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… una tormenta que ocultó el brillo de las estrellas a lo largo de todo el horizonte, en dirección sudeste, y se precipitaba hacia el queche prisionero de la bonanza como un tigre feroz y aullante. El queche, con todas las velas desplegadas, escoró violentamente, peligrosamente, veinte grados, treinta grados, amenazando volcarse.

James se había agarrado al timón para no precipitarse en el mar. Estaba tratando de soltar la vela mayor.

—¡Dennison —gritó—, larga la mesana!

—Pero, capitán… Usted iba…

—Olvídalo —gritó James—. Maldición, lo primero es el barco.

El capitán miró a Dennison fijamente a los ojos y arrojó el cuchillo al mar.

Dennison lo miró a su vez un instante y también él arrojó su cuchillo al agua. Sus manos se encontraron y se estrecharon.

—¡Y ahora, rápido!

El queche, escorado, con media cabina ya sumergida, se iba llenando de agua, que se acumulaba con una rapidez superior a aquella con que los imbornales la vaciaban. El foque estaba roto. Dennison oía el ruido producido por los jirones de la vela golpeando contra el palo. Se agarró a la vela de mesana. Estaba bloqueada. Dennison se esforzó desesperadamente en soltarla. Todos los cabos del queche se habían enredado. El capitán luchaba con la vela mayor. Sin embargo, incluso en aquella terrible situación, tuvo tiempo para volver la cabeza a Dennison y dirigirle una amistosa sonrisa…