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El reloj de Dennison señalaba la una treinta y cinco. El sol le quemaba el cuello, le cocía las muñecas y las manos y le hacía arder la piel a través de la delgada camisa. Pero no tenía tiempo de pensar en la insolación. Otra ráfaga de viento encrespaba el agua. Hinchó las velas y parecía querer durar.

Dennison esperó. El barco comenzó a moverse. Luego se dio cuenta de que había perdido de vista a James.

Escrutó ansioso el agua, pero a babor no había rastro del capitán. Se subió al techo de la cabina y miró en torno. Ninguna huella. ¿Era posible que se hubiese ahogado sin lucha?

Luego Dennison advirtió algo rosado que se movía. Era una mano en la borda del buque, cerca de las jarcias de estribor. Luego otra mano. James debió de haber pasado nadando por debajo del queche. Y estaba tratando de izarse a bordo, como había hecho durante la tormenta.

Dennison saltó del techo de la cabina y golpeó aquellos dedos. Los dedos intentaron agarrarse a las cabillas. Retrocedió, se soltó y le golpeó de nuevo. El capitán se dejó caer en el agua.

El queche, abandonado a sí mismo, había girado en el viento. Las velas se agitaron. Dennison blandió el garfio. El capitán se alejó unos metros. Dennison corrió a cubierta y giró rabiosamente el timón.

Las velas se hincharon. ¡El queche se estaba moviendo! Se movía, se deslizaba sobre el agua plácida. Se movía también el indicador de la corredera. Un nudo, acaso dos. El capitán se había quedado atrás.

Había vencido. Dennison siguió gobernando el barco, mientras observaba al capitán. La velocidad aumentaba gracias a una brisa ligera e inconstante. Seguramente haría ya los seis nudos, una velocidad que un hombre no podía lograr a nado. Y el capitán se había quedado atrás unos quince metros.

Dennison agarró el timón con ambas manos, con fuerza, como si tratara de dar impulso al Canopus. La brisa comenzaba ya a amainar. ¡No podía ceder precisamente ahora! Había de llevarlo más lejos, tenía que darle tiempo a prepararse para defenderse del hombre que estaba en el agua.

Tres nudos. Eran realmente tres nudos, aunque el Canopus no avanzaba velozmente. El indicador de la corredera se había detenido… Sin duda las algas habrían inmovilizado el mecanismo. Dennison miró a popa y vio que el capitán estaba lejos aún, a unos quince metros. No trataba de perseguir al queche. Se descubría sólo su rosada cabeza, y también parte de su cara, a intervalos, cuando la sacaba para respirar. ¿Estaría ahogándose?

Dos nudos y medio, tres nudos en el viento muriente. Sin embargo, el capitán no se había quedado atrás. Ahora el queche debería de estar a unos centenares de metros de él. Y, no obstante, el capitán mantenía la distancia de quince metros, sin nadar siquiera.

Dennison miró la corredera, el cuadrante sobre el cual la aguja había dejado de moverse. ¡Cristo! Se dio cuenta de que con toda probabilidad James se habría agarrado al cabo de la corredera y se dejaba llevar, manteniéndose en una posición casi horizontal para no oponer resistencia al agua.

Dennison tomó el cuchillo y cortó el cabo. Por un instante sintió la satisfacción de ver a James arrastrado bajo la superficie. Luego volvió a flotar y comenzó a nadar, sin desaprovechar energías, pero de modo seguro y eficaz.

La brisa estaba muriendo. Dennison logró ganar otros treinta metros. Luego amainó la brisa y el queche se detuvo. Las velas comenzaron a socollar agitadas. James se acercó y se detuvo a estribor. Se quedó flotando a seis metros del Canopus, a la sombra de la vela mayor.

Dennison estaba en guardia agarrando el garfio. Hurgó en el bolsillo para encender un cigarrillo, y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Mientras tanto, James lo miraba con triste expresión. Acaso también él se hubiera fumado un cigarrillo… Pero ninguno de los dos habló. El sol comenzaba a declinar. Eran casi las dos y media.