8
Bajo la proa se oyó un grito sofocado. También el capitán James había visto a los tiburones. De improviso sus manos aparecieron en la borda del queche. Estaba intentando frenéticamente izarse a bordo.
Dennison vaciló, experimentó el absurdo impulso de ayudarlo a subir. Aquel pobre bastardo ya había pasado lo suyo…
Pero no era posible. Su decisión era irrevocable. No podía anular un homicidio tan largo y difícil de llevar a cabo. Dennison apretó los labios y dio un puntapié a las manos del capitán. Le golpeó tres veces, y el capitán soltó la presa y cayó al agua.
Ahora James estaba girando a nado en torno a la proa, y contemplaba a los tiburones que se deslizaban hacia él.
—¡Dennison! —gritó—. ¡Por amor de Dios, haz algo!
Dennison asintió lentamente, pero no se movió.
—¡Ayúdame! Dennison, siento lo que ha sucedido. Haz algo, ayúdame.
Una vez más Dennison asintió, casi imperceptiblemente: miraba a los tiburones horrorizado y fascinado.
James estaba a menos de seis metros del queche. En la diestra empuñaba el cuchillo, y la luna, baja en el horizonte, se reflejaba cabrilleando en la hoja y en su cabeza calva. Los escualos giraban en torno suyo perezosamente, a tres metros de distancia. James jadeaba, y se revolvía en el agua tratando de no perder de vista, al mismo tiempo, a los dos tiburones.
Luego uno de ellos se dirigió hacia él. James levantó una gran salpicadura de agua y el tiburón se alejó. El otro lo siguió, se acercó y volvió a alejarse antes de haber alcanzado al capitán.
De nuevo nadaron en círculo, y James se giraba lentamente en el agua, respirando con fatiga. Su rostro era de una blancura espectral a la luz de la luna. Se volvió y los tiburones estrecharon el círculo, casi lo rozaron con sus cuerpos oscuros y poderosos.
No puede continuar así, pensó Dennison.
James volvió a sacudir el agua lanzando salpicaduras contra los escualos, que esta vez no se retiraron.
—¡Dennison, ayúdame!
Dennison se mantenía agarrado al palo del foque y siguió observando la escena: experimentaba una extraña sensación de desasimiento, como si estuviese asistiendo a la escena de un filme, sin prestarle demasiada atención.
Uno de los tiburones dejó de nadar en círculo. Un instante después James lanzó un grito y se sumergió. El escualo debió de haberle mordido una pierna.
James volvió a flote y su alterado rostro era irreconocible. Aún apretaba con la mano el mango del cuchillo. Los dos tiburones se sumergieron. James lanzó un golpe, chocó contra algo sólido y golpeó de nuevo. Uno de los dos tiburones saltó en el agua, y se mantuvo un instante en equilibrio sobre la aleta caudal, con el vientre gris blanco abierto. Cayó de nuevo en el agua y las salpicaduras llegaron a la cara de Dennison. Luego se quedó flotando, agitando débilmente la cola.
James se volvió de pronto, tratando de localizar al segundo escualo. Luego gritó de nuevo. El tiburón estaba debajo de él y lo atacaba bajo el agua. Mientras James luchaba por mantenerse a flote, el escualo herido se volvió, cansadamente, y sus terribles mandíbulas se cerraron sobre el brazo derecho del capitán, cerca del hombro. Las mandíbulas se unieron con un golpe limpio. Cuando el tiburón se alejó, llevaba entre los dientes el brazo, con el cuchillo todavía apretado entre los dedos convulsos.
El capitán gritaba todavía. El agua estaba salpicada de la espuma blanca levantada por la lucha y estriada de sangre negra. El hombre sin brazo gritó hasta que el agua se cerró sobre su cabeza calva, y el último grito se convirtió en un estertor.
Esto fue todo. Esto fue todo, y sólo quedaron los tiburones que siguieron nadando en círculo, en busca de otra cosa que devorar. El capitán había desaparecido, estaba muerto, había fenecido en el mar. Los tiburones lo atacaron mientras estaba nadando. Nadie tenía la culpa.
Pero ¿realmente había terminado todo?
Dennison miró el agua. Los tiburones habían desaparecido. Bajo la proa volvió a oírse el rumor de un arañazo y un golpe, un arañazo y un golpe.
La mano de Dennison apretó el cuchillo que llevaba a la cintura. Lo apretó con fuerza, hasta que le dolió la mano, y miró el agua tranquila.
A lo lejos se distinguían aún las luces de popa del mercante. En torno al queche el agua estaba inmóvil. Bajo la proa oíase un arañazo seguido de un golpe.
Por tanto, aquellos tiburones no habían existido jamás. No hubo tiburones. Los había soñado cuando pasó el mercante. No había tiburones. Sólo James bajo la proa, que estaba haciendo algo.
A oriente, la luna descendía en el mar.