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… ni cómo descubrí el amor, ni la muerte repentina, y toda la vida en el breve transcurrir de pocos días y pocas noches. Corea me había forjado con rápidos y toscos martillazos, pero Shanghai modeló para siempre mi carácter. Aquella ciudad imprimió en mí su marca: solamente de uso en Shanghai. Hay lugares que lo transforman a uno. Y por esta razón hay norteamericanos que viven en París, e ingleses que se han pasado toda la vida en África, y holandeses que han tenido que ser echados a punta de bayoneta de una Indonesia ya hostil. Es posible que algunos emigrados exploten su nuevo ambiente y se enriquezcan; pero sé que, en general, no es así. Algunos eligen lugares muy hermosos. Otros se establecen en localidades en las que hasta un perro se negaría a vivir. Había algo especial en aquel lugar que lo hacía atractivo, un no sé qué especial e indefinible. Se convierte en la patria de uno y ya no cuenta nada más.
Esto fue lo que me sucedió en Shanghai. Era mi ciudad. Y desapareció del mundo cuando la ocuparon los rojos. Hoy es más fácil entrar en las ciudades prohibidas de Arabia que en Shanghai. Perdí para siempre mi ciudad y no me ha quedado nada en concreto a lo cual agarrarme. Sólo me quedan pocos recuerdos, e incluso esos recuerdos se han gastado y desvaído. Temo que dentro de poco se harán trizas y no sabré distinguir Nanking Road de Mott Street, el Bund con la 57 Avenida y a Janie misma entre otras cien chicas. Y creo que seré feliz cuando esto suceda, porque recordar es demasiado doloroso.
En 1947, aunque estuvieron retirándose, los ejércitos de Chiang Kai Chek eran todavía dueños de gran parte de la China continental. China era nuestra aliada. Por eso el ejército norteamericano decidió dejar perder Tokio, por el momento, y mandó con permiso un contingente a Shanghai. El primer embarque a Shanghai se fijó para el mes de agosto, y yo fui con un millar de hombres de la sexta y la séptima división de tropas de ocupación en Corea.
Nuestro buque remontó el Wang-poo y atracó, y descubrimos a los vendedores ambulantes en el muelle, bajo nosotros, con las jaulas de pájaros, las estatuillas, los bordados y los jades. Tras ellos había toda una flota de rickshaws. Más lejos, veíase la ciudad, desconocida y espléndida a la luz cegadora del verano. En seguida comprendimos que habíamos llegado a un lugar extraordinario. Estábamos en Shanghai, después de un año transcurrido en miserables villorrios como Taegu y Munsan, entre aquellos coreanos resueltos y puritanos, que montaban la guardia a sus montañas y su arroz y a una línea imaginaria llamado paralelo treinta y ocho. Estábamos decididos a soltar las cadenas.
Y Shanghai nos esperaba, deseosa de vendernos todo lo que se podía encontrar bajo el sol. Sus habitantes adivinaban muy bien el futuro de la ciudad, aunque los occidentales no lo consiguieran. Sabían que los ejércitos de Chiang eran rechazados por las avanzadas comunistas. Sabíamos que el Kuomintang se había acabado, estaba tan muerto como los emperadores de la dinastía Ming. Shanghai, la única ciudad de China que idealmente estaba vuelta a occidente, no sería nunca más la misma. Millares de habitantes deseaban irse, y para irse necesitaban dinero. Además, había millones de habitantes que necesitaban dinero simplemente para comprarse un poco de comida. Y todos querían dinero auténtico, no el papel moneda inflaccionado y carente de valor que había impreso el Kuomintang. Querían auténticos dólares norteamericanos, y no tenían demasiados miramientos cuando se trataba de procurárselos.
Me encontraba en un estado particular cuando desembarqué en Shanghai. Quería devorar toda clase de diversiones, quería saturarme de placeres en previsión de la miseria que me esperaba. Quería vivir toda una vida, porque tenía la sensación de que luego no me sería posible.
