En la primera parte del trayecto, Martina de Santo y Horacio Muñoz apenas intercambiaron una palabra. En medio de la oscuridad de la noche fueron dejando atrás los arrabales industriales de la ciudad, y remontando el valle del río Madre. Los faros iluminaban chupones de hielo en las ramas de las coníferas. Cuando hubieron ascendido las elevaciones de las sierras costeras, dejó de nevar.
Manejando el volante del Saab con una sola mano, la subinspectora encendió un cigarrillo. Como si albergara malos presentimientos, continuó refugiada en el mutismo hasta que la granja de los Betancourt apareció en el páramo. La carretera que, en línea recta, atravesando campos frutales, y dejando a un lado la población de Pinares del Río, se dirigía hacia la explotación, era tan estrecha que un vehículo debería invadir la cuneta para dejar paso a otro en dirección contraria.
Llegaron a la finca. En primer término, se alzaba la casa familiar de los Betancourt, de dos plantas; tras ella, los graneros y cuadras. En la rotonda principal, vallada con una cerca de alambre y un perjudicado seto de boj, estaban aparcados una camioneta y un vagón para el transporte caballar. Entre la nieve, las pesadas llantas de un tractor habían hecho aflorar charquitos de agua.
Horacio y ella descendieron del coche y se encaminaron a la casa. Desde las cuadras traseras, se oía mugir a las vacas. Las puertas de los establos permanecían abiertas, como bocas oscuras.
No se veía a nadie. La puerta de la casa estaba cerrada. En lugar de timbre, tuvieron que accionar una recia aldaba en forma de concha de hierro, alusiva al camino de Santiago, uno de cuyos senderos atravesaba la finca. Berta había referido a Martina que los peregrinos se detenían a beber en la fuente romana que manaba a un kilómetro escaso, entre un roquedal, o solicitaban permiso para pernoctar en los graneros. Los Betancourt tenían a gala mostrarse hospitalarios. Sus itinerantes huéspedes siempre eran bien atendidos.
Al cabo de un rato, la señora Betancourt, la madre de Berta, abrió la puerta. Llevaba una bata de sarga de andar por casa y unas zapatillas de fieltro con calcetines grises de lana. En sus buenos tiempos debía de haber sido una mujer hermosa, pero la edad había estragado su cabello, reduciéndolo a una capa plúmbea, como el plumón de un pájaro, y acartonado sus mejillas con una mortecina y gastada capa de piel. Los ojos, en cambio, eran vivos.
—Buenas noches, Úrsula —la saludó Martina—. Siento presentarme a estas horas.
—Ah, es usted. Pase.
—Estaré fuera —dijo Horacio—. Aprovecharé para echar un vistazo por los alrededores de la casa.
La subinspectora entró a una estancia que se correspondía con la salita de estar. Un hogar, sobre cuya repisa descansaba el lomo de un Evangelio, seguía alimentando brasas.
Todo estaba en desorden. Sobre los arruinados tresillos, dispuestos en ángulo recto alrededor de la chimenea, se arrugaban bastas mantas de campaña, que debían de abrigar al anciano matrimonio durante las largas noches de invierno. En una mesa camilla, protegida por un tapete bordado, sucio de migas de bizcocho y goterones de café con leche, se advertían restos de la cena.
El señor Betancourt era un hombre mayor, que no disfrutaba de salud. Úrsula había alumbrado a Berta, su única hija, con más de cuarenta años. Su marido, Jacobo, le llevaba más de diez, por lo que, en la actualidad, calculó Martina, el padre de Berta habría superado los setenta.
—Mi marido está arriba, acostado —explicó Úrsula—. Pero no puede dormir.
Martina recordó la única vez que había visto a Jacobo Betancourt. Hacía de ello algunos meses, cuando comenzó su amistad con Berta y ambas hicieron una breve visita a sus padres. En aquella ocasión, Jacobo Betancourt se sostuvo en pie a duras penas, apoyándose en una muleta. Todo el rato estuvo mirando a la subinspectora con desconfianza. ¿Habría servido de algo que hubiese intentado explicarle que Berta había elegido su camino por sí misma, dejándose arrastrar por una corriente demasiado fuerte como para oponerse a su impulso?
Los Betancourt eran religiosos. «Fue una de las razones por las que me aparté de su lado», le había confesado Berta a Martina en una de sus largas conversaciones en los atardeceres de Playa Quemada. «Para que no acabasen viendo en mí a una encarnación del mal».
