Capítulo 15

A las tres de la madrugada del martes, 3 de enero, el Saab subió la cuesta de la zona residencial y quedó aparcado frente a la residencia de los De Santo, junto a la puerta de un edificio modernista de tres plantas.

Bajo la lluvia, que comenzaba a licuar la nieve, Martina empujó la cancela de forja labrada, recorrió el jardín y se refugió en el porche. Entró al vestíbulo y arrojó la gabardina y la pistola sobre el banco de respeto.

La casa estaba en silencio. Tan sólo se oía el zumbido del frigorífico, que emitía un mortecino rumor a través de la puerta de la cocina.

Era como si Berta siguiese viviendo allí. Sus equipos fotográficos continuaban en el ático. La imagen de su amiga muerta entre sus brazos, en el asiento trasero del Saab, mientras Horacio conducía hacia el hospital en la oscuridad de la noche, la abrumó.

No tenía hambre, pero necesitaba comer algo. Abrió la nevera. No había mucho donde escoger. Los pisos del refrigerador estaban vacíos. En una bandeja asomaba un lomo de salmón envasado al vacío. Una botella de tinto, tapada con un corcho, y un cartón de leche que, a juzgar por su fecha de caducidad, debía de llevar semanas abierto, completaban sus reservas alimenticias. El tinto se había convertido en vinagre, y la leche en un agrio grumo a punto de transcurrir al estado sólido. Su repugnante papilla borboteó al deslizarse por el desagüe.

Bajó a la bodega y descorchó otra botella. Prefería el whisky, que la despejaba, mientras que el vino solía adormecerla, pero recordó que a Berta le gustaba esa marca y bebió dos copas casi sin respirar, agradeciendo su lasitud y calor. Cortó un trozo de salmón y lo apoyó en un panecillo integral que encontró en la despensa. Aborrecía la carne, pero no le desagradaba el sabor del pescado. Ella se arreglaba con un plato de fresas, o con verduras crudas troceadas a finas láminas. Su dieta favorita, en realidad, consistía en tabaco y café, y, a veces, cuando se encontraba baja de defensas, en un malta con hielo.

Encendió el fuego y tomó un par de aspirinas, a las que era adicta. Buscó en la colección de vinilos un disco de Alban Berg, lo pinchó a alto volumen, subió al dormitorio y se desnudó. Sobre la ropa interior se puso tan sólo un jersey de lana de su padre, que olía a alcanfor y le llegaba casi hasta las rodillas. Máximo de Santo había sido un hombre esbelto, de largas piernas y delgados brazos, y con unas manos elegantes y pálidas, como las de un trompetista de jazz.

La memoria del embajador siempre le aportaba equilibrio. A Martina le gustaba rememorarlo en plenitud de facultades, cuando, al término de una jornada de trabajo en cualquiera de las legaciones que había ido desempeñando, Filipinas, Chile, Mozambique, se dejaba masajear la nuca por su esposa, la madre de la subinspectora.

El embajador había sido el primer sorprendido al oír hablar a su hija de su vocación policial. Albergaba la esperanza de que Martina, una vez se hubiera graduado en Derecho, ingresaría en la Escuela Diplomática. Esos planes se habían visto truncados cuando su hija decidió matricularse en la Academia de Policía. El embajador fingió respetar su decisión, pero ella sabía que le había infligido un duro golpe. No obstante, el afecto paterno pudo más que cualquier otra consideración. Máximo de Santo asistiría a su fiesta de graduación, junto al resto de progenitores de la última promoción de policías nacionales. Habían transcurrido unos cuantos años desde aquella fecha, pero Martina seguía viendo a su padre en el patio de armas de la Dirección General, platicando con el ministro del Interior. Aquel día se había jurado a sí misma no defraudarle jamás. Y, mucho menos, después de lo que había sucedido con su hermano Leo… Pero no estaba segura de haber cumplido su promesa.

Descalza, la subinspectora se sentó como un bonzo sobre una alfombra de pelo blanco. Delante de ella, en el centro del salón, una mesa baja de translúcido cristal sostenía un tablero de ajedrez que el embajador había adquirido en México, durante una visita a las pirámides de Chichen Itzá. Las figuras eran de alabastro y obsidiana, rosadas y negras. Iluminadas por el fuego de la chimenea, parecían flotar en el aire.

Mientras seguía sonando la música de Berg, la espalda de Martina permaneció inmóvil, y absorto su rostro. Su mirada se había concentrado con hipnótica atención en los dos ejércitos en liza. Cuando discernía una jugada, la pinza de sus dedos movía un caballo o un alfil. De modo inconsciente, la mano libre acercaba a sus labios el cabo de un cigarrillo. Sus pulmones retenían el humo, para ir liberándolo en volutas que se enroscaban alrededor de las torres, de las reinas, y que, absorbidas por el tiro de la chimenea, volaban hacia el fuego, desintegrándose en la atmósfera templada de la casa.

Al terminar la partida, que ganaron las negras, Martina bebió otra copa en memoria de Berta. El vino la mareó y decidió acostarse. Quitó el disco. Al pasar junto al teléfono, advirtió que tenía varios mensajes grabados. Rebobinó la cinta y, apoyándose en la mesita, porque la cabeza le daba vueltas, se dispuso a escucharlos.

El primero de los mensajes correspondía a Jesús Belman, aquel entrometido reportero del Diario de Bolscan.

Siento llamarla a estas horas, subinspectora, pero tengo urgencia en hablar con usted, respecto a Berta Betancourt. Estaré en la redacción hasta muy tarde. Por favor, llámeme al…

Martina oprimió la tecla de borrado y escuchó el segundo mensaje. La cinta emitió un ruido confuso. Tras unos segundos de pausa, con una ahogada respiración y rumor de automóviles de fondo, sobrevino un metálico clic procedente de una cabina pública.

Todavía había una tercera llamada, cuyo registro hizo a la subinspectora empuñar su pluma de plata. Porque una voz falsa, distorsionada, acababa de decir:

Pronto vas a morir. Y, cuando hayas muerto, no encontrarán… sino tu piel.

A continuación, sonó el mismo clic que había interrumpido el mensaje anterior.

No era la primera amenaza que Martina de Santo recibía a lo largo de su carrera policial, ni seguramente sería la última, pero la afectó. Parecía ir muy en serio.

Volvió a escuchar el amenazador mensaje. La última frase parecía contener un siniestro enigma. «No encontrarán… sino tu piel». ¿Qué podían significar aquellas oscuras palabras?