Traté de hacerlo y no lo conseguí. No se puede vivir en un estado de exaltación continua: ni por medio de las mujeres, ni del alcohol, ni de las drogas. No os dejéis inducir por los rufianes ni por los que lo pregonen creyendo que esto es posible. El exotismo desaparece pronto y queda la costumbre. La prostituta con la que uno se divierte acaba pareciéndose a nuestra vieja esposa, el vaso de licor nos parece lleno de agua, y la jeringuilla que tiene uno entre las manos se convierte en la muleta de un inválido. Luego continuamos repitiéndonos a nosotros mismos que todo es todavía exótico y maravilloso, pero estamos mintiendo. No es así. Al poco tiempo todo aquello a lo que uno se ve reducido a hacer, es intentar sacudirse el nerviosismo.
Sin embargo, en cierto modo lo conseguí. No logré vivir en un estado de exaltación continua. Pero cada instante que pasé en aquella ciudad, cada segundo, se saturaba con el conocimiento de que estaba vivo en una ciudad en la que la muerte era realmente posible. No consigo encontrar un modo mejor de expresarme. Creo que el paraíso debe de ser así, si existe un paraíso… uno auténtico, no una de esas piadosas ficciones con arpas y puertas de oro y un Padre Eterno que lo dirige todo. Si hay un paraíso, para mí lo fue Shanghai en 1947, con Janie y la proximidad de la muerte. No pido más.
Apenas llegado a Shanghai, alquilé una habitación en el YMCA junto con otro de mi compañía, Eddie Baker. Nos cambiamos y salimos, y los rufianes se nos pegaron inmediatamente a los talones.
Eran un par de docenas, insistentes y atareados como viajantes de comercio. Se pegaban a uno como la sarna.
—Eh, Joe, eh, Mac, ¿te apetece? Una buena casa de citas europea. Chica rusa, chica turca, chica inglesa. ¿Te apetece? ¿Vienes conmigo, Joe?
A las diez de la mañana.
Era demasiado temprano para Baker y para mí. Fuimos a dar una vuelta por la ciudad. Los tipos esos nos siguieron, pero luego comenzaron a desperdigarse cuando vieron que no los escuchábamos. Al cabo de un par de horas sólo quedaba uno. Decía que se llamaba Joe y no sabía lo que era rendirse. Se tumbó en la calle, mientras nosotros comíamos en un restaurante reservado a los europeos, y volvió a pegarse a nosotros en cuanto salimos. Una vez entramos en un bar y salimos por un puerta excusada, para despistarlo. Pero Joe nos descubrió y continuó siguiéndonos. Regateó por nosotros en el bazar, habló con nosotros, nos contó chistes y no nos perdió de vista un instante. Fuera lo que fuese lo que le dijéramos, no se ofendía. Y le dijimos de todo. No conseguimos librarnos de él.
Aquella noche, a las nueve, Baker y yo habíamos terminado de cenar y nos detuvimos en la acera, preguntándonos qué podíamos hacer para pasar la noche. Joe se había detenido a nuestro lado.
—Bien —dije—, intentemos una casa de citas.
—¿Cuál? —preguntó Baker.
—La suya —dije, señalando a nuestro rufián, que seguía sonriendo malignamente—. Ese pequeño mal nacido nos ha seguido durante once horas, bajo el sol más cálido que he conocido. Creo que no ha comido ni bebido en todo el día. Y lo ha hecho para ofrecernos un poco de diversión.
—¿De veras? —preguntó Baker.
—¿Por qué no lo habría hecho? —inquirí yo—. Llévanos a tu casa de citas europea —le dije al rufián.
Rápido como un rayo llamó a un taxi.
—¿No será peligroso? —me preguntó Baker.
—¿Por qué tiene que ser peligroso?
—No me gusta nada todo esto.
