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… pensó Dennison, sentado en el techo de la cabina, a bordo del queche que se mecía suavemente sobre las olas. El recuerdo de Corea se desvaneció y fue sustituido por el vértigo y la náusea. Agarró el garfio con todas sus fuerzas, hasta que la crisis hubo pasado. Luego se llevó la mano a la cintura para asegurarse de que todavía conservaba el cuchillo. Y el hombre del agua no se dejaba sentir.
¿Durante cuánto tiempo había permanecido sentado, pensando en Corea?
El reloj señalaba las siete y dos minutos. Había transcurrido cerca de media hora desde que pensó bajar al camarote a beber un poco de agua.
Pero Dennison se dio cuenta de que el tiempo se había malgastado. Le había recordado de modo muy vivo otro aspecto de sí mismo: un soldado que no tiene miedo de actuar. Él era así en realidad: en aquellos tiempos y también ahora. El hombre acabado de St. Thomas había evitado actuar a lo largo de siete horas. Pero ahora le correspondía al fusilero de Corea terminar de una vez y liberarse para siempre de James.
No era difícil, y lo sabía. Si consiguiera bajar y arreglar el motor, podría alejarse a la velocidad de seis nudos. Y la ola que embestía la proa del queche se levantaría a mayor altura que el lugar donde James estaba agarrado. Y el capitán se ahogaría, o sería arrastrado.
El problema era arreglar el motor.
Dennison reconsideró todos los preparativos. Bajar la escalerilla: apartarla, accionar el interruptor de la batería, abrir las válvulas del carburante y del agua, encontrar la palanca y subir para poner en condiciones el motor. En total, cinco minutos o más pasaría bajo cubierta.
James tendría tiempo de subir a bordo y acuchillarlo por la espalda mientras él trabajaba en el motor. Era un gran riesgo. Si esperase…
¡No, por Dios! No tenía intenciones de esperar. Dennison volvió a acordarse de Corea, y se sintió lleno de coraje, de decisión. Entonces fue capaz de apretar un gatillo, entonces había sido capaz de correr un riesgo. ¿Acaso ya no era el mismo hombre? Entonces como ahora era capaz de tomar una decisión, de seguir un plan, de realizarlo, incluso a costa de la vida. Porque estaba hecho así.
De repente se sintió maravillosamente bien. A pesar de la fiebre y los escalofríos, sabía que valía la pena vivir un momento como aquel. La incertidumbre era la aventura. Y precisaba el hombre adecuado para triunfar. ¿Cómo había podido olvidar la clase de hombre que en realidad era? ¿Cómo había podido abandonarse hasta convertirse en un hombre acabado, bocaza y estafador?
¡Tenía que arreglar aquel motor!
Pero antes había de tratar de proteger todo lo posible la acción que iba a realizar.
—James —llamó en voz baja, asomándose cautamente a proa.
No tuvo respuesta.
—¡Capitán James!
Esta vez oyó una especie de gruñido. Dennison se asomó y vio un rostro palidísimo y tenso.
—James —le dijo—. Sería mejor que soltaras la presa y te dejaras ir. Yo estoy sentado a proa. Y me quedaré aquí. No me alejaré hasta que te hayas ahogado.
Ninguna respuesta.
—Y espero —prosiguió Dennison—, confío con toda mi alma que asomes la jeta a nivel del puente. Porque te la aplastaré de un solo golpe, capitán.
Ninguna respuesta. Dennison volvió a sentarse en el techo de la cabina, y esperó. No ocurrió nada. Se levantó sin hacer ruido y se dirigió a la escalerilla. Luego se detuvo a reflexionar.
¿Y si James le respondía, y si le hacía una proposición y él no estaba allí para contestar? Acaso el capitán levantaría cautelosamente la cabeza y, viendo que no estaba, subiría a bordo.
Tal vez había hecho mal hablándole. Algunas veces el silencio es más eficaz que las palabras.
Dennison trató de cubrirse las espaldas.
—Esta es mi última palabra, capitán —declaró—. Digas lo que digas, preguntes lo que preguntes, ya no te responderé. Y esto es todo, capitán.
Silencio. ¿No habría dicho demasiado? Acaso el capitán habría intuido su propósito de descender al camarote. ¿No era ya hasta demasiado evidente? ¿Por qué diablos había abierto la boca, para empezar?
Quizá debería quedarme aquí sentado un rato, en silencio, y ver si intenta subir a bordo. Algunas veces es mejor ser prudente. Es absurdo descubrirse cuando no es necesario. Lo aprendí en el ejército. Ahora son las siete y dieciocho. Esperaré hasta las siete y media.
Levantó la cabeza y vio que la luna estaba en el cénit. La brisa había cesado.
Doce minutos en la hora cero. La espera es dura, pero sé esperar y actuar. Sólo pocos minutos, para estar seguro; luego bajaré y pondré en marcha el motor. Esperar el momento de obrar es lo más difícil del mundo, pero yo sé esperar. Ya lo hice otras veces. Aquella vez en las Tuamoto, y fue mucho peor. Estaba…