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Después de la corta tormenta, Dennison cayó en un estado de depresión profunda. ¡Había faltado tan poco! En aquel momento, si todo hubiese sido como tenía que ser, él sería el único dueño del barco, con casi tres mil dólares en el bolsillo, y haría rumbo hacia Panamá, en ruta por el Pacífico meridional. Sería señor de su destino, sólo y autosuficiente, y nunca más tendría que pedir favores a nadie.
En cambio, era sólo un criado, y trabajaba a bordo del buque de otro, y se dirigía a Nueva York, hacia la desolación de una habitación amueblada. Las pullas de la lengua virtuosa de su hermana, la pérdida de la dignidad, la larga lucha por huir de aquella sombría ciudad nórdica y por volver a los trópicos, otra vez sin un céntimo en el bolsillo…
En nombre de lo que debiera ser justo, el capitán James hubiese tenido que morir en aquel accidente.
Dennison sólo conseguía descubrir un atisbo de esperanza en las tinieblas que envolvían el presente y el futuro. Ya una vez había sucedido un accidente, ¿por qué no podía ocurrir el segundo? Y él podría perfeccionarlo.
Si el capitán se hubiese caído al mar…
Bueno, llamemos al pan pan y al vino vino. Si yo asesinase al capitán, sería sólo la consumación definitiva de este accidente.
Dennison se sentía orgulloso de haber usado esta palabra, «asesinato». Esto era honestidad, esto significaba enfrentarse con la realidad. Debía dejar de pensar en un accidente, de soñar en una desgracia. Asesinato. Si la suerte, o el destino o la casualidad no querían ayudarlo, se ayudaría él. ¿Acaso no era capaz de matar a aquel estúpido, gordo y presuntuoso capitán? Todos los días se le ofrecían millares de ocasiones. ¿No podía acaso aprovecharse de una de ellas?
Claro está que sí.
Dennison saboreó la idea de ser un asesino. Sería uno de esos hombres elegidos y desesperados que no se detienen ante nada. Pasaría a formar parte de un círculo exclusivo, la confraternidad de los perjudicados. Llevaría la marca sobre la frente para que todos los demás pudieran verlo. Guardaos de ese hombre. Lo leerían en sus ojos, y aprenderían a comportarse con prudencia ante un hombre que llevase impresa su acción en la cara.
Nadie se ríe de un asesino.
A Dennison le gustaba esta idea, pero no tenía intención de lanzarse de cabeza en ella. Antes era necesario considerarlo todo y valorar las consecuencias.
Aquel asesinato le valdría el barco, que valía por lo menos cinco mil dólares, más dos mil seiscientos dólares en contante y sonante.
Resultaba muy remota la posibilidad de que el delito fuese descubierto.
En cuanto a matar… Sería hermoso ser un asesino; pero sería desagradable matar. Sí, tenía que darse cuenta de esta verdad. Gozaría del secreto placer de haber cometido un delito. Pero cometerlo resultaría espantoso.
Trató de descubrir estas razones, pero no lo consiguió. Le era difícil concentrarse. Tenía la impresión de ser víctima de una insolación. A pesar de su experiencia del sol tropical, durante aquellos últimos días había sido muy imprudente. Y el sol, reflejado en el agua, era realmente terrible. Ahora él se había puesto una camisa de manga larga y llevaba una gorra. Pero el sol seguía quemándole las muñecas y la nuca. Tenía la espalda y los muslos muy enrojecidos, y de vez en cuando sentía vértigos.
Bueno, no había que pensar en eso. Tenía que pensar en el crimen.
Todo acabaría en un segundo. Y, cuando aquel terrible segundo hubiese transcurrido, podría empezar a vivir. Dejaría a sus espaldas su vida de fracasado… porque un hombre que puede matar es capaz de hacer cualquier cosa.
Muy bien. Asesinaría al capitán.
Durante los días que siguieron, Dennison tuvo la impresión de vivir bajo el influjo de una droga deliciosa. Era embriagador saber que se disponía a matar, acaso dentro de un instante. Era una alegría purísima saber que su víctima no sospechaba nada, y que sólo sospecharía cuando fuera demasiado tarde. Luego el miedo y el horror brillarían en sus ojos…, pero sólo por un segundo.
Cuando el capitán dormía en su catre, Dennison se asomaba apretando el mango de su navaja. ¿Ahora? En el puente, cuando el capitán levantaba la cabeza para mirar la banderola cataviento en lo alto del palo mayor, Dennison contemplaba su cuerpo macizo en equilibrio inestable. Un empujón, un tropezón, un golpe…
—¿Qué diablos te pasa desde hace poco? —preguntó James en la lenta tarde del undécimo día.
—¿A mí? Nada.
—Me pareces condenadamente raro desde hace unos días.
—No tengo nada, capitán.
—No hace mucho te estabas riendo a mis espaldas, ¿por qué?
—La insolación, tal vez —repuso Dennison, rascándose la híspida barbilla.
—¿De veras? ¿No tendrás por casualidad una botella escondida en algún sitio?
—No. No soy alcohólico, capitán.
—Deja que te huela el aliento.
—¡Capitán!
—¿Oíste lo que dije? Acércate y deja que te huela, maldita sea.
Dennison se acercó, obediente, y le echó el aliento a la cara.
James se encogió de hombros.
—Bien, no has bebido. Pero escúchame, Dennison: evita reírte a mis espaldas.
—No me reía de usted —repuso Dennison.
—Ni lo intentes siquiera —dijo James, y le volvió la espalda.
A Dennison le costó contenerse. El capitán lo había humillado y vencido: le había integrado a su puesto. ¡Aquel hombre a quien él tenía la intención de matar!
Y el asesinato, que hasta aquel momento había sido un pensamiento vago e inseguro, adquirió consistencia. Lo mataría inmediatamente. Acaso mañana mismo.
Aquella tarde Dennison se dio cuenta de que tenía un poco de fiebre. El pecho se le había hinchado; al parecer, se trataba realmente de una insolación. Se tomó una pastilla y decidió ponerse al día siguiente una camisa más tupida.
Examinó el mapa y vio que el Canopus estaba ya a mitad de camino entre St. Thomas y las Bermudas. Un día más de navegación y habrían llegado a medio camino, con St. Thomas a cuatrocientas millas a popa y las Bermudas a cuatrocientas millas a proa. Al oeste estaban las Bahamas, a seiscientas millas. Al este se extendía el mar de los Sargazos, y más allá, a tres mil millas, África.
El océano estaba realmente desierto en aquella zona. Pocos buques mercantes, poquísimos veleros. Aquel desierto marino de tranquilas tormentas y sargazos era el lugar ideal para cometer un homicidio. Mañana. Mañana o nunca.