—No te preocupes —repliqué.
El taxi recorrió un par de avenidas y llegó a una calle sin salida. Pagamos y Joe nos condujo ante una puerta. Llamó.
—Ahora —le dijo a Baker— verás algo que sólo un hombre de cada diez millones consigue ver. Una auténtica casa de citas oriental.
¡Una casa de citas de Shanghai, Baker! Piensa lo que podrás contarle a tus hijos.
—He oído decir que todas estas prostitutas son infectas —replicó Baker.
—Precisamente por eso te han dado el estuche profiláctico.
Se abrió la puerta y un criado nos condujo al recibidor. Pagamos a nuestro rufián. Le pagamos muy poco, habida cuenta del considerable tiempo que había perdido con nosotros.
—¿Y ahora? —preguntó Baker.
—Espera —le dije.
No tuvimos que esperar mucho. Llegó la dama, una mujer vieja, huesuda y digna, que nos llevó a un saloncito. ¡Y qué saloncito! Mesitas y jarros por todas partes. Arabescos e incienso. Una escalera de mármol. Mesas y sillas de teca oscura. Y tazas con vino de arroz.
Luego la señora dio dos palmadas, y una docena de muchachas descendieron por la escalera de marmol. Iban muy bien vestidas, incluso mejor que las muchachas que habíamos visto por las calles de Shanghai, y se colocaron en fila ante nosotros.
—¿Todavía temes algo? —pregunté a Baker.
—Tengo entendido que aquel tipo nos había prometido chicas europeas —repuso—. Estas son chinas.
—Los productos locales me parecen excelentes —repliqué.
—También a mí —admitió Baker.
La señora nos sonrió con aire muy distinto y dijo que teníamos que pagar quince mil dólares chinos por una vez, o bien treinta y seis mil por toda la noche.
—En dinero bueno, ¿cuánto sube? —preguntó Baker.
—Cinco dólares por vez, doce dólares toda la noche —repuso la señora.
Baker asintió y eligió una muchacha pequeñita, gordezuela y sonriente.
—Oye, Dennison —dijo—. Nos encontraremos aquí dentro de media hora, ¿eh?
—De acuerdo —repuse.
Di un paso y toqué en el hombro a la chica que había elegido. Me había fijado en ella en seguida. Demasiado alta para ser china, y luego supe que era oriunda del norte y tenía en las venas sangre manchú. Era muy bonita y se mantenía muy erguida. Asintió cuando le toqué el hombro.
Subimos y entramos en una habitación cuya puerta era de papel aceitado y en la que había un gran lecho de bronce. Se desnudó. Tenía un cuerpo esbelto, muy hermoso, muy distinto del de las viejas prostitutas que se encuentran en el Bongchong en Seúl. Era muy experta y muy fría, y había algo en ella que me impresionaba profundamente. No hacía más que pensar en ella y no quería dejarla. Me vestí, bajé y pagué a la señora doce dólares por toda la noche y volví a la habitación. Me quedé toda la noche con aquella chica, y oímos los tiros en la calle. Más tarde supe que los del ejército nacionalista andaban a tiros con los policías de Shanghai, y los guerrilleros rojos disparaban sobre unos y sobre otros.
Era muy extraño. He leído que muchos hombres se consideran degradados cuando van con una prostituta, otros se sienten espiritualmente enriquecidos. Yo no experimenté ninguna de estas dos sensaciones. No me importaba quién era ni con cuántos hombres se había acostado. En aquel momento estaba conmigo en una habitación de paredes de papel aceitado, y con una lámpara minúscula en un rincón. Afuera había tiroteo, rifles y armas automáticas, que durante toda la noche no dejaron de recordarme la presencia de la muerte y que estaba vivo. Me había acostado junto a ella y pensaba en Joe el rufián, que había estado asediándome todo el día, se había desvivido durante once horas con la intención de venderme lo más precioso del mundo. Pensándolo bien, resulta muy extraño.
