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… pensó Dennison, sentado en el techo de la cabina del queche, que se mecía suavemente.
Levantó la cabeza y miró el reloj. Las ocho y doce. Dios santo, se había quedado allí soñando durante casi tres cuartos de hora. Sin duda alguna tenía fiebre. Había estado soñando con Ua-Hiki, en las lejanas Tuamoto.
Qué extraño, pensó Dennison, he contado tantas veces esta historia que yo mismo he acabado creyendo que era cierta. Puedo quedarme aquí sentado pensando en un lugar que jamás vi en mi vida. Los mares del Sur. Daría mi alma y mi brazo derecho porque esto fuese ahora verdad.
Pero no lo es. Estoy aquí, en este maldito barco inmovilizado por la bonanza, y tengo un poco de fiebre, y para mí es de gran importancia recordar lo que realmente ha sucedido y lo que no ha ocurrido realmente. De no ser así, con esta fiebre y todo lo demás, podría perder el sentido de la realidad.
La aventura de Ua-Hiki no sucedió nunca. Es auténtica sólo en un sentido particular; es una especie de aventura simbólica. Es lo que me hubiese gustado hacer, y lo que habría hecho si todo hubiera ido bien. Pero en realidad no sucedió jamás.
Corea: allí sí que todo fue verdad. Estaba en la compañía Fox, en el treinta y dos de infantería, séptima división. Estaba en Corea, en un puesto de bloqueo, y me peleaba con Herrera. Todo esto sucedió realmente.
Por tanto, todo aclarado. Ahora debo obrar. Tengo el propósito de arreglar ese motor.
Dennison se puso en pie con un esfuerzo. Había llegado el momento. James permanecía en silencio, bajo la proa, desde hacía tres cuartos de hora. Había llegado para Dennison el instante de poner a prueba su propio valor, confirmarse a sí mismo la aventura real de Corea y la imaginaria de Ua-Hiki.
Se deslizó a lo largo del puente sin hacer ruido y descendió por la escalerilla, evitando el tercer escalón, que era inseguro.
Ahora, pensó, estoy demostrando quién soy. Lo juego todo a una sola tirada de dados: ganar o perder. Se trata de esto.
En la cabina la oscuridad era total. Apartó a tientas la escalera y la apoyó con cuidado en una litera. Detrás de la escalera estaba la masa fría e inerte del motor.
Lo primero, los tubos del carburante.
Dennison se sentó sobre el volante y tocó el carburador. Sus dedos hallaron el conducto del carburante, y lo siguieron hasta la primera válvula. La abrió. Luego se inclinó sobre el motor y siguió a tientas el conducto hasta que llegó a la segunda válvula, cerca del depósito. También la abrió.
Hasta ese momento todo había ido bien. Pero ahora tenía que encontrar la válvula de la toma de agua.
Tenía que estar a estribor, detrás del motor, paralela a la bomba de agua. Los dedos de Dennison se movieron sobre las bujías, más allá de la descarga. Dennison avanzó un poco más. Sus dedos encontraron la bomba de agua y siguieron el tubo hasta que encontraron la válvula. Trató de abrirla.
Estaba agarrotada.
Haciendo un esfuerzo por dominar el pánico, ejerció mayor presión sobre la pequeña rueda de acero. Luego tuvo la sospecha de que había manipulado la válvula en sentido equivocado. Intentó girarla en sentido opuesto. Al cabo de un instante, la válvula cedió.
Hasta aquí todo había ido bien. No tenía que dejarse llevar por el pánico. Eso era todo.
¿Qué era aquel rumor?
Era sólo un crujido de las tablas del puente. Calma.
Apretó los dientes y se esforzó en recordar lo que seguidamente tenía que hacer. El interruptor de la batería: sí, era eso. Lo encontró hacia babor y lo manipuló. Luego sus dedos tocaron un objeto liso y alargado, un objeto que estaba en el aire y, al tacto, parecía una serpiente.
Retrocedió de un salto y se dio un golpe en el codo contra el volante. ¡Una serpiente! Y ¿cómo diablos podía haber subido a bordo? A bordo de una embarcación eran frecuentes las ratas y los escarabajos. Pero ¿una serpiente? Sí, podía suceder. Podía haber subido a bordo mientras el barco estaba atracado en St Thomas. Y oyó decir una vez que una había subido a bordo de un buque, que pasó por la toma de agua que se había quedado abierta. ¿Podía haber ocurrido lo mismo esta vez?
No, la toma de agua estaba protegida por una red metálica. Él mismo lo había comprobado. Era posible que la serpiente hubiese subido a bordo por cualquiera de los tubos.
Empuñó el cuchillo y atacó cautamente las tinieblas, allí donde debía de hallarse la serpiente. La hoja dio en algo liso que retrocedió de un salto.
¡Una serpiente!
Era mejor largarse de allí.
Pero la serpiente estaba entre él y la escotilla. Hubiese podido salir a través de uno de los portillos de proa, pero era muy posible que la serpiente estuviera deslizándose hasta él. Tenía que saberlo con seguridad.
Dennison buscó en sus bolsillos, halló una caja de cerillas y encendió una. Y vio la serpiente, cerca del motor, con la cabeza chata y brillante sobre las espiras del cuerpo negro, presta a lanzarse.