—Siéntese —la invitó Úrsula—. ¿Quiere que caliente café?
—No pretendía molestarles. Sé que Berta ha desaparecido. ¿Tiene idea de dónde puede estar?
Úrsula se puso a recoger con un paño las migas de pan de la mesa. Sus manos se movían con lentitud, como si tuviera que planificar cada movimiento. Martina la siguió hasta la cocina. Sobre uno de los hornillos de gas comenzó a humear una cafetera. Úrsula alcanzó una taza limpia del aparador, la llenó hasta el borde de café y, derramando algunas gotas, se la ofreció a la subinspectora, mientras decía, lacónicamente:
—Salió a cabalgar, pero no regresó.
—¿Puedo ver su habitación?
—Si quiere…
Martina dejó la taza, subió a la segunda planta y encendió la luz del pasillo. Del dormitorio principal escapaban irregulares ronquidos, como de alguien que estuviera durmiendo a estertores, o de un enfermo crónico.
La puerta estaba entornada. La subinspectora se asomó. Debajo de un crucifijo tan grande que habría podido presidir una capilla, el perfil de Jacobo Betancourt, con el pelo gris, se apoyaba en la almohada con la levedad de una estampa impresa en un libro de horas. Martina pensó que tenía cara de mártir, y que la parca, cuando acudiese en su búsqueda, le concedería un trato de favor, para eludir su ira y su fe.
Bajo la sábana, el cuerpo del anciano apenas abultaba. La muleta descansaba a los pies de la cama, atravesada sobre la colcha como un signo de exclamación. De las paredes colgaban antiguos óleos de inspiración sacra. Rústicos muebles de madera de cerezo alternaban sus volúmenes con vitrinas donde se acumulaban vajillas y platas, dorados candelabros, benditeras, escapularios, misales, reliquias de santuarios donde purificar la carne y obtener el perdón de los pecados.
La subinspectora iba a cerrar la puerta cuando una voz cascada brotó de la almohada:
—La Magdalena era más pura que tú.
Con las manos pegadas al cuerpo, Martina avanzó unos pasos. Los ojos le ardían. Jacobo Betancourt se había incorporado y la señalaba con un tembloroso índice.
—¡Por tu culpa, perdí a mi hija! ¡Por tu maldita culpa, Berta será condenada en el Juicio Final!
La subinspectora acumuló una rabia sorda. El clamor de una injusticia crecía en su interior, golpeando con impotencia sus paredes de hielo.
—Yo la eduqué —siguió diciendo el granjero—. No como a una virgen. No a mi imagen y semejanza. No como a las hijas de Lot. Simplemente, como a una mujer honesta, capaz de apreciar el bien, y de distinguirlo del mal.
Jacobo Betancourt hizo una pausa para respirar. Una oscura emoción apenas le dejaba hablar:
—De niña, sentada en mis rodillas, Berta leía la Biblia. Era tan linda… Fue una muchacha sensata, hasta que te conoció… Entonces, su alma se corrompió. Todo cuanto le ha sucedido tiene su causa en el mismo veneno. La mordedura de una sierpe la hizo arrastrarse por el fango de la creación, entre alimañas. Nunca más leerá el Libro conmigo. Nunca más escuchará la voz de Dios…
Martina entornó los párpados, abatida, y salió de la alcoba. Oyó toser al viejo, y cómo, tras derribar la muleta, intentaba abandonar el lecho y ponerse en pie. Seguramente volvería a acostarse, pasado un rato.
La subinspectora entró a la habitación de Berta, contigua al dormitorio paterno, y encendió la luz.
Su amiga no se encontraba allí. El cuarto, con los postigos cerrados y unas sucias cortinas de estera colgando de una barra de cobre, era de una desnudez monástica. No había otro mobiliario que la cama, estrecha y baja, sin hacer, una mesita de noche y un armario sin espejo. Sobre la mesilla, enmarcada en un sencillo baquetón, descansaba una fotografía de la propia Martina. Un año más joven, la subinspectora aparecía caminando por la arena de Playa Quemada, con un fondo de mar bravo y el cielo lobulado por nubes de tormenta. Como si la cámara de Berta la hubiese sorprendido en el instante de ir a disparar, Martina volvía el rostro hacia el objetivo. Tenía una expresión extraña en ella, llena de serenidad y de paz.
