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… en 1946. Estaba en la compañía Fox, en el 32 regimiento de infantería. La compañía se había quedado aislada en una pequeña colina, sobre la ciudad de Kaesong. Tal vez recuerdes Kaesong. Surge en una de las principales líneas de invasión de la Corea del Sur, y los coreanos del norte la pasaron en junio de 1950 y tomaron la ciudad en pocas horas, y un par de días después se encaminaron a Seúl.

Pero todo esto ocurrió mucho más tarde. Entonces estábamos en 1946, un año después de terminada la segunda guerra mundial. Nuestra compañía protegía una zona estratégica, sobre el paralelo treinta y ocho. Teníamos tres puestos avanzados y tres de bloqueo. Defendíamos la estación del ferrocarril y el campamento de la compañía. Defendíamos también el barracón del comandante y la letrina.

Yo he sido siempre un tipo más bien afable. Era taciturno, y algunos, como Herrera, me consideraban un bellaco. Pero luego a su costa hubieron de aprender que las cosas eran muy distintas. Me consideraba un púgil discreto. Y en aquellos tiempos pesaba veinte libras más. No me reconoceríais si tuviese un poco de carne encima, en el pecho, los brazos y los hombros. Y todo eran músculos. Los gallitos de la compañía aprendieron pronto a dejarme en paz.

¿Sabéis lo que forma a un hombre? La tensión. La tensión, la presión y la temperatura. Estas fuerzas forjan a un hombre, como forjan un trozo de metal. Acaso la herencia y el ambiente de la primera infancia determinan el metal de que uno está hecho. Pero lo que a uno le hace reconocible, lo que le da lucimiento y relieve, es el molde en el cual la vida vierte la sustancia de uno todavía informe. Es una experiencia que sucede más tarde o más temprano, pero que es inevitable.

Y para mí Corea fue decisiva. Era una especie de molde gigantesco. Los fuertes éramos forjados y templados. Los débiles, falladas las aleaciones, los ejemplares defectuosos, se pulverizaban bajo la presión.

O uno se formaba o se destrozaba, y muchos se destrozaban. Recuerdo todavía a Eddie Trent, que vendía sus cosas en el mercado de Kaesong para comprar huevos, castañas, miel y latas de corned beef de la UNRRA, importadas desde Australia. Era un tipo defectuoso. Estaba además el exparacaidista Dougald. Se enamoró de una prostituta indígena que se llamaba Blackie, y que regularmente hacía el amor con todos los hombres de la compañía. Era idéntica a las demás rameras coreanas, pero Dougald quería casarse con ella. Una mañana la hizo entrar tranquilamente en el despacho del comandante; la llevaba de la mano y dijo:

—Señor, esta es la chica con quien quisiera casarme.

Lo enviaron a su casa, licenciado por motivos de salud, y la última vez que tuve noticias suyas decían que estaba en un manicomio.

También él era uno de los débiles.

Y podría hablarte de una docena de individuos como ese. Como Morgan, por ejemplo, que, a pesar de todas las precauciones, adquirió una nueva e incurable sífilis, de una chica que según él era virgen. O bien, como Berkenhorst, que se durmió mientras estaba de guardia en uno de los puestos avanzados. Los rojos lo sorprendieron y lo mataron. Y luego lo castraron. O bien como Muccio, que fumaba siempre cuando estaba de guardia en el polvorín y una noche voló por los aires.

Todos los débiles, todos los que se van a pique en lugar de nadar… representaban otras tantas posibilidades para los demás. Corea te forjaba o aniquilaba.

Estaba hablando de cuando maté a un hombre por primera vez. Era una noche de mediados de febrero: el termómetro marcaba bajo cero. Yo estaba de guardia en el puesto de bloque número doce, un barracón al borde de una carretera de tierra batida. Cincuenta metros más allá había un puente semidestruido, que señalaba nuestro límite bajo el paralelo treinta y ocho. Nuestra misión era controlar los salvoconductos de los campesinos que atravesaban la línea, y denunciar a los pocos prófugos japoneses que todavía conseguían llegar de Manchuria y de Corea del Norte.

Aquella noche Tommy Harrison estaba de guardia conmigo. Los dos nos habíamos sentado en dos bancos de madera, uno frente al otro, y en medio teníamos una estufa de leña. Tommy escribía una carta a su chica, yo leía unos tebeos. Todo estaba tranquilo. Hacía un par de semanas que los rojos no nos molestaban.

Pero oímos unos disparos. Una bala traspasó la pared de la barraca a cincuenta centímetros de mi cabeza y rozó la frente de Tommy.

Me arrojé al suelo inmediatamente. Tommy me miró boquiabierto.

—¡A tierra! —le grité.

También se echó de bruces a tierra. Otros dos proyectiles atravesaron nuestra barraca. Tomé mi fusil y me cargué la bombilla.

—¡Dios santo! —exclamó Tommy—. ¡Dios santo bendito! ¿Qué ha sucedido, Dennison? ¿Ha estallado la guerra? ¿Y qué vamos a hacer ahora?

—Tranquilo —le dije.

Avancé arrastrándome sobre el suelo y tomé el teléfono de campaña. No funcionaba. Luego descubrí que habían cortado el cable.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —insistió Tommy.

—Saldremos de esta barraca —repuse.

Alguien había comenzado a disparar con una ametralladora y los proyectiles pasaban muy cerca de nosotros.

Me arrastré fuera de la puerta con mi M-1 en los brazos, y Tommy me siguió.

—Tú ve a la izquierda —le dije—, rodeando la barraca. Estáte abajo y observa los fogonazos de los fusiles.

—¿Y tú?

—Iré a la derecha, detrás del bidón de nafta.

Tommy comenzó a moverse. Cargué el fusil y le quité el seguro. Me protegí detrás del bidón y miré la pendiente oscura de la colina ante mí, que se hallaba ya en territorio de Corea del Norte, y de la cual partían, a intervalos irregulares, cegadores relámpagos. Parecía que nuestros adversarios tuviesen por lo menos tres o cuatro fusiles, más la ametralladora.

Calculé que deberían de hallarse a un centenar de metros de nosotros. Tenía la garganta seca y los ojos se me salían de las órbitas, tratando de descubrir algo en aquella oscuridad, algo contra lo cual disparar. Tenía miedo, según imaginé, pero no tuve tiempo de comprobarlo.

Los rojos acertaban regularmente al bidón de nafta. Lo dejé, me arrastré detrás de un viejo tronco de árbol. Y comencé a disparar contra uno de aquellos fogonazos irregulares. Luego cesé. También Tommy estaba disparando.

Vacié el cargador disparando en la oscuridad, pero no conseguí acertar a nada.

Tomé como blanco el fogonazo más cercano, y disparé.

Le di, porque oí gritar. Gritó durante unos cinco segundos, luego estertoró un par de segundos más y después se calló. Comprendí que estaba muerto.

Acabé de descargar el fusil en el intento de matar al hombre de la ametralladora. No creo haberlo herido: probablemente se había amparado detrás de algo. Metí otro cargador en mi M-1, pero ya habían cesado los fogonazos que servían de punto de referencia. El tiroteo cesó, y los rojos se batieron en retirada.

Se acabó aquello. Tommy gemía, y por un instante creí que lo habían herido. Pero sólo estaba asustado. Se recobró de pronto y preguntó:

—¿Se acabó?

—Eso creo.

—¡Dios mío!

—Será mejor volver a cargar los fusiles —le dije—. Nunca se sabe.

Puse el seguro en mi fusil y traté de comprender lo que se experimentaba después de haber matado a un hombre.

Aquellos eran los días que te forjaban o te deshacían…