez y media de la noche del día siguiente. A lo largo de toda la jornada del miércoles, el ministro, si es que llegaba a venir, se proponía aprovechar su estancia en Bolscan cumplimentando a las autoridades locales e inspeccionando acuartelamientos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. En el año y pico que llevaba al frente de las Fuerzas de Seguridad, Sánchez Porras todavía no había visitado la región, por lo que el gobernador civil se había aplicado a organizarle un intenso programa de actos.

Por supuesto, Conrado Satrústegui integraría la comitiva de altos mandos. El comisario repasó en su dietario la lista de compromisos que debería respetar a partir del instante en que el ministro pusiera los pies en la ciudad. El protocolo daría comienzo a las diez de la mañana, con una misa catedralicia en honor a un agente caído un par de meses atrás en acto de servicio. «Otro más», pensó Satrústegui, amargado. Después se celebraría un desfile, y girarían luego visita al parque móvil y a las Unidades Especiales.

El comisario suspiró. No iba a disponer de un minuto libre. Sólo le faltaba, para rematar la jornada, tener que componerse para el teatro, que no pisaba desde hacía años. Repasó mentalmente sus trajes. Tenía uno gris marengo, de franela, que podría servir para la ocasión.

Se dio cuenta de que la gerencia del Teatro Fénix le había adjudicado dos butacas en uno de los palcos. Dedujo que no conocían su situación familiar. Todo lo contrario, dada la endogamia corporativa, de lo que sucedía en Jefatura, donde los inspectores y jefes de servicio, y quizás hasta los agentes de a pie, estarían al cabo de la calle en lo que a su destrozado matrimonio concernía.

De improviso, le vino a la cabeza la idea de invitar al estreno a Martina de Santo. La ocurrencia le pareció absurda, pero permitió que anidara en su cerebro, como un dulce pájaro de juventud. ¿Qué le parecería a ella? ¿Aceptaría? ¿Y cómo se interpretaría en Jefatura esa distinción? ¿No alimentaría todavía más los rumores que apuntaban a una predilección suya hacia la atractiva mujer policía?

En buena parte, esa inclinación era sincera. Satrústegui había protegido a Martina desde su ingreso en el Cuerpo. No tanto por la influencia del embajador Máximo de Santo, su padre, a quien el comisario había tratado en alguna ocasión, lo que dio pie al diplomático a hablarle de su hija, recomendándosela con sutileza, como por ella misma. A Satrústegui le asombraba su profunda vocación —y más en una mujer joven y bonita que habría podido aspirar a cualquier posición social—, y se sentía halagado por el hecho de que Martina acatase sus recomendaciones al pie de la letra. Era disciplinada, eficaz. Satrústegui apreciaba su disposición, su capacidad resolutiva, esa mezcla de sofisticación, elegancia y autoridad con que encaraba una labor que a menudo ponía en riesgo su integridad física. El comisario no habría podido señalar a demasiados colegas suyos, hombres o mujeres, capaces de reunir tanto valor, comenzando por la renuncia a sus privilegios de casta.

Sin embargo, su panorámica no dejaba de resultar limitada. Satrústegui intuía que, detrás de la detective De Santo, se escondía una fascinadora mujer, pero, habituado a compartir un mundo masculino, impositivo, no acababa de penetrar su compleja psicología. Sonia Barca le había guiado hasta el umbral de otro ámbito, un universo de carne y saliva, de tormentos y éxtasis. Un precipicio de cuyo púrpura abismo haría bien en alejarse.

Se dio cuenta de que deseaba ver a Martina. Pero, en su lugar, quien se presentó en su despacho fue Ernesto Buj.

—Comisario.

—Tome asiento, inspector.

Satrústegui conocía a Ernesto Buj desde hacía tres lustros, los mismos que él llevaba destinado en Bolscan. Nadie mejor que el propio comisario para inventariar sus defectos. No obstante, en un examen global le habría parecido injusto omitir sus virtudes. Buj era retrógrado, machista, expeditivo; también, a su brusco y anticuado estilo, un profesional. A lo largo de su experimentada carrera, había resuelto multitud de casos, algunos de extrema dificultad. A pesar de su brusco y rijoso carácter, Buj mantenía el crédito en las alturas del Cuerpo, siendo incuestionable que sus hombres, forjados en su escuela, en la universidad del asfalto, le respetaban.

Homicidios venía funcionando como un cerrado clan regido por sus propias normas, hasta que la incorporación de una mujer, Martina de Santo, había roto su unidad y, de manera indirecta, cuestionado los métodos imperantes. Satrústegui sabía que cualquier intento de conciliación entre la subinspectora De Santo y el inspector Buj pasaba necesariamente por un improbable acto de generosidad o, de modo más previsible, por una claudicación, por la vicaria adaptación de uno de los dos al dominio del otro. Teniendo en cuenta la fuerte personalidad de ambos, el comisario no confiaba en un próximo horizonte de concordia. Estaba escrito que esos dos iban a seguir a la greña, y que la brigada criminal continuaría deparándole serios quebraderos de cabeza.