A la mañana siguiente me encontré con un verdadero problema. Quería para mí aquella muchacha (que se hacía llamar Janie), quería llevármela. La señora se empeñaba en conservarla. A Janie no parecía importarle mucho lo que fuera de ella.
La señora y yo regateamos, discutimos y soltamos palabrotas, y por último le pagué doscientos treinta y ocho dólares norteamericanos por quedarme a Janie el resto de la semana. Janie se puso un abrigo y salimos a pasear juntos.
Fuimos a dar una vuelta por la ciudad. Hasta el mediodía no descubrí que hablaba inglés. Lo había aprendido con los agentes de la policía militar.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Será mejor que no hablemos de esto.
Conseguí saber algo de ella. Procedía de una pequeña aldea de los confines de Sinkiang, y sus padres la habían vendido (exactamente, vendido) a un hombre que compraba jóvenes prostitutas para las grandes casas de Shanghai y Cantón. ¡Excelentes padres! Me dijo hasta su verdadero nombre, pero yo no lograba pronunciarlo, y lo olvidé. Ella tenía diecisiete años.
Yo había llegado a Shanghai con unos trescientos dólares en el bolsillo. Pedí prestados unos centenares a algunos compañeros y me instalé con Janie en un hotel no lejano del barrio de los rusos blancos.
Vivíamos juntos como marido y mujer. Ella escuchaba la radio todas las mañanas y me daba noticias sobre el avance de las tropas comunistas en China septentrional. En Corea jamás había oído hablar de esto. Por la noche íbamos a bailar a un pequeño café ruso, donde los precios no eran exorbitantes. Y pasábamos los días visitando la ciudad. Creo haber visto todas las viejas iglesias y los cementerios de Shanghai, y puedo decir que saboreé cada instante de mi estancia en la ciudad.
Una vez en Camp Polk, en la Louisiana, un viejo sargento me dijo que las prostitutas son las mejores esposas del mundo. Me dijo que en el momento de licenciarse se había ido a Nueva Orleáns y elegido la prostituta más bonita que logró descubrir y se la llevó a Arkansas, a su pequeña hacienda. Creí que estaba loco. Y me había reído de aquellos que, en Corea, se habían enamorado de una prostituta. Pero ahora lo comprendía.
Le dije a Janie que la amaba. Ella me miró con su aire grave y sacudió la cabeza.
—Te ruego que no hables de amor.
—Pero, Janie, tesoro mío, te amo. Quiero casarme contigo. Quiero vivir contigo para siempre. Te lo digo en serio, ¡maldita sea!
—Lo siento. Creo que tus padres no lo aprobarían.
—Janie, escúchame: estoy solo en el mundo. Mis padres han muerto, mi hermano murió en la guerra combatiendo a los japoneses. Sólo tengo una hermana y la odio. Estoy solo.
Ella me dijo que no era cristiana. ¡Como si esto fuese muy importante! Le dije que yo tampoco era cristiano. No era nada. Le dije que me haría budista por su amor, o lo que le diera la gana.
—No lo dices en serio —me replicó—. No tardarás en irte, y no volverás. ¿Por qué habrías de venir a buscarme?
—Escúchame bien —le dije—. Te amo, Janie. Acaso no sea ningún tipo especial, pero te amo. ¿Te disgusta ser una prostituta? Bueno, también me disgusta a mí ser lo que soy. No te vuelvas de espaldas, escúchame. Janie, soy un embustero y un lioso, y soy también un pícaro. Nunca se lo he dicho a nadie, y no se lo diré nunca a nadie más. Pero quería que supieras con qué clase de hombre tratas. Te amo y quiero casarme contigo, si me aceptas.
Ella estaba conmovida.
—¿Por qué dices estas cosas? —preguntó—. Si no volverás.
—¡Volveré!
—Te ruego que no me hables ahora.
