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Dennison miraba el sol que descendía sobre el mar sombrío. Tengo que pensar, se dijo. Tengo, tengo que pensar. Al diablo la sed, las escoceduras, la fiebre, el dolor de cabeza, los vértigos, todo. Tengo que pensar. Me va en ello la vida. ¡Tengo que pensar!

Pero pensar era difícil. Lo distraían el golpear de las velas contra los palos y el del mar contra la quilla. Estaba sentado a proa y miraba el crepúsculo. Soplaba una brisa discreta, pero no podía dirigirse a popa para gobernar el queche. Antes tenía que elaborar un plan.

Se impuso la necesidad de pensar. Pero había de comprender que la solución no tenía nada de sencilla. James estaba agarrado a la embarcación y no soltaría la presa. Sin embargo, hacía seis horas que el capitán estaba en el agua. A cada instante que pasara sus fuerzas serían menores. Y no podía subir a bordo, porque Dennison vigilaba sin perder la cabeza.

Tal vez debería luchar con mayor decisión, pensó Dennison. Tengo que acabar con esto de una vez. Está en situación desventajosa bajo la proa. En un brazo se ha arrollado un cabo, y con el otro se sostiene en el barbiquejo del bauprés. Prácticamente está inmovilizado. Admitamos que no haya perdido el cuchillo: lo tendrá sujeto a la cintura con una cuerda. Una cuerda muy corta. No puede utilizarla para pelear.

¿Y si hiciese pasar un par de cabos en torno al cabrestante y me llegase a él armado con mi cuchillo? ¡La sorpresa que iba a darle! Me lanzaría sobre él como un rayo y, como un loco, lo cosería a puñaladas. Probablemente no tendría ni siquiera la posibilidad de empuñar el cuchillo. Y si la tuviera, tampoco podría manejarlo bien, porque necesita estar agarrado a algo y el cabo es demasiado corto. Seguro que un par de golpes serían suficientes para desembarazarme de él; todo lo más, podría causarme alguna herida.

Asintió. Era un plan excelente. Pero resultaba absurdo correr riesgos inútiles. Reflexionó unos instantes y se dio cuenta de que no era necesario tener un cuerpo a cuerpo con James. Había algo mejor.

Si corriera a popa y girase el queche para hacerle tomar el viento… en la dirección que fuera, con tal que se moviese. En este caso James quedaría inmovilizado de verdad, clavado contra la proa, y sólo podría moverse con enormes esfuerzos. Cansado, debilitado, agotado, el capitán a duras penas lograría mantenerse agarrado para poder sacar las narices fuera del agua. Y el esfuerzo de sujetarse y respirar todavía lo debilitaría más. Y le sería casi imposible subir a bordo.

En menos de una hora se habrían disipado las últimas energías de James. Sus brazos se aflojarían y las olas romperían sobre su cabeza. Acaso hiciera un último y desesperado esfuerzo para subir a bordo. Luego sería el fin.

Esto era indudablemente mejor que zambullirse a proa y enfrentarse con un hombre desesperado armado con un cuchillo.

Con tal de que el viento fuera constante…

Dennison se levantó, cargó el foque. El queche se inclinó hacia babor. Corrió a la cubierta de popa, soltó un poco la mesana y la vela mayor. Ató el timón a estribor, y luego se precipitó de nuevo hacia popa.

Sí, todo había ido bien. La mesana y la mayor se hinchaban e impulsaban el queche hacia adelante. La vela de estay estaba baja a proa, fuera del viento. El queche avanzaba, no a toda velocidad, y sin seguir una ruta determinada, pero velejaba sin obstáculo.

Dennison se sentó sobre el techo de la cabina, vuelto a proa, y buscó alivio en el frescor de la tarde. Miró al sol ponerse, miró las chillonas nubes rojas y violeta fundirse en un naranja opaco y luego en un gris pizarra. Experimentó una sensación de paz, una inmensa sensación de bienestar.

Luego se estremeció. Miró hacia el este: el cielo era de un azul oscuro, crepuscular, oscurísimo en el horizonte. Cuando se volvió hacia el oeste, las nubes del crepúsculo habían perdido todo color. El borde superior del sol se había hundido ya en el mar. El crepúsculo cubría todo el cielo, y comenzaban a apuntar las estrellas.

Había llegado la noche. Desapareció la sensación de bienestar que Dennison había experimentado. Mientras se estremecía en el fresco del anochecer, tuvo la impresión de que había olvidado algo, algo que hubiese debido hacer durante el día y que, en cambio, había olvidado, ignorado. Y ya era de noche.

¡Dios mío! ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Hasta qué punto era capaz de engañarse a sí mismo? ¿Cómo había podido dejar que se le escaparan aquellas preciosas horas de luz?

Durante todo el día, desde la tarde al crepúsculo, había tenido en las manos la mejor ocasión. Y ahora era de noche. Y Dennison comprendió que la oscuridad era la gran aliada del capitán.