Pero no era una serpiente. Dennison comprobó que se trataba de uno de los gruesos cables que iban de la batería al motor. Se había desprendido del electrodo y quedado tieso en el aire, negro y retorcido, fijado sólo en el motor.
Me ha dado un buen susto, pensó Dennison, y se guardó el cuchillo en el cinturón. Debió de haberse soltado mientras el queche se balanceaba violentamente. Por suerte lo había advertido a tiempo.
Fijó el extremo del cable al electrodo. Era demasiado lento. Necesitaba unas tenazas y una llave inglesa para asegurarlo sólidamente. ¿Se pondría en marcha el motor aunque estuviera flojo un cable de alimentación?
Probablemente no. Tenía que conservar la calma. Por ahí habría unos alicates.
Se le apagó la cerilla y Dennison oyó otro rumor.
Es mi imaginación, se dijo, sudando en la cabina a oscuras, saturada de aire viciado. El encuentro con aquella serpiente imaginaria le había despertado de nuevo un feroz dolor de cabeza.
Oyó una driza golpear contra el palo mayor.
No te preocupes. El capitán está todavía en el agua. Cree que yo sigo a proa, montando la guardia. No me ha oído bajar. No se atreverá precisamente ahora subir a bordo…
Algo blando se arrastraba por el puente.
Dennison se volvió hacia la escotilla. A través de la abertura podía ver las estrellas. Pero ninguna figura humana se inclinaba amenazadora sobre él. Buscó a tientas, y sus dedos encontraron unos alicates. Estaban oxidados, pero aún se abrían y cerraban.
Frenéticamente fijó el extremo del cable. ¡Hecho!
Volvió a oír crujir las tablas del puente y las drizas golpearon contra el mástil. ¿Qué estaría haciendo James? Habría subido a bordo y encontrado el garfio. Cuchillo contra garfio, la punta de acero y el largo mango de madera que le traspasaban el cuerpo…
Luego las velas restallaron rabiosamente y la embarcación se inclinó bajo una repentina ráfaga de viento. El foque se tensó de pronto.
Quizá no fuera el capitán.
El motor ya estaba a punto. Dennison decidió que no se tomaría la molestia de dejar la escalerilla en su sitio: subiría al puente encaramándose sobre el volante. Arriba…
¡Maldición! Había olvidado la palanca del cambio.
La veía mentalmente: una barra de bronce, de unos noventa centímetros de largo y ocho de ancho y de un espesor de un centímetro o poco más, que se colocaba en la adecuada hendidura, en el pavimento de la cubierta de popa. Sin aquella palanca no podría embragar.
¿Dónde estaría la condenada? ¿Dónde la habría metido James? Dennison buscó de nuevo a tientas, a ambos lados del motor. Halló otro par de tenazas y un gran destornillador. Pero no encontró la palanca.
¿Dónde estaba, dónde estaba, dónde estaba? Por su mente pasaron, fulminantemente, los más extraños escondrijos del queche. La palanca podría estar en cualquiera de ellos. No había esperanza de encontrarla a tiempo. Estaba perdido.
¡El destornillador!
¡Claro! ¡Qué estúpido! El enorme destornillador podría adaptarse perfectamente a la hendidura, como la palanca de bronce. En algunas embarcaciones se usaba habitualmente un destornillador, en lugar de una barra de bronce, que costaba demasiado. ¿Por qué no lo había recordado en seguida?
Tomó el destornillador y trepó al puente. Tenía la carne de gallina, en espera de una repentina cuchillada.
Una ligera brisa agitaba las velas lo suficiente para hacer crujir los mástiles. La luna, en cuarto menguante, fulgía aún. Bajo aquella luz fría, Dennison escrutó atento el puente, las sombras de la cámara, detrás del mástil, incluso hasta el bauprés y detrás del cabrestante.
Estaba solo. El capitán no había subido a bordo. James había perdido la gran oportunidad, su última oportunidad. Nunca hubiese tenido una ocasión como aquella.
Y he ganado yo, pensó Dennison. El valor y la decisión, la voluntad y la tenacidad me han ayudado. La victoria definitiva está ya al alcance de mi mano.
Ahora bastaba poner en marcha el motor. El queche, en aquel mar tan apacible, podría hacer seis nudos. Incluso siete, con la ayuda del viento. Seis o siete nudos por hora quería decir que las olas, a proa, llegarían hasta el bauprés, por encima de la cabeza del hombre que estaba todavía agarrado al barbiquejo, y lo embestirían, obligándolo a una última e imposible tentativa de subir a bordo; o bien no lograría moverse, y permanecería donde estaba y se ahogaría, apretujado entre el barbiquejo del bauprés y la cadena de estribor; o acaso sería arrebatado por las olas, arrebatado, y quedaría en medio del océano.
¿Sería esto posible? Sí, era posible. Si el motor funcionaba. ¿Funcionaría? Tenía que funcionar.
Y ahora, pensó Dennison, en un par de segundos he de lograr recobrarme. ¿Por qué no se me ocurrió beber un trago de agua cuando estaba abajo? ¿Por qué no tomé algo que comer y una camisa que me calentara? Pero no importa. Dentro de poco iré a buscar todo lo que necesite.
Sólo un segundo para recobrarme. Tengo que ser prudente.
Luego pondré en marcha el motor y liberaré mi barco de ese maldito molusco humano.