La aparté de mí para mirarla mejor.
—No volveré a Corea —le dije—. Desertaré y me quedaré aquí.
—Pero te agarrarán y te fusilarán.
—¿Lo sentirías?
—No quiero que te fusilen. Debes volver a tu puesto.
—¿Te casarás conmigo cuando vuelva a Shanghai?
—No volverás.
—¡Cristo! —grité—. ¿Qué debo hacer para lograr el amor de una prostituta? ¿Cortarme las venas? Dame un cuchillo y lo haré, si esto sirve para convencerte.
Saqué del bolsillo la navaja y la abrí. Lo hubiese hecho realmente, no me importaba.
Me miró con aire extraño. Luego me quitó la navaja de la mano y me abrazó.
—¿Janie?
—Te amo —me dijo.
Luego se echó a llorar. Creo que yo también lloré.
Aquellos últimos días de licencia fueron un paraíso. Amaba a Janie y ella me amaba. Me preguntó un millón de veces si la amaba de veras y si volvería, y dónde iríamos a vivir y si tendríamos un jardín. Yo pensé que Shanghai sería demasiado peligrosa para nosotros, a causa de los comunistas y de todo lo demás, y yo no quería volver a vivir en los Estados Unidos. Por eso decidimos que intentaríamos ir a Hong Kong, para ver si lograba encontrar un trabajo. Jane estaba segura de que lo conseguiría. Me dijo cómo arreglaríamos nuestra casa y lo que prepararía para comer. En dos días hicimos tantos proyectos que hubieran cubierto mil años.
La última noche de permiso no resistí más: decidí arrojar la capa al toro. Pero Janie se había vuelto virtuosa. Confiaba en mí y no quería que desertase.
—Has de volver —me dijo—. Sería horrible que desertases. Te agarrarían y te fusilarían. Has de terminar tu servicio militar.
—Termino dentro de seis meses —le dije.
—Y ¿luego serás libre? ¿En Seúl?
—No. Nos envían a todos a los Estados Unidos, como licenciados. Pero ahorraré dinero. Apenas tenga mi documentación, embarcaré en el primer barco y volveré por ti.
—¿Volverás por mí? —me preguntó Janie.
—Te lo juro por lo más sagrado.
—¡Oh, no volverás! —replicó ella, y se echó a llorar.
Le sequé los ojos y se lo prometí pacientemente, como si le hiciera una promesa a un niño. Luego le entregué doscientos cuarenta dólares norteamericanos, todo el dinero que había conseguido pedir prestado.
—¿Te bastará para vivir seis meses?
—Me bastaría la mitad.
—Quédatelo todo. Te mandaré más aún. ¿Te quedarás en este hotel?
—No. Iré a otro más barato. ¿Volverás de veras?
—Te lo juro. Dentro de seis meses me licenciarán. Dame un mes más para llegar a Shanghai. Volveré dentro de siete meses.
Escribió su nombre y la dirección del nuevo hotel, en inglés y en chino, y yo guardé religiosamente en mi cartera aquel trozo de papel.
No le permití que me acompañara al puerto, porque temía echarme a llorar delante de todos. Me fui, y una vez más le dije que volvería.
Me embarqué y el barco partió, se dirigió lentamente hacia la desembocadura del Wang-poo, dejándose atrás a Shanghai, como si no hubiese existido.
Baker acudió a mí.
—¿Lo pasaste bien, amigo? —me preguntó.
—Sí —repuse.
—Deberá bastarte para todo el tiempo que habrás de pasar todavía en Corea —replicó él, y rio burlón.
También yo reí. ¿Qué podía hacer? Y miré a Shanghai, mi ciudad de sueños, desaparecer tras una ancha rada del río.
No le había mentido a Janie. La amaba, necesitaba de ella y estaba convencido de que ella me necesitaba. Dentro de siete meses regresaría a Shanghai, encontraría a Janie, me casaría con ella…