Capítulo 2

A las ocho de la tarde de aquel mismo lunes, cinco horas antes de que fuese salvajemente asesinada, Sonia Barca despertó en una cama revuelta, en un tercer piso sin ascensor de la calle Cuchilleros, en el barrio gótico de Bolscan. Había estado soñando con un pulpo gigante cuyos tentáculos la abrazaban hasta la asfixia, erotizándola y poseyéndola con inenarrable placer. Y había tenido un orgasmo en sueños, una descarga real.

Temblando aún de placer, Sonia se levantó y se asomó al balcón.

No había dejado de nevar. A través de la ventana de la casa de enfrente, tan próxima que, si estiraba el brazo, casi podía tocar su fachada, pudo ver una máquina de coser, un cartel de Rafael de Paula, un cactus que parecía de plástico.

Otra vivienda de pobres, angosta y húmeda, para gente que nada tenía que perder.

Como ella.

Sonia volvió a entrar a la habitación y paseó la mirada por su minúsculo espacio. El cuerpo desnudo de su macho yacía sobre el colchón. La cama ocupaba casi todo el cuarto: era como si Juan Monzón durmiese en una celda.

«Nuestra cárcel sexual», pensó Sonia, recordando, divertida, el título de una de esas películas pornográficas a las que Juan la invitaba para ponerla a punto.

Como si a ella hiciera falta estimularla.

No se había equivocado con Juan. Aunque dormía con una exhausta y casi simiesca expresión, derivada de su acusado prognatismo, Monzón —¿su hombre definitivo, tal vez?; ¡no!— era un tipo guapo. Fuerte. Tenía gónadas. Cerebro. Ojos claros, un poco brujos. Sus músculos se dibujaban contra la sábana que alguna vez debió de ser de color mandarina, pero que ahora, arrugada y manchada de sangre, parecía una muleta después de la lidia.

El símil taurino, inspirado por el cartel del torero que decoraba la salita de la casa de enfrente, le agradó. Juan había mugido como un novillo y sangrado por la nariz cuando Sonia anudó el pañuelo alrededor de su cuello, hasta que su respiración se cortó. Ella apretaba, apretaba. Juan aspó los brazos como un molino roto, eyaculó y se derrumbó en la cama con la cara púrpura. Un resuello animal, de toro herido, brotó de su asfixiada garganta, hasta que el sueño lo reclamó.

Y aún seguía durmiendo. El miembro viril apenas manifestaba una protuberancia oscura. Un hongo añil entre los muslos. Ella le había extraído hasta la última gota de savia.

Lo mismo hacía Sonia con todos los hombres con los que mantenía relaciones íntimas. En aquellos últimos tres años, habían sido incontables.

Esa gélida tarde de invierno, mientras la nieve caía sobre los tejados de Bolscan, ella y Juan, en su cárcel carnal, en su mísero nido de amor, habían estado follando sin concederse respiro. A la tercera acometida, Juan, aferrado a sus nalgas, dio síntomas de debilidad. Se había sostenido en pie a duras penas, pero empujó con ímpetu, hasta que una acrobacia los volteó a las heladas baldosas. Por el suelo, sin parar de reír, fueron rodando hasta el fondo del armario donde Juan guardaba sus escasas pertenencias y el machete que se llevaba a su puesto de vigilante nocturno. Y todavía lo habían hecho otra vez, en el pasillo, aprovechando que los restantes huéspedes del piso, a los que aborrecían, estaban fuera. Para rematar la sesión, Sonia le había obsequiado con el número del pañuelo, que no le fallaba nunca.

Así que el cansancio de su pareja, del que Sonia se sentía orgullosa, estaba justificado. El guarda jurado Monzón, su último y más rocoso amante, no iba a ser una excepción. También a él le había aplicado su norma de exprimir al macho hasta arrebatarle el mínimo átomo de energía vital, para verle desvanecerse luego en un sueño torpe y ruidoso, como si estuviera muriendo poco a poco.

De hecho, en ese momento Juan Monzón podría estar muerto.