4

4

… Dennison levantó la cabeza. Se volvió bruscamente y vio que la vela mayor, blanca y espectral, se hinchaba sobre él.

Pero ¿no se había quemado la vela?

Se incorporó y luego se dejó caer sobre el techo de la cabina, aturdido. Miró el reloj. Las diez y seis. El viento soplaba suavemente de popa y el queche estaba abandonado a sí mismo. La luna estaba baja y descendía hacia el horizonte, a oriente.

Se oyó un chirrido. Dennison echó mano del cuchillo que llevaba a la cintura y lo apretó con fuerza. El contacto de aquel metal frío le resultaba tranquilizador. Ahora podía volverse de nuevo, podía mirar la vela mayor, blanca e intacta, con los cabos de los rizos golpeando suavemente sobre la superficie curvada. Y detrás de la mayor estaba la vela de mesana, intacta y tensa.

No se había quemado. No había habido incendio alguno.

Para asegurarse, Dennison recorrió todo el barco y se asomó a mirar los costados y la popa. Ningún fuego había atacado la pintura. Volvió a sentarse en el techo de la cabina.

No creía posible haber soñado. El recuerdo del incendio era claro, clarísimo, más que cualquier otro recuerdo. ¡Dios mío! ¡La mente humana era algo espantoso! Había evocado desde las tinieblas aquel incendio, desde su miedo y desde su deseo. Había permanecido sentado en el techo de la cabina, con los ojos cerrados, había precisado con la imaginación cada fase del incendio, había inventado las dificultades, las había superado, había añadido algún fragmento de diálogo…

—Te he tratado como a un hijo…

Dennison se estremeció y se frotó las manos con fuerza. ¿Era posible que todo hubiese sido un sueño?

Sí. No había ninguna bomba de achique a bordo. ¡Dios mío, una bomba de achique! No había bombas especiales, no había tubos, no había sistema alguno para soltar al mar el contenido del depósito. El sueño debió de haber comenzado mientras él estaba sentado en el techo de la cabina, después de haberse dado cuenta de que la hélice no había extendido las palas.

Porque aquello era verdad.

Se había sentado en el techo de la cabina, había cerrado los ojos y contándose a sí mismo la historia de un incendio imaginario, como poco antes se había contado una aventura en una isla imaginaria de los mares del Sur. Pero había una enorme diferencia entre aquellas dos historias. Había comprendido perfectamente que la historia de Ua-Hiki no era verídica. Pero, en cambio, había creído verdadera la historia del incendio.

Por tanto, ¿se trataba acaso de una alucinación?

Por un instante Dennison se sintió orgulloso de haber experimentado una auténtica alucinación: esto demostraba que estaba atravesando una experiencia terrible. Pero aquel orgullo se desvaneció, dando paso a la sensación de un peligro inminente. Bajo la proa del queche había un hombre que aguardaba la ocasión de matarlo. No debía olvidar esto.

Mi vida depende de lo que haga ahora. Para salvarme he de descubrir el plan del capitán y malográrselo. Esto es lo importante. Todo lo demás —la insolación, la fiebre, los escalofríos, la sed— tiene una importancia secundaria. He de ser fuerte e inquebrantable, como en aquella ocasión ante Herrera.

Ahora sé que puedo tener alucinaciones. Y estaré prevenido. De ahora en adelante, aceptaré sólo la verdad. Las mentiras son demasiado peligrosas en este momento. He de pensar con claridad, he de descubrir qué plan tiene James y hacer algo para impedir que lo realice. Soy más astuto que él. No será difícil.

Admitámoslo: el capitán James tiene un plan para reconquistar el queche. Puedo afirmarlo apoyándome en numerosas pruebas. Admitamos también que su plan sea factible, teniendo en cuenta las limitaciones de la situación en que se encuentra. En un sentido puramente físico su plan es bueno, probablemente. James conoce bien el mar y los barcos, y sin duda conoce también sus propias fuerzas. El único defecto de su plan debe consistir en el papel que me ha asignado a mí. Porque, naturalmente, ha tenido que asignarme un papel.

Para hacer esto ha de valorar mi carácter y prever mi comportamiento. Según James, soy un vagabundo, un hombre acabado, un tipo bonachón y ambiguo, un oportunista y un bellaco. James cree que soy todo eso en cualquier momento. Y precisará su plan únicamente con esta convicción.

Pero, por suerte para mí, James es un estúpido. No comprende a la gente. Se deja engañar por las apariencias. Puede comprender lo que yo era en St. Thomas, pero ¿y lo que yo había sido en Corea?

James no sabe que logré sobrevivir en Corea, que pude sobrevivir al frío más atroz, al hambre, a las privaciones y a los peligros de toda clase. Salí de todo eso vivo y sano mentalmente y, en cambio, otros murieron o enloquecieron. James no sabe lo que pasó aquella noche en el puesto de bloqueo, cuando los rojos comenzaron a disparar sobre nosotros. No sabe que yo me arrastré afuera, fríamente, con el fusil en las manos, observando los fogonazos de sus armas y…

Pero ahora he de contarme a mí mismo sólo la verdad. No vi ningún fogonazo. Aquellos hijos de puta rojos debían utilizar algo que enmascaraba los fogonazos de sus disparos. No había nada a que mirar, ni siquiera un punto luminoso en aquella oscura colina. Sólo había aquellas balas que se estrellaban en la ventana o en el bidón de nafta, o se incrustaban en el suelo. No había nada contra lo cual disparar, excepto aquella montaña. Y esta fue la única razón por la cual no disparé.

Pero todo lo demás es verdad. El Dennison de Corea es tan real como el Dennison de St. Thomas. Los dos pertenecen al pasado y ahora, a bordo del queche, hay un Dennison nuevo.

Y James no conoce el momento más importante de mi vida. ¿Cree realmente que no soy capaz de enfrentarme con él? ¿Cree de veras que retrocederé? No sabe que aquel día en Shanghai…