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A las tres se había calmado el leve movimiento undoso y el océano estaba liso hasta donde alcanzaba la vista. El queche parecía haberse convertido en el centro de un mundo inmóvil. En torno a él, el agua se extendía en un gran círculo plano hasta el horizonte ilimitado. En lo alto, el cielo azul, vitreo, sin nubes, se enarcaba en un hemisferio perfecto cuyo centro era el barco. Sólo el sol estaba fuera de lugar, y se arrastraba como un evadido, cayendo en el cielo hacia occidente.

El capitán James flotaba de espaldas, a seis metros del barco inmovilizado. Dennison lo miró y pensó en una luna, una minúscula y extraña luna que rodaba en torno a su planeta, sin alejarse nunca demasiado, sin acercarse demasiado nunca. Eran dos fuerzas opuestas, la fuerza centípreta y la centrífuga, que tenían bien firmes las lunas en su órbita. También tendría a James en su órbita, nunca demasiado cerca, nunca demasiado lejos, ¿y cuándo él estaría blanco, manchado y muerto como la luna?

Para impedir divagar a la propia mente, Dennison hurgó en el armarito de cubierta. Detrás de cabos enrollados halló una cajita. Dentro había un cuchillo. Tenía la punta más bien roma, pero de todos modos era más agudo que el garfio.

Dennison tenía ya el cuchillo que llevaba a la cintura. Pero ató al extremo del garfio el que había encontrado: cuando hubo terminado la operación, su lanza tenía una punta mortal, de diez centímetros de largo.

A las tres cuarenta apareció en el horizonte un hilo de humo, al nordeste. Dennison lo miró, y James, siguiendo la dirección de su mirada, se volvió y lo miró a su vez. Los dos sabían que se trataba probablemente de un mercante solitario o de un crucero que hacía el servicio entre las Bermudas y el Caribe.

El barco era invisible más allá del horizonte. Diez minutos después el humo había desaparecido.

El desvanecimiento de aquella débil esperanza indujo a James a una nueva tentativa. Se acercó al queche y se sumergió. Dennison esperó ansiosamente. Subió al techo de la cabina para ver mejor. Descubrió una mano en el cabo de estribor del bauprés y echó a correr en esa dirección, pero la mano desapareció con igual rapidez con que había aparecido.

Hallábase en una situación sin salida. Pero Dennison sabía que tenía ventaja. James llevaba en el agua cerca ya de cuatro horas. Nadar y mantenerse a flote tenía que haber agotado sus energías. Cuanto más duraba aquella situación, menos probabilidades tenía de recuperar el barco. El tiempo trabajaba en favor de Dennison.

Pero esta idea no le causaba precisamente alegría alguna, ni siquiera aliviaba su tensión. Permaneció sentado en cubierta, agarrado al timón inerte, tratando de no mirar aquel sol descentrado, feroz y llameante. Esta vigilancia ininterrumpida le había causado un terrible dolor de cabeza que le martilleaba la nuca. Deseaba desesperadamente un sorbo de agua. Pero el agua y las provisiones, y una camisa más tupida, la gorra, las gafas de sol, la aspirina y una toalla para envolverle el cuello que le ardía… todo estaba en la cabina. Dennison sabía que no podía abandonar el puente hasta que James estuviera flotando, y esperar la ocasión propicia.

Aquella condenada historia duraba demasiado tiempo. ¿Tendría que quedarse allí esperando que James se muriese lentamente? Había de reflexionar, debía hallar un modo de desembarazarse inmediatamente del capitán. ¡Tenía que haber un modo!

Se acordó del rifle.

Le parecía ver aquel viejo Winchester, bien engrasado y envuelto en tela impermeable, colgado de los ganchos del armarito, a estribor. El rifle para los tiburones. ¡Hubiese tenido que pensar antes en él! Y cuando tuviera en las manos aquel rifle, acabaría con el capitán de una vez por todas.

Mas para apoderarse del rifle tendría que abandonar el puente. Habría de bajar por la escalerilla, ir al camarote y abrir el armario. Dos tajos con la navaja para cortar el merlín que lo sujetaba. Luego volver a toda prisa al puente, donde podría quitarle con toda comodidad la funda impermeable.

Para recoger el rifle tendría que dejar sin custodia el puente. ¿Cuánto tiempo necesitaría James para subir a bordo del queche?

Probablemente James intentaría subir por la parte central del barco, donde la curva era más baja. En aquel lugar podría poner los dedos a bordo. Cinco segundos para llegar hasta allí. Luego tendría que izarse. Y esta vez no le ayudaría el balanceo del barco, como había sucedido durante la tormenta. Seguramente no lograría subir. Pero acaso, llevado por la desesperación, haciendo acopio de toda su extraordinaria fuerza, podría acaso subir a bordo. Digamos otros cinco segundos. Diez segundos en total.

Y ¿cuánto tiempo necesitaría él para bajar al camarote, abrir el armario, cortar los cabos, coger el rifle y subir al puente?

Tal vez diez segundos, si tenía suerte.

Demasiado arriesgado. Habría de reducir ese tiempo a un par de segundos.

Pero era un cálculo aproximado. James podría agarrarse a los cabos e izarse a bordo en sólo ocho segundos. Pero también podría emplear quince segundos. Pocos instantes más o menos podrían significar la victoria o la derrota.

Si el capitán lograra encaramarse sobre el puente…

No. Era absurdo pensar en semejante cosa. ¿Por qué no esperar, confiando en que aquel bastardo se ahogase en seguida?

No, esa historia duraba ya demasiado tiempo. Tenía que apoderarse del rifle.

