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Al duodécimo día, James tomó la altura al mediodía y bajó para hacer los cálculos. Salió sonriendo del camarote.

—Estamos a medio camino —anunció.

—¿De veras?

—Sí. Doce días. Vamos muy despacio. Me gustaría que soplara un viento más continuo.

El capitán miró el agua, suavemente ondulada. Soplaba del este una ligera brisa. El Canopus recorrería un promedio de tres nudos hora.

—Realmente un poco de viento nos iría muy bien —admitió Dennison.

—Pues claro. Ahora hemos de atravesar lo que queda de las Latitudes del Caballo. Bonanzas y tormentas, tormentas y bonanzas. Una condenada pejiguera.

—Estas son aguas desiertas —comentó Dennison mirando el horizonte.

—Para mí ya está bien. Me gusta tener espacio en torno mío.

—También a mí —asintió Dennison—. ¿Está seguro de que nos hallamos a mitad de camino?

—Segurísimo. La altura y los cálculos concuerdan. ¡Eh, cuidado con el rumbo!

Dennison había dejado que el queche se desviase cerca de diez grados. Se estremeció y lo puso en ruta.

—Hay que tener cuidado —dijo James—. Hemos de estar muy atentos si no queremos avanzar hacia el norte. Mira. El viento está amainando otra vez.

—Sí.

—Y a ver si te dejas de volaterías.

—¿Qué volaterías?

—Después de la tormenta no has hecho otra cosa que estar pensativo, como si tuvieras en la mollera quién sabe qué diantre. Baja de las nubes, Dennison. ¿Qué diablos te pasa?

Dennison sintió que la sangre le afluía al rostro, enrojecido por el sol.

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Piensas en una chica de Nueva York?

—Sí. En una chica.

James se echó a reír.

—Una mujerzuelilla ha estado a punto de mandarnos al cuerno.

—Tendré más cuidado, capitán —prometió Dennison—. No me siento muy bien. Demasiado sol.

—De acuerdo —asintió James—. Deja de fantasear y mantén los ojos abiertos. Si hubieses prestado más atención, la tormenta no nos habría embestido. Y yo no habría ido a parar al agua.

Dennison lo miró, sin decir nada.

—Naturalmente, salí del apuro —continuó James—. Y esto es lo importante. Pero no hubiese tenido que suceder, y no quiero que suceda más. Por eso has de tener los ojos bien abiertos. Vuelves a salirte de ruta.

Dennison rectificó la ruta del queche y volvió a mirar al capitán.

—Voy abajo a echar una siestecilla —dijo James—. Todavía te toca a ti estar de guardia.

—Capitán…

—¿Qué pasa?

—¿Hay posibilidad de que pueda quedarme aun cuando hayamos llegado a Nueva York? Mire, me gustaría mucho trabajar con usted, capitán.

—Ya lo hemos discutido —repuso James—. Nada ha cambiado.

—Pero ¿sería posible?

—No pienses en ello.

—Pero hay una posibilidad, ¿no es verdad?

—Una posibilidad muy pequeña —contestó James.

Le volvió la espalda y comenzó a bajar la escalera. Dennison lo siguió con los ojos. Se sintió poseído por una sensación de inutilidad, que revolvía rabia y odio, esperanzas y deseos.

—¡Capitán James! —gritó.

—¿Qué pasa? —preguntó James, que había llegado a la mitad de la escalerilla.

Dennison estaba empapado de sudor y las manos le temblaban en el timón.

—Tenemos un tiburón a popa. Nos está siguiendo.

—¿Y para eso me llamas?

—Capitán, no me gusta —dijo apresuradamente Dennison—. Tiene seis metros de largo, quizá nueve. Diríase que ese bastardo tiene la intención de arrancar el timón a mordiscos.

—No digas estupideces —exclamó James. Pero subió por la escalerilla—. Es grande, ¿eh? ¿De qué especie?

—No estoy seguro —repuso Dennison.

Se daba cuenta de que tenía fiebre. Notaba la garganta seca y las manos le temblaban. Agarró con más fuerza el timón. El sol, cayendo vertical, le martilleaba la nuca al ritmo de las pulsaciones de su sangre.

—Podría ser un mako —dijo.

—¿En estas aguas? No —y James atravesó la cubierta y subió a popa—. Posiblemente se tratará de un nurse. Son inofensivos. Pero acaso sea mejor que le pegue un tiro con mi rifle. ¿Dónde está ese hijo de puta?

—Justamente ahí abajo —repuso Dennison.

El capitán James se asomó a popa, agarrándose a la borda con una mano.

—No veo nada.

—Está bajo el timón. ¿No consigue verlo?

James se asomó aún más para escrutar las aguas límpidas y azules. Dennison se incorporó y sintió su cuerpo pesado, inerte. Pensó en St. Thomas, en cuando estuvo a punto de matar al negro. Pensó en Herrera. Hay siempre un momento en el cual es posible la acción. Luego, antes de que uno se dé cuenta, el momento pasa y la ocasión entonces se desvaneció para siempre.

—Ahí abajo no hay nada —replicó James.

E iba a incorporarse.

El momento estaba pasando… estaba pasando…

Las manos de Dennison se dispararon y golpearon la espalda del capitán. Empujaron con todas sus fuerzas. James cayó, y su peso hizo que se soltara de su agarradero. Cayó al agua como un plomo, levantando grandes salpicaduras, e inmediatamente salió a flote.

—¡El tiburón! —gritó James—. ¡El tiburón!

—¡No hay ningún tiburón! —replicó Dennison—. Estás tú solo, capitán. Ahora acabaste en el mar. A medio camino. A cuatrocientas millas de St. Thomas y las Bermudas. Elige, y empieza a nadar.

—¡Dennison! ¿Qué clase de broma es esta?

—Tal vez quieras llegar a las Bahamas —gritó Dennison—. Están al oeste, a seiscientas millas. No puedes equivocarte. Nada, capitán. Nada, hijo de perra.

—¡Basta ya! —gritó James—. Endereza el queche a favor del viento, Dennison. Yo subiré a bordo.

—¡No! —exclamó Dennison—. Estás muerto, capitán. Acaso no te des cuenta, tal vez respires todavía, pero esto no tiene importancia. ¡Estás muerto!

Impulsado por un viento suave, el queche se deslizó sobre el agua, con mayor rapidez de la que podía alcanzar un hombre nadando. James bajó la cabeza y comenzó a sacudir el agua con poderosas brazadas, tratando de alcanzarlo. Pero cuando levantó la cabeza el barco estaba a unos cincuenta metros y la distancia seguía aumentando.

Dennison se sentó en la cubierta de popa y se volvió para mirar a James, que ya era sólo un grueso punto negro en el agua. Eran las doce y media y el sol resplandecía con todo su calor tropical. Dennison se sintió poseído por una sensación de triunfo. ¡Lo había logrado! Había actuado en el momento justo y con mano segura. Y todo estaba listo ya. Había cometido el asesinato. El dinero y la barca eran suyos, y suya también la venganza. Sabía que desde aquel instante comenzaría a vivir.