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El reloj de Dennison señalaba las dos y siete. El borde inferior de la luna tocaba ya el horizonte, y de vez en cuando alguna nube transparente pasaba sobre el fúlgido rostro amarillo. Se había levantado una brisa ligera, y parecía que el queche se estaba moviendo. Bajo la proa seguían aquellos arañazos y aquellos golpes.
Tenía que descubrir, fuera como fuere, el significado de aquellos ruidos. Basta ya de teorías, porque sus teorías resultaban todas desastrosamente equivocadas. Basta ya de sueños, porque sus sueños lo apartaban del problema real representado por el hombre que estaba en el agua. Basta de mentiras, porque las mentiras y las evasiones lo incapacitaban para enfrentarse con el peligro que lo amenazaba: el momento en que el capitán subiría a bordo, desnudo y chorreando. Basta ya de incendios imaginarios y tiburones fantasmas. En este instante sólo podía permitirse la verdad desnuda y simple. Tenía que mirar bajo la proa, ver lo que sucedía, valorar rápidamente la situación, y obrar. Nada más.
Un arañazo, un golpe.
¡Adelante!
Dennison se agarró con ambas manos al grueso cabo de seguridad y se asomó al agua. A la luz centelleante de la luna descubrió el rostro palidísimo del capitán bajo la proa, y lo vio moverse. Pero ¿qué estaría haciendo?
James lo descubrió y una sonrisa confianzuda, casi cordial, iluminó su cara pálida.
Un arañazo, un golpe.
El capitán James estaba haciendo gimnasia. Se levantaba y descendía entre el cabo y el barbiquejo del bauprés. El leve movimiento undoso hacía rozar su cuerpo con el casco, y el golpe era el sonido producido por sus hombros cuando daban en la parte curva de la proa. Dennison se retiró. Estaba muy agitado. Aquella gimnasia realizada por el capitán era algo horrible. Se sentó en el techo de la cabina, con una mano sobre el cuchillo. Miró en torno suyo buscando el garfio, pero no consiguió verlo. Probablemente habría caído al agua cuando se cruzaron con el mercante.
El capitán James estaba haciendo gimnasia para obligar a la sangre a que circulara activamente por los brazos y las piernas perjudicadas por los calambres, y para calentarse el cuerpo entumecido. Estaba preparándose como podía para cuando llegara el momento de intentar subir a bordo del queche.
¿Cuándo?
Desmayadamente, Dennison trató de imaginar lo que el capitán estaba proyectando.
Aquel obstinado pensaba sin duda en que había sido lanzado al agua al mediodía, y el loco a quien había enrolado en St. Thomas le impedía subir a bordo. Por fortuna, el queche había quedado inmóvil a causa de la bonanza. Él había tomado algunas precauciones elementales: se había sumergido bajo el buque y consiguió atar las palas de la hélice, de manera que a Dennison le fuera imposible alejarse poniendo en marcha el motor. Si la hélice no hubiera sido plegable, sin duda habría atado una de las palas al timón, o al cigüeñal.
Durante toda la jornada no había sucedido mucho más: el hombre que estaba en el queche había tratado de pegarle un tiro con el rifle descargado, nada más. El tiempo se había mantenido constante, como sucede en aquellas latitudes: bonanza y vientos ligeros, pero ningún temporal, desgraciadamente. Una tormenta, después del crepúsculo, habría podido crear una distracción que le hubiese permitido subir a bordo, pero no siempre se puede tener suerte. Luego había caído la noche, pero la luna era demasiado brillante para favorecer la tentativa de subir. Había pasado muy cerca un mercante, pero su paso no ofreció ninguna buena ocasión a ninguno de los dos. Y ahora estaba haciendo gimnasia bajo la proa y esperaba…
Que se pusiera la luna.
Sí, era lógico. El capitán era un hombre flemático, habituado a las aventuras, y había valorado exactamente la situación, como lo hizo cuando tuvo que hacer frente a la sublevación de los culís en Kuala Riba, como lo hizo asimismo cuando tuvo que enfrentarse en tantos momentos peligrosos de su vida. Había valorado fríamente sus posibilidades contra el loco que estaba a bordo, había considerado las ventajas que podía ofrecerle demorar el ataque hasta que la luna se hubiese puesto, aunque esperar le costase una incesante pérdida de fuerzas. Para el capitán se trataba de un problema más bien sencillo. La solución mejor era esperar a que se hubiese puesto la luna: esperar y dejar que aquel idiota de a bordo se preocupara hasta sentirse mal. La pérdida de calor del cuerpo podía compensarse con un poco de gimnasia. La pérdida de las fuerzas no era demasiado inquietante, dado que el adversario contra el que tendría que batirse era aquel idiota flaco, despavorido y febricitante.
Dennison miró el reloj. Eran las dos y diecisiete, y la mitad de la luna se había sumergido ya en el mar. Dentro de diez o quince minutos habría desaparecido bajo el horizonte. Digamos a las dos y media. Apuntaría el alba a las cinco, dos horas y media después. James dispondría de dos horas y media de oscuridad completa para desencadenar su ataque. Y Dennison tendría que defender el queche, dos costados de quince metros, treinta en total, contra un hombre a quien le bastaba un espacio de pocos centímetros para subir a bordo.
Era una perspectiva descorazonadora. Sin embargo, Dennison experimentó una extraña sensación de esperanza. Por fin la lucha adquiría una estructura precisa. Ahora podía comprenderla plenamente.
