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Era imposible equivocarse. Aquella silueta se levantaba sobre el agua con la compactibilidad de una montaña, negra contra el cielo azul negro, y sobre ella resplandecía una luz roja, una sola. Mientras Dennison observaba, aquella masa se acercó, y luces blancas aparecieron sobre las luces rojas. Luego se oyó el zumbido constante de los motores.

¿Qué diablos haría un mercante por aquellas latitudes?

Probablemente se trataría de un barco de la línea Estados Unidos el Caribe, pensó Dennison. ¡Todo un océano para él, y precisamente tenía que precipitarse sobre él! Era muy improbable un encuentro semejante, pero los veleros no pueden prevenir una colisión en alta mar, como tampoco la escasa frecuencia de los huracanes. ¡Diantre! Si navegáis durante cierto tiempo, acabáis por hacer frente a todas las circunstancias más desfavorables, en todas las combinaciones peores entre las fuerzas del viento y del mar. Incluso cuando se está lejos de las rutas habituales, hay que estar muy al cuidado, día y noche. Es indispensable. Los mercantes están extrañamente especializados en la búsqueda de los veleros, en la oscuridad; no los sitúan con el radar, lo embisten y lo destrozan, tan rápida y silenciosamente que los hombres de la tripulación ni siquiera se dan cuenta de que han chocado contra algo. Sucede a menudo que un velero se ve obligado a escapar frenéticamente para que no se le eche encima un buque de hierro que se lanza a través del océano con el radar apagado y los vigías completamente dormidos.

Los rumores bajo la proa cesaron. También James habría visto al mercante o lo habría oído.

El mercante avanzó con los motores que zumbaban poderosamente, y la luz de babor resplandeciendo como un ojo rojo diabólico. Dennison no conseguía descubrir la luz verde de estribor. Hubiese logrado descubrir las dos, la roja y la verde, si el mercante hubiera avanzado en una línea de colisión con respecto a él. Pero ¿era esto cierto en todas las circunstancias y todas las posiciones? ¿Qué decía aquel condenado reglamento? Babor a babor, estribor a babor… Dennison no conseguía recordarlo.

Y no podía hacer nada. No podía utilizar el motor, y no había el menor soplo de viento que le permitiese quitarse de en medio, ni siquiera sabiendo adónde tenía que dirigirse. Si el mercante embestía al queche, él moriría en la colisión, o sería arrojado al agua y absorbido por las hélices del barco. O bien podría ocurrir que a bordo del mercante se dieran cuenta de la colisión, se detuvieran para indagar… y en este caso le encontrarían a él y al capitán. Y acabaría en la cárcel.

Millares de millas cuadradas de océano desierto, en torno a mí, y ahora un mercante se me echa encima. No es justo, ¡maldita sea!

Oía gritar al capitán James:

—¡Ah del mercante! ¡Ah, socorro!

Pero, naturalmente, ellos no podían oírlo: los motores hacían demasiado ruido.

El mercante estaba ya muy cerca. Dennison veía su proa, alta como una colina, que avanzaba hacia el costado del queche como un hacha gigantesca. La velocidad del mercante pareció aumentar. Luego, la masa inmensa del barco pasó de largo, y el queche cabeceó con violencia, cuando la espumosa ola lo embistió.

El mercante se alejó, la ola levantada por la proa apartó al queche. A causa del rechazo el palo mayor de la embarcación dio contra el costado de hierro de la nave. El trinquete se hizo pedazos, pero el mástil resistió.

—¡Ah del mercante! —gritó James.

El buque se alejó dejando tras de sí un remolino de agua blanca y el olor de la nafta quemada. Pero ¿los había visto? ¿Regresaría?

Dennison aguzó la vista en la oscuridad. Se agarró al palo del foque, manteniéndose en equilibrio sobre el barco que oscilaba violentamente, y siguió con la mirada el mercante. Su popa era una constelación de luces blancas que se alejaban. Era evidente que no volvía atrás.

Quizás el capitán hubiera sido arrebatado de su agarradero bajo la proa.

No, no había tenido esta suerte. Dennison volvió a oír el arañazo seguido del golpe. Un arañazo, un golpe, un arañazo, un golpe: ¿qué podía hacer para que cesara?

Luego, mientras miraba en dirección al mercante que se alejaba, vio que no era necesario hacer nada para liquidar al capitán. Nada. El problema iba a resolverse sin necesidad de su intervención. Vio claramente una aleta cortar el agua en dirección al queche. Mejor dicho, dos. Tiburones.

Sin duda habrían seguido al mercante, alimentándose de los desperdicios. Algunas veces los escualos son capaces de seguir a un barco durante semanas para comer los desechos. También solían ser hasta una docena, y comían todo lo que se echaba por la borda.

Pero aquellos dos tiburones habían abandonado el mercante. Habrían olfateado algo mejor que desperdicios. Habían percibido el olor del hombre en el agua. Dennison se apoyó en el palo del foque y esperó. ¿Qué intenciones tienen esos dos tiburones, capitán?