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A las cinco, el fúlgido sol de color rojo cobre colgaba sobre el horizonte, a occidente. Pequeñas y desgarradas nubes acumulábanse en torno, dispuestas a escoltarlo en su descenso al mar. Al este, el cielo era de un azul crepuscular. En el aire ya había un estremecimiento de frescor.
Sólo en aquel momento Dennison se dio cuenta de la gravedad de las quemaduras causadas por el sol. Cara, brazos, cuello y espalda eran de un rojo vivo, el color de una langosta hervida. En cualquier lugar que el sol le hubiese tocado, la piel le dolía atrozmente. Cada contracción de los músculos era un sufrimiento, y la ligera camisa que vestía le parecía que estaba hecha de papel de lija.
El capitán James se había amparado bajo un manto protector de fresca agua azul. El sol le había quemado sólo la cara, la cabeza y el vientre. Dennison lo miró y experimentó un sentimiento de envidia. En aquel momento no conseguía imaginar una felicidad mayor que estar rodeado y empapado de agua.
¡Aquel maldito sol! Había gente que se reía de las quemaduras provocadas por el sol: las consideraba de poca importancia. Pero Dennison sabía que eran tan dolorosas como cualquier otra quemadura: era como escaldarse con agua hirviendo o con un atizador al rojo. Había visto a muchos hombres desvanecerse por el choc, a consecuencia de las quemaduras ocasionadas por el sol: sucedía a menudo cuando el cuerpo perdía demasiada sal y demasiado líquido vital. Y no podía hacer nada para remediarlo, sin correr riesgos todavía más graves.
Necesitaba beber.
Abajo, en la cabina, había un ungüento a base de ácido tánico, un suave ungüento emoliente, para extenderlo por los pómulos que le escocían, la frente ardiente, el cuello y los brazos enrojecidos.
Pero no podía ir a buscarlo. Todavía no. James flotaba cerca del barco y aguardaba la ocasión de subir a bordo. Por mal que se sintiese Dennison, James debía sentirse peor todavía, luego de aquellas cinco horas transcurridas en el agua. Después de la muerte de James, el queche y los dos mil seiscientos dólares pertenecerían a Dennison. Y también el depósito del agua y el ungüento serían suyos, y toda una noche de sueño, y el final de aquella horrible pesadilla.
Con la proximidad del crepúsculo comenzó a levantarse la brisa y empezó de nuevo el movimiento de las olas. La brisa soplaba de popa, y Dennison hizo girar el botalón de la vela mayor hasta que estuvo dispuesto en ángulo recto respecto al eje longitudinal del barco. La vela se agitó y comenzó a hincharse.
James se apresuró a nadar en dirección al botalón, y apenas este se inclinó hacia la superficie del agua tendió los brazos para agarrarlo y lo sostuvo con una mano. El queche cabeceó violentamente y el capitán consiguió asirse al botalón con la otra mano.
Dennison lo observaba aturdido. La punta del botalón estaba en el agua y el otro extremo, cerca del mástil, comenzó a crujir. James intentaba pasar una pierna sobre la percha, agarrándose como un molusco monstruoso.
Dennison reaccionó, tiró del botalón, arrastrando tras él al capitán, que no lo soltaba. El garfio convertido en lanza estaba dispuesto. Pero cuando quiso asestar el golpe, el capitán soltó la presa y cayó al agua.
¡Por un pelo! No debería lanzar los botalones al agua.
Las velas se estremecieron en la brisa. Dennison las reguló y las fijó. El queche comenzó a moverse. Por fin avanzaba. Pero ¿dónde estaba James?
No había rastro de él a babor ni a estribor, ni tampoco a popa. Dennison corrió hacia adelante, oyendo el crujido rabioso de las velas, mientras el Canopus era impulsado por el viento. Llegó a proa y se asomó a mirar. Nada. ¿Dónde estaría James?
Luego oyó un golpe a proa, en la banda de estribor. Se asomó y vio lo que había hecho James.
El queche tenía un bauprés de cerca de dos metros de largo. Para que se hallase en condiciones de gobernar la tensión de las velas, estaba fijado con cabos a entrambas partes. Los cabos corrían hacia abajo, desde el extremo del bauprés hasta los anillos de hierro fijados en la proa, apenas por encima de la línea de flotación. Y, para mayor seguridad, estaba también el barbiquejo del bauprés, que no era un cabo sino una larga barra de hierro que descendía de la punta del bauprés hasta proa, partiendo en dos el ángulo formado por los cabos.
Era una especie de pirámide hueca. Y James se había introducido en aquella pirámide. Había metido con cuidado oblicuamente los hombros robustos en el triángulo formado por el barbiquejo y el cabo de estribor. Con el brazo izquierdo se sujetaba al primero y con la mano derecha se agarraba al segundo. Estaba sólidamente instalado en aquella pirámide hueca, y mantenía la cabeza y los hombros por encima de la superficie del agua.
Dennison blasfemó, se agarró con una mano a la corredera de seguridad y se asomó a estribor para herirlo con el garfio. Pero no lo consiguió. La curvatura de la embarcación protegía a James. Se inclinó aún más y trató de dar el golpe con una sola mano.
James soltó el cabo de estribor y agarró el garfio. Dennison intentó que lo soltara, pero James, que tiraba de él hacia abajo, podía sacar mayor partido de sus fuerzas. El capitán dio un tirón y poco faltó para que lograse hacer caer a Dennison al agua. Pero, imposibilitado como estaba entre la cadena y el barbiquejo, no pudo tirar con la energía necesaria. Dennison, que agarraba todavía el mango del garfio, recuperó el equilibrio y dio a su vez un tirón. Y esta vez James, en lugar de tirar, le dio impulso.
El extremo del mango del garfio golpeó a Dennison en pleno estómago. Cayó hacia atrás sobre el cabrestante y dio de cabeza contra el puente. Se sintió de pronto envuelto por la oscuridad, por un sonido agudo y vibrante. Se esforzó en no perder el conocimiento, sacudió la cabeza como un animal herido, mientras dentro de él un reloj escandía el paso inexorable de los segundos.
Por último consiguió incorporarse sobre las rodillas. El garfio había quedado apoyado en el cabrestante. Lo recogió y se levantó estremeciéndose. ¿Por qué el capitán no había subido a bordo?
Dennison se asomó cautamente a estribor y vio lo que había ocurrido. El costado curvo de la embarcación, que le había impedido herir a James, ahora obstaculizaba los movimientos del capitán. James estaba intentando izarse lentamente entre los cabos que sujetaba. Cuando vio a Dennison renunció a hacerlo y se encogió contra el casco.
Dennison disimuló y luego tanteó cautamente con el garfio. James se retiró bajo la proa, fuera de su alcance. Dennison pasó a babor e intentó alcanzarlo de nuevo, pero James se apresuró a volver a estribor.
Dennison se detuvo por el momento. De este modo no lograría nunca alcanzar al capitán. Por otra parte, James estaba inmovilizado, porque permanecía bajo la proa. Necesitaría muchos minutos de tregua para tener la posibilidad de poder subir a bordo. Y si dejaba la proa, se vería obligado a soltar su asidero y corría el riesgo de que el queche se alejara sin él. De nuevo la situación no tenía salida.
Al oeste, el borde inferior del sol rozaba el mar. Iban amontonándose bancos de nubes, y la oscuridad del crepúsculo cubría la mitad oriental del cielo. Eran las cinco y treinta y cinco. El ocaso.