16
Dennison estaba rígido en el extremo de popa, apoyado contra la borda. Tras él sólo estaba el agua negra e inmóvil. El capitán subía ahora a la cubierta de popa, estaba ya casi a una distancia útil para herirlo, el cuerpo encogido para iniciar el salto, el cuchillo dirigido hacia adelante.
—¡Capitán! ¡Mis últimas palabras!
James sonrió.
—¡Maldita sea, capitán! Un condenado a muerte siempre tiene derecho a decir las últimas palabras.
La idea pareció divertir al capitán. Se detuvo, sin dejar de sonreír.
—Claro —dijo—. Anda, di tus últimas palabras.
—No emplearé mucho tiempo —repuso Dennison, reflexionando febrilmente.
La verdad, ahora toda la verdad. Sólo la verdad podía salvarlo.
—Capitán, he intentado asesinarle con todos los medios que tenía a mi disposición.
James asintió.
—Al principio, quise matarlo para apoderarme de su barco y de los dos mil seiscientos dólares que vi en su cartera. ¡Espere, déjeme acabar! ¡Me lo ha prometido!
—Espabila.
—Estoy tratando de hacerlo. De todos modos mi idea era esa.
Pero ahora me doy cuenta de que no quería ni el barco ni el dinero.
En realidad… naturalmente, me habría apoderado de todo si hubiese podido. Pero sólo quería matarle, capitán James. Quería matarle para demostrarme a mí mismo que era capaz de hacerlo. Y porque usted quería que lo intentase.
—¿El qué? —preguntó James.
—¡No lo niegue! —replicó Dennison—. Claro que usted quería que yo lo intentase. Es usted un hombre acostumbrado a las aventuras, necesita el sabor de la muerte, como un alcoholizado necesita la botella. ¿Por qué usted acaba siempre en medio del peligro, capitán? ¿Lo busca usted, o lo provoca?
—Te estás demorando.
—Porque estoy nervioso —dijo Dennison—. Piense en lo que me contó: la plantación de caucho de Kuala Riba. Capitán, usted, consciente o inconscientemente, empujó a los culís a la rebeldía. Piense en ello, capitán. Podía elegir entre tres hombres dispuestos a embarcarse con usted. No quiso aceptar al negro porque sabía que no se rebelaría. Y el pobre viejo borracho de Billy Bilder no le ofrecería nunca la ocasión de lucha. Luego me vio a mí, y comprendió que podría impulsarme a atacarle. Era un excelente material tosco para sacar de él una aventura. Por esto dejó la cartera a la vista y…
—Hablas como un loco —repuso James—. Pero te advierto que fingirte loco no va a servirte de nada.
—No hablo como un loco —replicó Dennison—. Acaso ni siquiera se dé usted cuenta de los motivos que le impulsaron a elegirme a mí, capitán. Pero no puede usted ignorarlo totalmente. ¿Por qué me impulsó usted a que lo matara? Lo hizo para tener ocasión de otra aventura, otra victoria sobre la carne humana. Ha obligado a rebelarse al marinero traidor. Completamente, absolutamente justificado ante el mundo y ante usted mismo.
—Así es —dijo James.
—Y, en cambio, no es precisamente así —gritó Dennison—. ¡Mírese, James! ¡Y míreme a mí! ¿He de ser precisamente otra de sus víctimas? Soy un traidor y un miserable, lo sé; pero deseo desesperadamente, con todas mis fuerzas, ser leal y animoso. Podría ser un amigo fiel, capitán. Podría incluso ser valiente, si se me guiara bien.
—Has intentado matarme —dijo James, y avanzó hacia popa.
—¡Dios mío, es usted un estúpido! —gimió Dennison—. Por tanto, ¿este ha de ser mi destino? Capitán James, he intentado cambiarme a mí mismo. Intente ahora cambiarse usted. Usted ha proyectado minuciosamente esta tentativa de asesinato sabiendo muy bien que yo nunca podría matarle, como nunca habrían podido matarle aquellos culís. Y ahora me matará porque su derecho y su privilegio es matarme. ¡Espere! ¿He de morir porque no sé asesinar? Piense en los millones de criminales que se han escapado de la justicia. ¿Quién los castiga? ¿Dios? Entonces deje que Dios me castigue. ¡No lo haga usted mismo, capitán! ¡Déjeme quedarme con usted, déjeme que trabaje para usted! ¿No podríamos cambiar esta estúpida fábula del delito y del castigo? ¿No podemos? Estoy dispuesto, capitán. Pero ¿y usted? ¿Puede cambiar? ¿O ha de llegar hasta el final? ¿Ha de acabar a toda costa lo que usted ha comenzado, debe llevar a cabo ese delito legal tramado desde el primer momento? ¿No puede cambiar, capitán? ¿De veras no puede?
James lo miró. Dennison esperó, preguntándose si algo de lo que había dicho había producido efecto. El capitán estaba ante él, vigoroso y paciente, impasible e impenetrable: hombre que se había impuesto perder la autoconciencia, convertirse todo de una pieza, mente y cuerpo fundidos, en una piedra. ¿Era todavía un hombre? ¿Qué haría James?
