Capítulo 16

El despertador del comisario había sonado a las siete y media de la mañana.

Conrado Satrústegui emergió de una pesadilla. Estaba soñando con la subinspectora Martina de Santo y con alguien más, una sombra que la acechaba, pero a la que ni ella ni él acertaban a identificar.

El comisario se levantó, se quitó la camisa del pijama, abrió la ventana y respiró a pleno pulmón el aire frío y húmedo de Bolscan. Dobló la espalda y, para practicar sus flexiones matinales, apoyó en un kilim las palmas de las manos. Aquella alfombra la había adquirido su mujer, Antonia, durante su luna de miel. Tal como había terminado por suceder con su matrimonio, el paso del tiempo había desvaído sus ricos colores.

Al flexionar los brazos, la frente del comisario rozaba el kilim y la colcha de la cama. Fue entonces, junto a una de las patas del somier, cuando vio la pulsera.

Extendió los dedos y la cogió. Se trataba del fetiche de pelo de elefante que aquella camarera de El León de Oro, Sonia, se quitaba, junto con un anillo y los pendientes, antes de desnudarse y desnudarle a él.

Satrústegui quiso encender la lamparilla de noche para mirar debajo de la cama, pero no funcionaba. En uno de aquellos combates eróticos, Sonia y él habían rodado sobre las sábanas y derribado la mesilla. Como consecuencia, la lámpara se había dañado. No había tenido tiempo ni ganas de reponer la bombilla.

No tenía ganas ni tiempo para nada. Sólo el deber seguía motivándole.

«Y Sonia», pensó.

Felicitándose porque Petra, la señora que, tres veces por semana, de martes a jueves, acudía a ocuparse de las tareas domésticas, no hubiera encontrado la pulsera, la ocultó en el cajón de su ropa interior.

Hacía un par de semanas que Conrado Satrústegui apenas sabía nada de Sonia. La echaba de menos.

Había preguntado por ella en El León de Oro. Un camarero mulato, llamado Sócrates, le comunicó que Sonia se había despedido. Así, sin más. El comisario insistió: «¿Dejó un teléfono, una dirección?». Sócrates lo había evaluado con una picara expresión, y reído al contestar: «Se echó de novio a un mazas. Puro músculo, pero poquitico cerebro». Satrústegui decidió escribirle una nota. Fue a un estanco, compró un sobre, metió la carta dentro y se la entregó al camarero. «Por si aparece Sonia», le encomendó.

Satrústegui hizo discretas averiguaciones, pero era como si a Sonia se la hubiese tragado la tierra. Por pura casualidad, la sorprendió una tarde junto al Palacio Cavallería, caminando junto a un hombre robusto, vestido con un pantalón de cuero y una cazadora de aviador. Una especie de posesivo macarra que introducía una mano en el bolsillo trasero de sus vaqueros, moviéndola al compás de las nalgas de la chica. Sonia distinguió al comisario, pero se limitó a saludarle frunciendo las cejas, como si sólo le conociera de vista. En el fondo, Satrústegui se alegró. Estaba comenzando a perder la chaveta por aquella monada que podía ser su hija, pero cuya desequilibrada voracidad sexual le atribuía una edad indefinible. Sonia había llegado a inspirarle cierta prevención, cierto temor, un ambiguo desasosiego vencido siempre por el anhelante erotismo que emanaba. En más de una de sus noches bárbaras, el comisario había tenido la impresión de que iba a ser engullido. Succionado. Devorado. Satrústegui no había disfrutado en la intimidad con demasiadas mujeres, pero aquella chica, aquella bellísima camarera que no era de la ciudad y que había vivido una liberadora etapa en Ibiza, parecía insaciable. Nunca tenía bastante. Cuando él, rendido por el esfuerzo, se adormilaba, lo hacía con la sensación de que Sonia iba a permanecer al borde de la cama, observándole, vigilándole, lista para encender su chispa.

Satrústegui trató de relegar a la camarera de su mente y se dirigió a la cocina para prepararse el desayuno. El fregadero rebosaba de platos sucios. La pobre Petra, la mandadera, a quien había decidido mantener a su servicio en recompensa a su antigua fidelidad, se estaba haciendo vieja. Si la ponía en la calle, difícilmente encontraría ocupación. Antonia, la exmujer del comisario, había pretendido deshacerse de Petra alegando el deterioro de sus facultades. Él se había opuesto, por compasión. Así de contradictoria era la vida: Petra seguía a su lado, pero Antonia, no.

Tampoco iba a regresar. El abogado de Antonia, el penalista Pedro Torres, a quien Satrústegui había tenido la desagradable sorpresa de tropezarse en El León de Oro, se había puesto oficialmente en contacto con él para iniciar los trámites del divorcio. Diecisiete años de matrimonio se esfumaban en un parpadeo. El comisario volvía a ser un hombre libre. Sólo que no sabía muy bien cómo emplear su recién estrenada libertad.

Abrió la puerta del apartamento y recogió del rellano los dos periódicos a los que estaba suscrito. La Crónica incluía un avance sobre el estreno de Antígona, evento que, al parecer, estaba un tanto en el aire debido a una indisposición de Gloria Lamasón, la primera actriz. La sección de sucesos de La Crónica no traía nada de relieve, pero el Diario de Bolscan informaba acerca de la desaparición de una mujer implicada en el caso de los Hermanos de la Costa, Berta Betancourt.

El comisario devoró unos huevos fritos, empujándolos con café, llamó a Jefatura y preguntó por el inspector Buj.

Ernesto Buj había pasado la noche en vela. A las dos de la madrugada había recibido una llamada del servicio de guardia, para notificarle el suicidio de Berta Betancourt. De un humor de perros, se había desplazado al Hospital Clínico, donde había coincidido con una demudada Martina de Santo.

—¿Cómo estaba la subinspectora? —se interesó el comisario—. ¿Afectada?

Viendo clara la oportunidad de perjudicarla, el Hipopótamo contestó:

—Como usted sabe, la subinspectora está complicada en el caso de los Hermanos en su vertiente emocional. No en vano había convivido con esa fotógrafa, la tal Berta. No puedo saberlo por experiencia propia, como usted supondrá, pero me han asegurado que esa clase de relaciones deja una huella indeleble.

—¿A qué clase de relaciones se refiere exactamente, inspector?

El Hipopótamo carraspeó para eludir la respuesta y proponer, alternativamente:

—Permítame una sugerencia, señor. Opino que debería relevar por algún tiempo a la subinspectora De Santo. No está en condiciones de rendir. Ha perdido la ecuanimidad, el punto de vista.

Satrústegui no podía tomar decisiones sin hablar con su subordinada. Se limitó a comentar que estaría en su despacho a partir de las nueve, y colgó.

El descaro de Buj, que rozaba la insubordinación, le había puesto de mal humor. Se dio una rápida ducha y se afeitó con prisa, tanta que la cuchilla le levantó un trocito de piel. Mantuvo una toalla contra la cara, hasta que el corte se cerró. Pero la sangre le había manchado la camisa, y tuvo que ponerse otra limpia; también de rayas, como todas las suyas. Se vistió, cogió el maletín, el revólver, bajó al garaje y condujo hasta el edificio de Jefatura.

A las nueve en punto, entraba en su despacho. Adela, su secretaria, le trajo un café, la prensa nacional y una mala noticia:

—Acaba de producirse un atentado. Lo están dando en Radio Nacional.