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El cuadrante luminoso de su reloj señalaba las nueve y veinticinco. Dennison le dio cuerda cuidadosamente, luego alzó los ojos. Ahora la luna estaba a oriente y resplandecía fúlgida en el queche y sobre las aguas negras y rizadas. El banco de nubes, al sudeste, estaba rompiéndose, y las estrellas brillaban entre los desgarrones. Una vez más la brisa había cedido.
El motor ahora.
Tenía que ponerse en marcha en cuanto él lo hiciera accionar. Claro está que el capitán James lo oiría. Acaso intentara subir a bordo; es más, sería un estúpido si no lo intentara. Para evitar sorpresas, Dennison tendría que dejar la cámara y acudir a proa, apenas el motor se hubiera puesto en marcha. Dejaría que el queche avanzara solo. La inclinación de la hélice obligaría al Canopus a describir un amplio círculo en el océano. Pero, de todos modos, recorrería seis nudos por hora y esto era lo importante.
Una vez más Dennison escrutó la proa. Todo iba bien. Se precipitó a popa y tropezó con un cabo. No retrocedió. Saltó a la cámara y se acurrucó junto a los mandos. Adelantó la palanca un tercio. Luego apretó el pulsador de la puesta en marcha.
El motor se encendió inmediatamente. Magnífico. Dennison empujó la palanca. El motor rugió e hizo vibrar la embarcación.
¿Por qué diablos el Canopus no se había movido?
¡La palanca! Todavía no había embragado.
Dennison metió el destornillador en la hendidura y lo accionó. Oyó el chirrido de los engranajes. Se apresuró a poner la palanca en punto muerto. ¿Habrían saltado los engranajes? Con el motor en estas condiciones movió de nuevo el destornillador y volvió a empujar la palanca hacia adelante, de modo que lograse la máxima aceleración.
Los engranajes giraron. Lo comprendía por el rumor intenso del motor. ¡Funcionaba! ¡Había ganado!
Dennison se dirigió hacia proa. Advirtió que la embarcación se deslizaba sobre el agua balanceándose y levantando grandes cantidades de espuma. Tenía que ser muy prudente. El queche corría a una velocidad superior a la que él había previsto. Se asió al agarradero de la cabina y siguió avanzando. Una repentina sacudida le obligó a asirse al cabrestante. Pero no había peligro a la vista. La proa estaba desierta. James no había subido a bordo y el queche seguía navegando…
Luego Dennison se dio cuenta de que el barco no se movía precisamente.
¿No se movía? ¡Tenía que moverse! Se agarró con más fuerza al cabrestante y escuchó. Sí, el motor funcionaba a todo gas; los engranajes rodaban bien. Oía incluso el leve rumor producido por el cigüeñal. Pero aquel maldito barco no se movía, no avanzaba un centímetro.
El queche estaba inmovilizado, y oscilaba violentamente. Las velas socollaban, se hinchaban y deshinchaban; los botalones iban de un lado para otro. El motor rugía y hacía vibrar cada tabla del queche. Sin embargo, a pesar de aquel movimiento furioso y aquellos rumores, el barco no se movía ni hacia atrás ni hacia adelante.
No podía creerlo. Dennison cerró los ojos y oyó al queche saltar sobre las crestas de las olas a una velocidad fantástica. Abrió de nuevo los ojos y comprobó que el queche estaba inmóvil sobre el agua y ni siquiera conseguía apartar los sargazos que flotaban en torno suyo.
Aquel movimiento hacia adelante era sólo fruto de su imaginación. Había sido una ilusión creada por la esperanza y la fiebre.
Pero ¿por qué no se movía el barco? Dennison se sentó en el techo de la cabina y trató de hallar una explicación, mientras el motor zumbaba y el cigüeñal giraba y el Canopus permanecía inmóvil.