James tendría ganada la partida si lograba subir a bordo durante las dos horas y media que transcurrirían desde la puesta de la luna al alba. Si Dennison lograba vigilarlo hasta la salida del sol, el capitán habría perdido. Porque el sol le proporcionaría dieciocho horas de luz, dieciocho horas que agotarían las energías del capitán y le harían conocer el sabor de la desesperación. En esas dieciocho horas podría levantarse el viento: un viento bastante fuerte para empujar al queche y sumergir para siempre a aquel hijo de puta. Durante dieciocho horas de luz pueden suceder muchas cosas.
Las próximas dos horas y media serán cruciales, pensó Dennison. Ese bastardo está seguro de lograr su intento. Para él esta es sólo una aventura en una vida hecha de aventuras. Uno de tantos momentos difíciles que hay que superar. Probablemente se ha encontrado en situaciones todavía peores y siempre ha salido con bien. Por tanto, es seguro que también saldrá con bien de esta.
Pero no es inevitable que su valoración de los hechos sea exacta. Todos mueren, incluso el capitán. Y él está en el agua, mientras yo estoy a bordo, en el barco. Tengo que recordarlo porque es importante.
Yo soy capaz de cometer un homicidio. Soy capaz de apretar un gatillo o dar una cuchillada. Basta un segundo. Basta un segundo para cometer un asesinato.
Pero estoy asesinando al capitán desde el mediodía. Hace más de catorce horas que estoy asesinando al capitán. El asesinato es una tensión terrible, y debería concluir en un segundo. Pero yo he debido matarlo, y matarlo todavía durante cada segundo de estas catorce horas interminables, recurriendo a toda la fuerza de voluntad y toda la energía que requiere ese acto fulminante. ¿Por qué sorprenderse de que me encuentre tan turbado?
Yo sé matar como cualquier otro… en un segundo. Pero matar ininterrumpidamente durante catorce horas…
La luna casi se ha puesto y las estrellas no dan mucha luz. Tengo que pensar. Una hoja de frío acero en mi estómago. Tengo que pensar.
¿Por dónde puede subir a bordo? Por la proa, por cualquier parte. Por la parte central del queche, encaramándose por las jarcias. Por la popa, apoyándose con los pies en el tubo de escape. Estas son las brechas de mi fortaleza, las brechas por las cuales puede penetrar el enemigo. Estos son los puntos que debo vigilar. Pero ¿cómo puedo vigilarlos todos?
Moviéndome, como hice en Corea. James necesitará cierto tiempo para encaramarse a bordo. Por esto he de recorrer continuamente el barco, con el cuchillo en la mano. ¿Acaso no sería mejor que me pusiera de centinela sobre el techo de la cabina y diese lentamente vueltas sobre mí mismo, en espera de descubrir una oscuridad más oscura aún sobre un fondo hecho de oscuridad, una silueta negra que tapa las estrellas?
No debo hacerme ilusiones, he de ser sincero conmigo mismo. Sé ser sincero. Confieso que después de haber hecho frente a Herrera con tanto valor, dos semanas después se repitió la escena. Todo mi coraje, toda mi decisión, aquella primera vez, no sirvieron para nada. Y la segunda vez no estuve en condiciones de plantarle cara. No me pisoteó porque me arrastré bajo sus pies. Tampoco era digno de buscarle. Era el hazmerreír de la compañía. Y yo también me reí de mí, y bromeé, hice el payaso y me arrastré cada vez que se impuso. No tuve el valor de batirme ni de matarme, ni siquiera tuve el coraje de enloquecer. No supe hacer otra cosa que arañarme un brazo con un cuchillo oxidado, en espera del tétanos.
Confieso que nunca he matado a un hombre, nunca, en toda mi vida.
Janie, te amo todavía. Quisiera haber vuelto a tu lado. ¿Durante cuánto tiempo me esperaste? ¿Me esperas aún? Janie, me licenciaron en Berkeley y una hora después había perdido en juegos de azar todo lo que me dieron. Encontré trabajo a bordo de un mercante que se dirigía a Panamá y Nueva York. Janie, confieso haberte olvidado, aunque te quería. Soy el tipo de hombre capaz de hacer estas cosas.
Luego Shanghai cayó en manos de los comunistas y comprendí entonces que había perdido para siempre mi única ocasión y, Dios me perdone…, estuve contento de que la responsabilidad no fuese mía. Lo siento muchísimo, Janie.
Confieso que soy un embustero, un lioso y un pillo. Confieso que quisiera ser un asesino, si encontrara fuerzas y el valor necesario para matar. Quisiera construirme una vida nueva, partiendo de este asesinato. Quisiera tener el barco de James y su dinero, pero… ¡Al diablo! Lo único que quiero ahora, lo único que le pido a la vida es valor para matar al capitán James.
Dennison se frotó los ojos cansados y miró hacia Oriente. En el horizonte asomaba sólo el borde superior de la luna.
Tenía que actuar en seguida, pillarlo por sorpresa cuando menos lo esperase. ¿Qué debo hacer?
También desapareció el último resplandor de la luna. El cuadrante luminoso del reloj señalaba las dos y treinta y un minutos.
Bajo la proa James había dejado de hacer gimnasia. La embarcación se había sumido en la oscuridad más completa. Dennison, sentado en el tejado de la cabina, se preguntó si había llegado el momento de actuar.