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Se sentó y ocultó el rostro entre las manos, preguntándose si se había vuelto loco. Si el motor funcionaba, si giraba el cigüeñal, ¿por qué el queche no se movía?
Reflexiona.
El motor funcionaba y giraba el cigüeñal. Quedaba sólo la hélice. ¿Era posible que la hélice se hubiese aflojado?
Era improbable. Él mismo la había examinado en St. Thomas.
La pesada hélice plegable de bronce era casi nueva y estaba fijada sólidamente. El barco hubiese tenido que chocar contra un durísimo obstáculo para que se aflojara. Y no había chocado.
Entonces, ¿qué?
Admitamos que la hélice siga fijada al cigüeñal. Tenía que haber una razón para que el queche no se moviera. ¿Un defecto de construcción? Un defecto de construcción no podía justificar lo que estaba sucediendo. La hélice era muy sencilla: dos pesadas palas de bronce, montadas sobre un cubo también de bronce. Cuando el barco navegaba a vela, las palas se plegaban hacia atrás y no ofrecían resistencia al agua. Cuando el motor estaba encendido y el cigüeñal giraba, las palas se abrían.
Luego Dennison comprendió lo que podía haber ocurrido. Durante el día o durante la tarde, el capitán James tenía que haberse sumergido bajo el queche inmovilizado por la bonanza y había atado las dos palas de la hélice, usando probablemente su cinturón. No había otra posibilidad. Las algas no hubiesen podido bloquear las palas: por eso tenía que haberlas atado el capitán.
Dennison volvió a la cámara, redujo al mínimo la velocidad del motor y luego volvió a intentarlo. No había nada que hacer. Dejó el motor en punto muerto, movió la palanca, manipuló las marchas esperando conseguir liberar las palas.
Nada.
Paró el motor y volvió a proa: estaba aturdido. Se apretó la cabeza entre las manos, tratando de dominar su aturdimiento. Se apoderaba de él una profunda depresión y lo invadía una desesperación absoluta. Ahora señoreaba el puente, pero James señoreaba todo lo que había por debajo de la línea de flotación, desde el barbiquejo del bauprés hasta el timón. Se habían repartido el barco a partir de la línea de flotación, y Dennison había elegido la mitad que no se podía defender.
Había imaginado que el capitán estaba todavía asido al barbiquejo del bauprés en un esfuerzo desesperado de asirse todo lo posible a la vida, por un reflejo instintivo. No había pensado que James, en efecto, controlaba la mitad sumergida del buque. Nunca se le había ocurrido que James hubiese podido elaborar un plan para reconquistar la parte no sumergida del queche.
Pero ahora todo estaba claro. El náufrago tenía que haber valorado la situación, establecido sus propias posibilidades, sopesado los riesgos, y se había formulado un plan. Había ahorrado preciosas energías para atar las palas de la hélice, ante la posibilidad de que Dennison pusiera en marcha el motor. Sin embargo, hacía muchas horas que no había intentado subir a bordo. Ni siquiera cuando sabía que Dennison se encontraba a popa.
Por esta razón James estaba esperando algo.
¿Qué esperaba?
El momento oportuno.
Y ¿cuál era el momento oportuno?
Esto sólo lo sabía James. James se había trazado un plan. Y lo seguiría, actuaría solamente cuando se sintiera seguro.
Y yo tengo que descubrir, como sea, su plan, pensó Dennison.
Ahora su reloj marcaba las diez y cinco. La luna estaba ya bajo el palo mayor y descendía hacia el horizonte, a oriente. Las sombras cubrían el puente, y parecía que se movían. Cerca del timón había una extraña sombra que parecía un hombre, un hombrecillo aparentemente jorobado, que pilotaba el buque inmóvil. Y las demás sombras en la cubierta de popa, y detrás de los mástiles, ¿quiénes eran?
Calma. No había que dejarse dominar por la imaginación.
El queche se mecía lentamente, y los mástiles trazaban insensatos círculos sobre las estrellas. Dennison se había sentado temblando sobre el techo de la cabina, con la dolorida cabeza apoyada sobre las rodillas. Cerró los ojos y descubrió unas luces que relampagueaban detrás de sus párpados. Era mejor mirar aquellas luces que contemplar las sombras.
Era extraño. Tenía sueño.
Pero no podía dormir. El capitán tenía su plan. También Dennison había de establecer un plan. Un plan seguro, infalible, un plan para desembarazarse, de una vez para siempre, de aquel hijo de puta que estaba pegado a la proa.
Tembló intensamente cuando una ligera brisa sopló en el queche. Aquella brisa le dio una idea. Cerró los ojos y comenzó a pensar, atentamente.