La subinspectora cogió el marco y sopló el polvo adherido al cristal. En el reverso, había una nota:
Querida Martina:
Conocerte no fue un error. Fuiste lo mejor que me sucedió en mucho tiempo. La próxima vez que me veas, tampoco seré digna de ti. Recuérdame en mi esplendor, y no dejes de volver a aquellas dunas de Playa Quemada donde me hiciste feliz.
Te quiere, Berta
Martina depositó la foto en su lugar y abrió el armario. Las prendas de Berta se amontonaban de cualquier manera. De las perchas colgaban un chaquetón y un par de desgastados vaqueros.
En las restantes habitaciones no había nadie. Martina comenzó a bajar las escaleras, pero se detuvo a mitad de rellano.
Horacio la esperaba en el salón, sosteniendo una fusta de cuero.
—La he encontrado cerca de las cuadras. Su madre la ha reconocido. Es de su hija. La señorita Betancourt la llevaba cuando salió a montar.
La subinspectora salió de la casa tras él. Sobre la nieve del patio, el zapato ortopédico de Horacio dejaba huellas más hondas. Se había levantado viento.
Recorrieron las cuadras y los corrales, en vano. La puerta del granero estaba entreabierta. Al golpear una hoja contra la otra, la corriente hacía rechinar los cerrojos.
El interior del almacén se reveló a la luz de una bombilla cubierta de telarañas. Martina vio ristras de cebollas colgadas a secar, un remolque vacío, la carrocería enorme, hostil, de una cosechadora y, allá arriba, detrás de su embarrada pala, a más de dos metros de altura sobre el piso de alquitrán manchado de aceite y gasóleo, el cuerpo de Berta oscilando con suavidad al extremo de una soga.
Llevaba una camisa blanca, pantalón de pana y las botas de cuero que utilizaba para montar. Sus brazos parecían más largos; le caían rígidos a lo largo de los costados, pero sin llegar a tocarle la cintura. La cuerda apretaba de tal forma su cuello que la expresión de su cara se había congestionado y descompuesto. La boca permanecía abierta, mostrando dos hileras de dientes blanquísimos y, en medio, repugnante, una negruzca lengua. Los ojos, también abiertos, miraban con atónita fijeza la escalera tumbada bajo sus pies.
La subinspectora sintió la mano de Horacio posándose en su hombro.
—Lo siento, Martina. Créame que lo siento de verdad.
Una paloma torcaz aleteó entre las vigas del granero, pero la subinspectora no reparó en su alocado vuelo. Tampoco en la presencia de los padres de Berta, que se sostenían mutuamente, bajo el umbral. Los Betancourt sollozaban sordamente, con ese llanto obstinado y grave de quienes han perdido la esperanza.
Horacio incorporó la escalera, sacó su navaja, cortó la cuerda y, con ayuda de Martina, hizo descender el cuerpo. Pesaba, y tuvieron que trasladarlo entre ambos. La subinspectora temió que los Betancourt se negaran a franquearles el paso, pero el viejo, apoyado en su muleta, no se movió. Como si se hubiese quedado ciego, el granjero contemplaba con pavorosa inmovilidad la viga de la que se había colgado su hija. Finalmente, se giró hacia Martina y gritó:
—¡Tú la has matado! ¡Tendrás que responder de este crimen!
La subinspectora se refugió en el coche y le dio las llaves a Horacio. El Saab derrapó sobre la nieve del patio y enfiló los campos oscuros.
Rígida en el asiento de atrás, Martina sostuvo en su regazo la cabeza de Berta. Sabía que el nudo de la soga podía llegar a ser una prueba pericial, pero lo fue aflojando hasta desprendérselo del cuello. Allá donde la cuerda había oprimido las yugulares y carótidas, y hundido la tráquea, se veía una franja de piel tumefacta y rojiza, que contrastaba con la extrema palidez del rostro.
Desde la granja, tardaron cuarenta minutos en arribar al Servicio de Urgencias del Hospital Clínico de Bolscan. Martina depositó el cadáver en brazos de un celador y se derrumbó en los bancos de espera, entre los familiares de otros pacientes. Vio cómo Horacio, rodeado de enfermeras y médicos, desaparecía en un ascensor.
La subinspectora sepultó la cara entre las manos pensando que su dolor era egoísta, y que las lágrimas que no acertaban a brotar, como las palabras de consuelo que ya nunca pronunciaría, iban a desvanecerse entre los pliegues de una historia que había muerto con su amiga en aquella aciaga noche de invierno.
También en esta ocasión había llegado demasiado tarde.