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… sentado en mi cabaña y leía un libro cuando fueron a buscarme. En sus caras leí el miedo. El viejo Oeno, el jefe, estaba con ellos. Esto significaba que se mascaba algo.
Me encontraba en la isla de Ua-Hiki, en las Tuamoto sudoccidentales. Un puntito de tierra firme rodeado por escollos coralíferos. Habitantes: setenta y cinco. Recursos: palma de coco, árboles del pan, verduras, peces y perlas. En el archipiélago de las Tuamoto se encuentran perlas. Algunas son muy hermosas, incluso se pueden comparar con las del golfo Pérsico.
Pero yo no había ido a buscar perlas. Es más, había ido allí sin intención determinada. Navegaba con mi cúter desde Valparaíso y Tahití, cuando fui a dar con una escollera en las Tuamoto. Para mí, el Archipiélago Peligroso era realmente digno de su nombre. La corriente me había lanzado contra los corales tan inesperadamente que no pude hacer nada para evitarlo. Y las cosas hubiesen podido ir peor. Por fin conseguí desencallar el cúter, pero tenía una vía de agua en la quilla. Bombeé el agua, seguí navegando y conseguí cruzar el paso de Ua-Hiki y llevar la embarcación a la playa y vararla.
Cuando hube reparado los daños del cúter, ya no tenía ningunas ganas de irme. La isla era pequeña y muy hermosa, prácticamente intacta. Los polinesios que la habitaban eran gentes sencillas, generosas y simpáticas. Me había llevado conmigo una pequeña biblioteca: Schopenhauer, Nietzsche, Tolstoi, cosas de este tipo. Los libros me aseguraban la compañía intelectual que necesitara. Trabajé un poco como herrero: confeccionaba cuchillos y arpones de ruedas metálicas. No tenía una mujer fija; no me interesaba después del lío de Janie. Pero podía arreglármelas como me diese la gana. Los polinesios son formidables en este tipo de cosas.
Además, en la pequeña comunidad gozaba de una posición respetable. Habían decidido que yo poseía mana, cierta propiedad mágica. Y esto me era muy útil… pero aquel día estuvo a punto de costarme la vida.
El viejo jefe me explicó de qué se trataba. A lo que parecía, los pescadores eran atacados por un tiburón. Suele ocurrir con frecuencia, y los indígenas saben cómo arreglárselas en casos semejantes. Pero aquel tiburón era distinto de los demás, según me dijeron. Se lanzaba directamente sobre el hombre sin las acostumbradas evoluciones preliminares. Un comedor de hombres.
Por añadidura tenía tres señales blancas en la cabeza. Nunca vieron un escualo con semejantes marcas; debería de estar embrujado.
Traté de explicarles que el tiburón podía tener aquellas señales por cualquier causa natural, pero no me escucharon. Para ellos era un tiburón embrujado, y esto era suficiente. Y un hombre normal no podía matarlo. Tendrían que dejar de zambullirse mientras el escualo campase por sus respetos (y en este caso morirían de hambre), si alguien no se decidía a hacerle frente y acababa con él. Pero sólo un hombre dotado de mana podía matar a un tiburón embrujado. Y los únicos hombres que poseíamos el necesario mana éramos el jefe y yo.
El jefe era un viejo de aspecto colosal, panzudo y alegre, que había cumplido los sesenta. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de meterse en el mar. Por lo tanto, la misión me correspondía a mí. Los isleños estaban seguros de que yo lo conseguiría, y que aquella empresa llevaría a la perfección de mi mana. Sin embargo, si yo no estaba dispuesto a hacerlo, lo intentaría el viejo jefe.
No había elección. Aquel viejo panzón de cabellos grises era amigo mío desde el día en que llegué a la playa con mi embarcación semihundida. Hubiese preferido morir, antes que permitirle luchar con el tiburón. Por eso declaré que yo había pensado hacerlo.
Los indígenas se pusieron contentos como chiquillos. Yo me sentía bastante preocupado, mientras aseguraba un cuchillo a mi cintura y me ponía la mascarilla. Sobre los tiburones se ha escrito de todo: de vez en cuando se ha definido a este pez como un monstruo, basurero del mar, vil, rey de los abismos. Elegid lo que os dé la gana. No importa demasiado lo que es el tiburón: no creo que la idea de hacer frente a un escualo antropófago en su elemento pueda gustarle a nadie. Tal vez teóricamente sepáis lo que hay que hacer, pero la teoría es una cosa y la práctica otra. Una vez conocí a un hombre que fue a cazar un tigre antropófago en las junglas del Nepal, armado sólo con una lanza. Imaginaba que sería algo divertido, y nos explicó exactamente como irían las cosas. Pero no vivió lo bastante para contarnos en dónde estuvo el error. En aquel instante yo me sentía como ese hombre.
Salimos a mar abierto, por la parte exterior de la escollera, y tras nosotros las palmeras susurraban al soplo de los alisios. Arrojamos al agua un trozo de carne de cerdo y esperamos. Los remeros mantenían la canoa en posición y escrutaban el agua. Yo miraba al cielo. Nunca me había parecido tan hermoso, y jamás me pareció más precioso el aire límpido. Quería absorberlo todo, que formase parte de mí, antes de descender a las profundidades del mar.
Al principio me sentí contento de que el escualo no compareciera. Luego la espera se hizo insoportable. Creo que aquello se parecía a la espera del condenado a muerte. Uno está contento de que no vayan todavía a buscarlo. Luego se pone nervioso. Y por último ya no puede soportar la espera, y desea solamente que todo acabe cuanto antes.
Y el tiburón no comparecía. Caía el sol, y los isleños comenzaban a pensar en dejar aquello para otro día.
Luego lo descubrimos. Medía más de cuatro metros de largo, y tenía tres puntos blancos en la ahusada cabeza. Se deslizaba por el agua como si fuese la encarnación de la muerte. Era el tiburón embrujado.
Respiré hondamente, escupí en la mascarilla, la enjuagué y me la puse. Luego me arrojé al agua con el cuchillo en la mano.
El tiburón se lanzó sobre mí: cuatro metros de furia homicida encarnada. Esperé. Giró en torno mío y me volví lentamente, apuntándole con el cuchillo. Me lancé hacia el fondo, despacio, y el escualo me siguió, sin dejar de girar en torno mío, a la altura de mi cabeza.
Aquel día era más bien prudente. Aquella escena duró casi treinta segundos. Mis pulmones estaban a punto de ceder. Sabía que dentro de unos instantes me vería obligado a subir a la superficie para respirar. Entonces el tiburón me segaría las piernas. Tenía que liquidarlo inmediatamente.
Nadé hacia él y mis pulmones parecía que iban a estallar. Retrocedió. Yo no podía resistir más. Era preciso que subiera a la superficie a inhalar un poco de aire. Me dispuse a subir. Y en aquel momento el tiburón me atacó.
Innumerables burbujas de aire me salieron de la boca cuando el asesino gris negro se lanzó sobre mí. Agité desesperadamente los brazos, y él me rozó, me rozó la piel con la suya que parecía de papel de lija. Y mientras pasaba a mi lado, le hundí el cuchillo en el vientre blanco y se lo abrí.
No recuerdo nada más de aquella lucha. Luego me encontré a bordo de la canoa, vomitando. Estaba a proa, y el cuerpo del tiburón embrujado se debatía, débilmente aún, a popa. Los isleños gritaban como locos y me daban palmadas en la espalda. Sabía que aquella noche habría una gran fiesta…