El sudoroso aspecto de Buj denotaba que había pasado la noche en blanco. El inspector llevaba la cartuchera torcida, los tirantes caídos y los faldones de la camisa entremetidos de cualquier forma. Puntas de una barba cana afloraban en sus gruesos carrillos. Hasta el olfato del comisario, a pesar de que los separaba la anchura del escritorio, flotó su aliento a coñac.

—Tiene usted mal aspecto —le censuró Satrústegui.

La mirada turbia de Buj seguía revelando una inteligencia astuta. Repuso:

—Tal como le adelantaba, señor, anoche tuve que encargarme de trasladar al depósito a la señorita Betancourt. La amiguita de De Santo, ya sabe usted.

—No le tolero que siga insultando a la subinspectora —se irritó Satrústegui—. ¿Le gustaría a usted que cualquier compañero suyo aludiese a su afición a la bebida?

El Hipopótamo se rascó el cogote.

—No tengo nada que ocultar, señor. Nadie podrá decir que me haya visto borracho estando de servicio. Puede que tenga algún pequeño vicio, pero jamás interfiere con mi deber.

El comisario hizo un gesto de exasperación. La terquedad de Buj podía resultar positiva en el plano policial, pero con respecto a sus relaciones personales solía reducirse a un mezquino muestrario de inquinas.

—Ya basta, inspector. Recuerde que fue la subinspectora quien resolvió los crímenes de Portocristo. Algo que acaso usted no hubiese logrado.

Los ojitos porcinos de Ernesto Buj parpadearon como si su dueño estuviese discurriendo una respuesta adecuada. Pero no la encontró y permaneció mirando con obstinada fijeza por encima del comisario, hacia algún punto periférico del retrato del Rey.

La melena mechada de Adela asomó por la puerta. Detrás de ella, el comisario distinguió el perfil de Horacio Muñoz, el archivero. Satrústegui recordó que le había encargado unos informes sobre otro asunto pendiente.

—Creí haber dicho…

—Una llamada urgente, señor.

—¿De quién?

—El superintendente —susurró la secretaria, tapando el auricular.

—Páseme.

—¿Desea que me retire? —preguntó Buj.

Satrústegui le indicó que no era necesario, y atendió la llamada. Su expresión se fue apagando a medida que, al otro lado del hilo, la voz del superintendente de la Policía Municipal de Bolscan subía de tono al informarle de lo que sus agentes acababan de descubrir.

—Por Dios bendito —dijo Satrústegui nada más colgar.

—¿Algún problema, señor? —se interesó Buj.

El comisario se había puesto en pie.

—Alguien ha sido asesinado en el Palacio Cavallería. Aplace cuanto tenga que hacer y movilice a sus hombres. Usted me acompañará, Buj. Ah, Muñoz —añadió Satrústegui al reparar en el archivero, clavado en una esquina del antedespacho—. Deje esos informes en cualquier parte.

Apenas un cuarto de hora más tarde, el coche patrulla que trasladaba a los mandos cruzaba en rojo varios semáforos, atravesaba la doble raya de la mediana, daba un tumbo en la acera y enfilaba el callejón trasero del Palacio Cavallería, prohibido al tráfico. Haciendo gala de una sorprendente agilidad, el Hipopótamo, que ni siquiera se había puesto la chaqueta, abrió la portezuela en marcha y se precipitó hacia la fachada principal. Satrústegui le siguió a media carrera.

Para sorpresa del comisario, el propio alcalde, Miguel Mau, los estaba esperando en el vestíbulo del palacio, rodeado de funcionarios y policías locales. La gravedad del asunto, la proximidad del Ayuntamiento y el hecho de que el Palacio Cavallería fuese de gestión municipal explicaban el hecho de que el primer edil se hubiera apresurado a desplazarse hasta allí.

—Al fin han llegado —acertó a decir el alcalde, con una mezcla de recriminación y alivio.

Todas las luces de la nave estaban encendidas. De la batería de focos adosados al artesonado y a las columnas brotaba una luz cruda, compacta. Satrústegui la asoció a la de una sala de autopsias.

Había mucha gente en el vestíbulo. «Demasiada», pensó el comisario. Junto a los asesores del alcalde, y a un par de lívidos concejales, permanecían, expectantes y tensos, media docena de policías municipales. Satrústegui reconoció al superintendente. Le hizo una seña amistosa y éste le siguió, si bien permitiendo que el alcalde embocara en cabeza el laberíntico corredor que comunicaba las salas, repletas de instrumentos de tortura. Atravesaron dos o tres de ellas, hasta que el alcalde Mau se frenó en seco.

—¿Quién, en nombre del cielo, ha podido hacer algo así?

Conrado Satrústegui tuvo la vertiginosa sensación de que aquello no era real. Que no era humana la sangre que se extendía sobre las ajedrezadas losas, y que aquel cuerpo, o lo que restaba de él, aquel cadáver que alguien había maniatado, aniquilado, abandonado sobre un pétreo plinto, tampoco podía ser auténtico, sino una truculenta escenografía diseñada en el marco de tan lúgubre exposición.

La mirada de Satrústegui recorrió las manchas de sangre que lo salpicaban todo, y se detuvo en la despellejada cara del cadáver. Jamás había visto nada parecido.