Capítulo 14

Una mórbida aura envolvía a Xipe Totec. Nuestro Señor El Desollado pareció contemplarla con sus ojos sin vida.

Sonia cruzó la sala azteca y avanzó hacia el ídolo. Esquivó el altar sacrificial, cuya porosa piedra no hacía sospechar que en otra edad, en otro tiempo y lugar, hubiese corrido por ella sangre humana, y rozó su piel contra la piel de arcilla de la estatua.

En la penumbra del Palacio Cavallería, el ritmo de los tambores sonaba ahora más vivo, e incluía el lamento de un violín y de una funeraria trompeta.

Sin dejar de moverse con lascivia, Sonia sostenía el porro en la boca mientras las yemas de sus dedos acariciaban la cara del dios.

La oscuridad acentuaba la voluptuosa crueldad de sus labios fríos, pero Xipe Totec no le inspiró temor. ¿Cómo entender que los guerreros aztecas, capaces de enfrentarse a los arcabuces de los conquistadores españoles, temblasen de espanto ante Su Majestad El Desollado? Las uñas de la divinidad estaban limpias, pero aquellas otras, las de los humanos trofeos, las de las ajenas falanges que pendían de su manto de piel humana mostraban una agónica crispación, el espasmo que debió de estremecerlas por última vez en lo alto de la pirámide sagrada, tan cerca del cielo, cuando el alma de su cautivo dueño escapase de un torso abierto en canal.

Aquel ídolo le sonreía. No podía hacerle daño. Si acaso, proporcionarle un placer supremo. Pero ¿cómo saber si su danza seduciría al divino mensajero del inframundo?

Contoneándose, Sonia arrimó su vientre desnudo a la cintura del dios. Contempló sus ojos como habría arrobado los de un hombre vivo y desnudo que la aguardase para el amor, rozó el torso de Xipe Totec con sus endurecidos pezones y, pensando en la tranca de Juan Monzón, calibró el falo de piedra que se intuía a través de los pliegues de la estatua. Habría dado cualquier cosa para que la escultura cobrase aliento y la poseyese entre las máscaras y estelas de piedra, a la mínima luz de la exposición. Para que el ídolo la arrastrase por las salas, horadándola con su poder, hasta el pie de la guillotina y del garrote vil.

La música era ahora tan lúgubre que pareció colmar el palacio con susurros de aparecidos, con lamentos de muertos. Sonia ciñó la estatua y abrazó su coraza de piel. Besó sus labios de terracota y oprimió sus pechos contra el pecho de Xipe Totec.

Los ojos le ardían. El corazón iba a saltársele del pecho. Aspiró una bocanada de maría, se balanceó y se fundió con el ídolo. El orgasmo le llegó en lentas oleadas, pero enseguida la demenció. Empezó a jadear de placer y, casi al momento, sin que pudiera explicarse la causa, a sollozar como una colegiala.

La profecía de Alfredo Flin se hacía realidad. Estaba encadenando un orgasmo con otro. El volcán y el fuego abrasaban su piel.

Las lágrimas le nublaban los ojos. Tal vez por eso, no advirtió la presencia de una figura opaca que se había deslizado hasta situarse detrás de ella, apenas a unos pasos. Inmóvil como Xipe Totec, el intruso observaba burlonamente sus movimientos, de qué manera Sonia se balanceaba, gemía y lloraba a horcajadas del dios.

El extraño aguardó un rato, sin dejar de mirarla, y luego rió entre dientes. El sonido de esa risa heladora hizo que Sonia se volviera, alarmada. Al asimilar que en el Palacio Cavallería había alguien más, un hombre de carne y hueso, su pulso se aceleró.

—¿Juan? —exclamó.

Todo sucedió muy deprisa. Unos fuertes brazos la arrebataron del ídolo y la derribaron sobre el ajedrez de mármol. Dos puñetazos, uno entre los ojos, otro en la base del cráneo, la aturdieron como si hubiese chocado contra un muro.

—¡Juan! —gritó Sonia.