Dennison se preparó para pasar por esta prueba. El rifle se convirtió en lo más importante de su vida, la solución de todos sus problemas. Calculó cien veces todos los movimientos que debería efectuar. Tenía que bajar la escalerilla con una gran prudencia, porque no podía correr el riesgo de caer. Aquel peldaño, arreglado provisionalmente, podría ceder. Un resbalón, una caída, la pérdida del conocimiento…

Tenía que moverse apresuradamente, pero no con demasiada prisa.

Pasaban los minutos. Dennison contemplaba al hombre en el mar. James continuaba flotando, y no miraba el barco. Estaba a una distancia de tres metros. Había perdido la gorra y su cabeza calva estaba todavía más enrojecida.

Dennison se acercó a la escalerilla, sin hacer ruido. Empuñó el cuchillo y esperó. El capitán no se volvió.

¡Adelante!

Dennison se precipitó escaleras abajo, resbaló en el tercer peldaño y se agarró al techo para no caer. El cuchillo se le escapó de los dedos. ¡Maldición! ¿Por qué no lo habría llevado en el cinturón? Llegó al pie de la escalera y lo recogió. Le parecía que tenía en el cerebro un reloj con un tictac implacable, que contaba los segundos.

Cuatro. Cinco.

Llegó ante el armario. Trató de abrirlo. Estaba atascado: la madera se había hinchado con la humedad. Lo abrió rabiosamente y se destrozó las uñas. Nueve segundos, diez.

¡Ahí estaba el rifle! Cortó los cabos, agarró el arma y tiró de ella: estaba todavía atada. Catorce segundos. ¡Cristo! ¿Cómo lo habría atado el capitán? Volvió a usar el cuchillo, y esta vez logró soltar el rifle.

La cabeza le martilleaba con furia. Tenía la garganta tan seca que creyó iba a ahogarse. Aquella maldita garganta estaba rebelándose porque advertía la presencia del agua fresca y pura, precisamente bajo el armario. Su garganta y todo su cuerpo deshidratado invocaban el agua. Pero tendría que esperar: ahora no tenía tiempo.

Comenzó a subir por la escalerilla. ¡Dieciséis segundos! ¡Cuidado con el tercer peldaño! Sentíase como un general que ha empleado a todos sus hombres en un único ataque frontal y sabe que el enemigo está convergiendo hacia su único flanco indefenso.

El tercer escalón cedió bajo su peso. Dennison arrojó el rifle sobre cubierta, se agarró con ambas manos y llegó al puente. Diecinueve segundos. ¿Dónde estaba el cuchillo? Por fortuna lo llevaba en el cinturón: se lo había puesto allí sin darse cuenta. Lo empuñó y se volvió bruscamente, preparándose al ataque del capitán.

Pero James no se había movido. Flotaba todavía a tres metros del queche, con los brazos abiertos como una estrella de mar; los pies se agitaban en breves movimientos, pateando lentamente. Dennison comprendió que James estaba tratando de recuperar las energías que había gastado en su última tentativa de subir a bordo. Probablemente, en aquel momento, James no conseguiría asirse a nada ni aunque le arrojaran una escalerilla. Considerando así las cosas, la verdad es que hubiese podido beberse un sorbo de agua.

Bueno, dentro de un momento podría beber. Dennison le quitó al rifle la funda impermeable. James se volvió y lo miró con ojos opacos. Y apareció el rifle, largo y mortal, brillante de grasa.

Dennison quitó el seguro y apuntó a la frente enrojecida de James. Su dedo se contrajo sobre el gatillo. La frente de James se revolvió dentro y fuera del agua azul. Dennison cerró los ojos un instante, luego volvió a apuntar. En el punto de mira apareció una masa enrojecida. Apretó el gatillo.

Oyó un clic seco, vacío. Alzó los ojos y se dio cuenta de que había tomado como blanco el sol de la tarde. Abrió la recámara y vio que el rifle estaba descargado.

Era lógico. Tenía que haber previsto que James nunca hubiese guardado un rifle cargado. Pero había balas, estaban a bordo. ¿Dónde las habría metido James?

Dennison cerró los ojos y se esforzó en pensar. Balas. En algún sitio James habría puesto una caja de balas. ¿Dónde podría haberla metido? ¿En qué armario, en qué escondrijo?

James lo miraba y sonreía. ¡Lo sabía! Sabía que el rifle estaba descargado, sabía que Dennison no podría encontrar las balas sino después de una larga búsqueda. Y, por el momento, decidió no hacer otra tentativa.

Furioso, Dennison arrojó el rifle contra James. El rifle pasó por encima de su cabeza, cayó al agua y se hundió. James se rio de nuevo y permaneció tendido, con el vientre quemado por el sol, que aforraba en el agua como una islilla. Siguió flotando tranquilamente, a la sombra de la vela mayor.

El reloj de Dennison señalaba las cuatro y cuarto. El sol había perdido gran parte de su violencia. Descendía rápidamente hacia el horizonte. Por un instante un soplo de viento encrespó el agua, pero cesó. Quizás anunciaba la brisa que se levantaba con el crepúsculo.

De pronto, en un vértigo de horror, Dennison recordó que en algunos rifles se podía abrir la culata: había en ella un pequeño receptáculo en el que se colocaban los instrumentos para limpiarlo y algunas municiones. ¿Y si el fusil del capitán era de ese tipo? ¿Y si las balas hubieran estado escondidas allí dentro?

Bueno. Ahora ya no había remedio, ni le importaba. Se sentó en la cubierta, aturdido y apático. James, ahora, estaba flotando un poco más cerca del barco.