Capítulo 4

Alarmada, Sonia se inclinó sobre su pecho. Juan respiraba. Era un hércules, un ejemplar de primera clase, pero ella lo había domado, hecho que se arrodillase a sus pies.

Sin embargo, no había quedado ahíta. Nunca estaba satisfecha. Siempre quería más.

Su voracidad sexual no conocía límites. Por eso soñaba con libidinosos calamares, con trancas de negro cimarrón y unicornios lúbricos. Hasta en la cúspide del placer vislumbraba otra montaña de gozo, una nueva cumbre de locura y martirio en cuya nieve apagar su fuego. A menudo, su compañero de viaje no podía o no se atrevía a emprender esa ascensión, y entonces ella debía buscarse otro amante. ¿No había nacido el hombre capaz de colmarla, de encadenarla a un orgasmo sin fin?

Sonia deseó que Juan se recuperase pronto, para volver a montarlo. Quizás, antes de irse al trabajo.

Eso le hizo recordar que se hacía tarde. Tenía que probarse el uniforme.

Entremezcladas, las ropas de ambos descansaban al pie de la cama, entre la mochila de Sonia y el bolso de flecos apaches que le acompañaba desde que, al cumplir los diecisiete, había decidido abandonar su localidad de origen. Una pequeña población, Los Oscuros, situada al oeste de Bolscan, en plena cordillera de La Clamor.

Sonia había huido de allí en busca de otra vida. Para correr mundo y encontrarse a sí misma. Algo así, tan vago, tan sincero, le había expuesto a su padre, propietario del quiosco de la plaza de Los Oscuros, y de una rutinaria existencia.

A sus sesenta y siete años, el padre de Sonia, Ramiro Barca, era un viudo cansino, cuyo aire de derrota se revelaba cada mañana, cuando extendía bajo el soportal los periódicos del día, las revistas semanales y las baratas colecciones de novelas cuyas cubiertas iban amarilleando con el curso de las estaciones.

En Los Oscuros, salvo la maestra, la señorita Hortensia, y el guapo profesor de teatro, Alfredo Flin, con quien Sonia había tenido su primera aventura, a los dieciséis, casi nadie leía. Tampoco lo hacía su padre, salvo los titulares deportivos y los sucesos del Diario de Bolscan.

Sonia, en cambio, leía mucho. Sobre todo, teatro y la literatura erótica que le facilitaba Alfredo Flin.

El viejo Ramiro no se alteró cuando su única hija le anunció que se marchaba de casa. Desde la muerte de la madre, su esposa, la señora Quiteña, el quiosquero había estado aguardando una reacción parecida. No tuvo ánimo para oponerse. Era demasiado blando como para apechugar con una adolescente difícil.

La apatía paterna hizo sospechar a Sonia que ella nunca le había importado, que su padre, en el fondo, se alegraba de perderla de vista. «Tal vez lo estaba deseando, desde que se enteró de lo mío con Alfredo Flin», pensó en ese momento Sonia, contemplando los testículos de Juan Monzón, ovalados, ubérrimos.

Su macho seguía durmiendo, agotado. Sonia se inclinó sobre su grupa, se ensalivó los dedos y le acarició la punta del pene. Temerosa de despertarle, procedió a armar un acampanado porro. Lo lió con una habilidad que revelaba práctica y salió a fumar al balcón. ¡Si su padre la viera ahora, independiente, desnuda, aspirando a grandes tragos el aire invernal de Bolscan, que a ella le parecía un elixir de vida! ¿Qué podría hacer el viejo, volver a molestar a la policía? ¿Desheredarla? ¿Ya nunca regentaría el quiosco de la plaza mayor de Los Oscuros, con sus lápices de colores y sus novelitas rosas?

Seguía nevando. Lavados por la frecuente lluvia de Bolscan, los adoquines de la calle Cuchilleros solían mostrar la textura de un caparazón de carey, pero esa noche habían desaparecido, ocultos bajo los copos. Sonia sólo llevaba encima una camiseta, y se le puso piel de gallina. Fumó con avidez. El vaho de su aliento se confundió con el acre humo del tabaco mezclado con marihuana.

La hierba y la nieve la pusieron nostálgica.

Apenas había vuelto a pensar en su padre, ni en su familia de Los Oscuros. En el soltero tío Pedro, asiduo a los prostíbulos de la comarca, pendenciero y bebedor, cuya mala sangre latía por sus venas. En su tía Reme, una beata encorvada camino de la iglesia, vestida de negro, siempre de negro; el mismo color con que Sonia sospechaba estaba tinta su alma sorda a toda palabra que no brotase de labios del padre Marcelo, o del mayestático timbre de Dios… Tras los muros sillares de aquella casa de Los Oscuros reinaba el tedio. Pero ella había descubierto un antídoto contra la rutina: el sexo.

Sonia sonrió, aspiró hasta calentar el filtro del canuto y dejó que la marihuana cauterizase sus pulmones con una grata quemazón. El aguanieve hizo que se le irrigaran los pezones. Volvió a excitarse con la visión del culo de Juan, reflejado en el vidrio del balcón. Su macho lucía un tatuaje en la nalga izquierda. Una flor de loto que la ponía a cien.

La maría la invitaba a revivir los buenos momentos. Sonia sólo miraba hacia atrás cuando estaba dopada. Serena, su memoria se esfumaba como un espectro en la niebla. Quizá, suponía, porque era joven para aprender del pasado. El reloj de su existencia corría hacia delante, sin reflexión ni cálculo. Sólo existían las nuevas sensaciones, un promisorio futuro que, ignorante del trágico destino que la acechaba, aspiraba a disfrutar con la máxima intensidad.