La chica se había arrodillado, cubriéndose con los brazos para protegerse. Un arma compacta le machacó la espalda. La estaban golpeando con un palo o con una barra; o quizá, temió, con su propia porra, que tan estúpidamente había dejado abandonada sobre el mostrador de recepción. Otro impacto en el pómulo le astilló el arco cigomático.

Sonia se dio cuenta de que estaba tirada en el suelo, a merced de su agresor. Intentó levantarse, pero los porrazos la abatieron de nuevo.

Alzó una mano, demandando piedad. Un último y certero golpe en la sien le hizo perder el conocimiento.

Cuando volvió en sí, tenía las manos atadas con cinta aislante detrás de la nuca, y el cuerpo en una posición retorcida y forzada, con la espalda apoyada sobre una superficie alta y estrecha. Estaba indefensa. Trató de mover las piernas, pero el intruso la apaleó sin piedad, hasta dejarla de nuevo inconsciente.

Sonia nunca supo cuánto tiempo pudo durar aquel segundo desvanecimiento.

Un estrépito de vidrios rotos le hizo recobrar el sentido. Por un instante, pensó que se encontraba en la habitación de Juan Monzón, acostada junto a él, y que una explosión había reventado la ventana. Un estallido de gas. Un rayo. Pero, al abrir los ojos, no reconoció ninguno de los objetos cotidianos que la rodeaban cada mañana, al despertar, o cada vez que Juan y ella, después de comer en las tascas del barrio, hacían el amor, jugaban con las capuchas, con las correas, con las velas, se lamían el uno al otro como animales en celo, para, exhaustos, quedarse dormidos durante toda la tarde.

Sólo vio cristales que fulgían sobre el pavimento del palacio como trozos de hielo.

Giró el cuello, experimentando una aguda contracción. Por la punta del ojo alcanzó a entrever una figura humana. Pero la percibía en una inversa verticalidad, como si estuviera deslizándose por la techumbre del palacio.

Si el dolor no hubiese sido tan intenso, habría pensado que todo aquello no era más que una pesadilla. Sin embargo, el desconocido seguía allí, cerca, y su presencia resultaba demasiado real. Un relámpago de lucidez iluminó la sobreexcitada mente de Sonia. Esa súbita claridad mental sólo le sirvió para acceder a la comprensión de una doble amenaza: el intruso no iba a irse de allí porque aún no había terminado con ella.

El pánico le encogió el corazón. Sintió miedo físico, un torrente de mercurio circulando por sus venas, bloqueando sus centros motores. Las náuseas descendieron por su estómago, hasta obstruirle la respiración. Pensó que, si vomitaba, se ahogaría. Gritó, con desesperación:

—¡Juan, por Dios, si eres tú, déjalo ya!

El intruso volvió a golpearla. Sonia tenía la cabeza inclinada hacia atrás. La baba le resbalaba por la frente e iba cayendo sobre su cabello rubio desparramado por el suelo.

Pasado un minuto, se dio cuenta de que había dejado de ver al agresor. Intentó fabricar una redentora ilusión. Se obligó a creer que estaba sola, que todo aquello obedecía a una broma cruel o a un montaje teatral, como los que las alumnas de la compañía ensayaban en el Instituto de Los Oscuros.

No funcionó.

Era incapaz de serenarse. La cabeza le dolía cada vez más. A escasos centímetros de sus pupilas, dilatadas por el terror, las vetas de mármol del suelo dibujaban una caprichosa caligrafía.

Negras serpientes, rosadas runas.

Otro violento estallido de cristales disparó su pulso. Sonia trató de incorporarse. Sus vértebras cervicales crujieron con el esfuerzo.

La sombría figura que había conseguido penetrar en el palacio se movía con felina agilidad. Sonia pensó en una pantera, en un mimo. Elevó la frente todo lo que pudo, hasta que tuvo la impresión de que el cuello iba a partírsele, y emitió un aullido desgarrador. El desconocido estaba de espaldas a ella, inclinado sobre una vitrina cuyos últimos pedazos de luna acababan de saltar. No se inmutó. Sopesaba los cuchillos ceremoniales, como eligiendo uno. Las negras ropas se le ajustaban al cuerpo. Una capucha le preservaba el rostro.