Un gin sienta muy bien. Gracias, señores. Sí, en mis tiempos estuve en muchos lugares extraños, y he visto también muchas extrañas cosas. Estuve en Corea, cuando los rojos cayeron sobre nosotros como un derrumbamiento. Descubrí el amor en Shanghai. Vi muchas cosas extrañas en las Tuamoto, en Calcuta, en Borneo. Creo haber recorrido el mundo como pocos.
Pero lo más extraño me sucedió hace algunos años. Navegaba a bordo de un velero, que iba de St. Thomas a Nueva York.
Pero a Nueva York no llegamos jamás.
Me sucedió una historia muy rara. Pero es auténtica. ¿Qué me sucedió? Estábamos a mitad de camino entre St. Thomas y las Bermudas, justamente en plenas Latitudes del Caballo, cuando mi capitán me arrojó al mar.
Ríanse. Pero es cierto. Cuando se navega se encuentran tipos muy raros. El hombre con quien me hice a la mar y cuyo nombre no diré, estaba loco. Maníaco homicida. Había matado en la India, había matado en Malaca, había matado en Java. Se alimentaba de la muerte, como un buitre. Tengo motivos para creer que trató de evitarlo. Pero dos hombres solos, en medio del océano desierto, sin testigos, sin pruebas… La tentación era demasiado fuerte para él. Me arrojó al mar y comenzó a montar la guardia en el puente empuñando un garfio, y el barco estaba inmovilizado en medio de un mar liso como un cristal.
Sí, un poco más, gracias. ¿Que cómo estoy vivo? Bueno, en una situación como aquella no se puede perder la cabeza. Lo primero que hice fue atar las palas de la hélice plegable. Para que no pudiese poner en marcha el motor y largarse. Luego me di cuenta de que podía permanecer agarrado bajo la proa, asiéndome a un cabo y al barbiquejo del bauprés. Y él no podía alcanzarme porque el barco tenía los costados curvos.
Él no podía alcanzarme, pero yo no podía subir a bordo. Él estaba en el puente, de guardia, dispuesto a apuñalarme si comparecía. Había atado un cuchillo al extremo del garfio y lo había convertido en una arma asesina.
¿Qué hice? Pensé. Examiné atentamente la situación. Sabía que no podía permitirme hacer un falso movimiento. Calculé que el momento mejor para subir a bordo sería durante la noche, cuando ya se hubiese puesto la luna. Esto significaba esperar casi quince horas. Mal asunto estar tanto tiempo en el agua. Pero sabía que para él era incluso peor.
Pues claro. Piénsenlo. Me daba cuenta de que aquel pobre loco caminaba de un lado a otro refunfuñando. ¡Dios sabe lo que estaría pensando! El sol le daba en la cabeza; no tenía una camisa gruesa encima y no se atrevía a bajar para ponerse una. Sólo podía permanecer sentado en el techo de la cabina, esperando que yo hiciera el primer movimiento.
Durante la noche lo oí temblar, caminaba de un lado para otro, hablando solo. Pasó cerca un mercante, pero no nos vio. Aquel pobre loco seguía paseándose por el puente, hablando solo, poseído por las alucinaciones. Probablemente yo hubiese podido subir a bordo con toda tranquilidad. Pero cuando concibo un plan me gusta llevarlo a término.
Gracias. A la salud de ustedes.
Todo ocurrió de acuerdo con mis planes. Subí a bordo una hora después de haberse puesto la luna, cuando calculé que su resistencia se había reducido al mínimo. Si hubiese dudado aún, se habría reanimado a la idea del alba inminente. Pero en aquel momento, el pobre había llegado al final de su resistencia. Trató de acuchillarme, claro está, pero estaba demasiado trastornado. La permanencia en el agua me había privado casi completamente de mis fuerzas, pero conseguí hacer acopio de suficiente energía para darle un puñetazo en la mandíbula. Se desplomó como un saco.
¿Y luego? Lo até y puse rumbo hacia la costa más próxima. Bermudas. Bajé a tierra y lo conté todo a las autoridades. El capitán estaba ya completamente loco. ¡Seguía gritando que yo había intentado asesinarlo!
Pero nadie lo creyó. Se comprendía en seguida que estaba loco. Si yo hubiese querido matarlo, ¿por qué no lo había hecho, en lugar de llevarlo a las Bermudas? Si hubiese tenido algún proyecto criminal, ¿por qué no lo había arrojado al mar y me había largado con el barco y el dinero que había a bordo?
Luego resultó que tenía una hermana en los Estados Unidos. Me dio las gracias por haberlo salvado, pero no me dio un céntimo de mi paga. En cuanto al capitán, la última vez que lo vi, estaba en un manicomio de Maryland. ¡Pobre diablo!
Por lo que se refiere a lo que estoy haciendo aquí, en las Fiji, es otra cuestión. Gracias, pero tengo bastante. Otro día les contaré cómo…