Con un giro, la enfrentó. Sonia pudo ver sus ojos, de un verde mineral, y volvió a gritar, estremecedoramente.

Era la mirada de un depredador.

Implacable.

Impía.

En sus enguantadas manos, con ternura, casi con unción, el asaltante sostenía uno de los cuchillos de obsidiana. Parecía reverenciarlo, como si durante mucho tiempo hubiese deseado acariciar aquel objeto de culto.

Lo empuñó con ambas manos y alzó su hoja. El filo de obsidiana brilló en la tiniebla con un fulgor azabache.

Los gritos de Sonia resonaron en el museo. No dejó de gritar hasta que los zapatos del intruso, lisos y gastados en las puntas, se plantaron a un palmo de su garganta. Sonia comprendió que todo el rato había estado cabeza abajo, con la nuca apoyada contra una superficie porosa, mientras recibía de sus propias arterias una corriente de sangre que poco a poco le iba saturando el cerebro.

«¡El ara del sacrificio!», pensó enloquecida. «¡Estoy atada al altar de la muerte!».

La mirada del depredador encontró la suya. Se había detenido junto a Xipe Totec y le pasaba cordialmente un brazo por los hombros. Sonia tuvo tanto miedo que sus cuerdas vocales se negaron a obedecerle. Su cuerpo empezó a convulsionarse. Sintió un cálido chorro de orina entre sus muslos.

La sombra se irguió sobre ella. Paralizada por el espanto, Sonia pudo ver cómo el cuchillo cambiaba de mano, una y otra vez, una y otra vez, aleteando como una mariposa de obsidiana.

Sus pensamientos se fundieron en un turbulento río. Deseó vivir. Únicamente, vivir.

El sacerdote de los ojos de jade había alzado los brazos. El filo del arma concentraba la luz.

La mariposa de obsidiana se elevó hacia las columnas del palacio, revoloteó contra los capiteles, contra los bajorrelieves, hasta detenerse sobre su pecho.

La hoja se abatió. El rayo de luz negra aniquiló el corazón de Sonia Barca.

Un chorro de sangre roció a Xipe Totec, salpicándolo con una viva flor escarlata. Alrededor del ara sacrificial, el mármol se fue tiñendo de rojo.

El depredador retrocedió y admiró su obra. No imaginaba que un cuerpo humano pudiera contener tanta sangre. Se arrodilló junto a la herida abierta y la saboreó con la lengua.

Sonia no había muerto aún. El verdugo volvió a alejarse unos pasos para contemplar, embelesado, la agonía de su víctima, disfrutando con su estertor y preparándose para lo que estaba por venir.

Al cabo de un rato, la herida dejó de manar. El cadáver de Sonia Barca irradiaba una sombría blancura, como si estuviera tallado en marfil. A través del desgarrado pecho, se distinguían las vísceras, sus refulgentes colores.

El siniestro oficiante se acercó a su ofrenda, chapoteando en su sangre. Arrancó al cadáver los pendientes, un colgante y un anillo, y los guardó. Registró el uniforme de Sonia y se hizo con su documentación, pero dejó en su lugar el juego de llaves del palacio.

Luego cortó las ligaduras que oprimían al cadáver y esgrimió el filo del arma sobre la piel de su víctima. Dibujó una serie de incisiones presionando con la punta del cuchillo y realizó varios cortes, ni demasiado superficiales ni demasiado profundos.

Casi experimentaba ya el vértigo, la liviandad, las alas de la mariposa elevándole hacia un cielo de estrellas pintadas y lunas de cartón.

Los labios del asesino se estiraron en una satisfecha sonrisa. El Palacio Cavallería era un lugar seguro. Tal como había dado por hecho, las alarmas no se habían disparado. Nadie había acudido a los gritos de la víctima. Disponía de toda la noche por delante, pero debía aprestarse a completar su tarea.