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El queche velejaba a través de los días fulgurantes que palidecían imperceptiblemente en la tarde y el crepúsculo, a través de las noches en las que las estrellas esplendían fúlgidas en el inmenso arco del cielo. Durante las largas noches transcurridas al timón, Dennison observaba el gran espectáculo de las estrellas que se movían lentamente en el cielo negro, limpio de nubes, y cada noche se apartaban más hacia occidente, dejando lugar, en oriente, a estrellas nuevas. Renovó su conocimiento con las Osas y con Orión, las benignas piedras miliares del cielo. Reconoció Géminis y Andrómeda, y situó Canopus, la estrella de la cual había tomado nombre el queche.
Al noveno día estaba al timón antes de que saliera el sol. Vio que el cielo se iluminaba lentamente al este. Luego la orla del sol apareció sobre el horizonte. Después se elevó, y la mañana iluminó las desiertas y negras aguas.
Una nube oscura, alargada y sutil, cortaba el disco del sol. Y, entre las nubes y el mar, Dennison descubrió largas y oblicuas líneas negras. Era una tormenta, a barlovento con respecto al queche.
Tal vez se aleje, pensó Dennison. Y durante unos momentos pareció que la tormenta iba a disiparse. Dennison hubo de consultar la brújula y poner en ruta el barco. Cuando miró de nuevo a barlovento, la tormenta estaba acercándose al queche. Las líneas negras y oblicuas de la lluvia corrían hacia él, y el agua tranquila comenzaba a encresparse al furioso soplo del viento.
—¡Tormenta! —gritó Dennison—. ¡Al puente!
Soltó rápidamente la driza de mesana, y la vela se aflojó sobre la cubierta de popa. La tormenta estaba a menos de cincuenta metros y se les venía encima. Dennison giró el timón para presentar la popa a la tormenta.
James, aturdido, con los ojos enrojecidos y abotagados por el sueño, subió al puente. Miró apenas a la tormenta que se acercaba, corrió al palo mayor y soltó la driza; luego se lanzó hacia adelante para amainar el foque y la vela encapillada.
Dennison advirtió las primeras y agudas punzadas de la lluvia. Aún no había logrado volver la popa al viento. Parte de la vela de mesana cubría el timón y hacía imposible su maniobra. Apartó la vela y descubrió que algunos rizos de la vela de mesana se habían agarrado al timón. Los soltó. El barco estaba escorando a impulso del viento. James se hallaba a proa y luchaba para desenredar el foque. Consiguió soltarlo, y luego avanzó, vacilando, para amainar la vela encapillada.
Semicegado por la lluvia, Dennison luchaba con el timón. Toda la fuerza de la tormenta embistió de lleno al barco. Hinchó la vela encapillada y lanzó a James hacia delante, la vela restalló escupiendo resoplidos de viento. James tiró de ella, trató de bajarla, pero estaba enredada. De pronto se soltó y resbaló a lo largo del estay y poco faltó para que le partiese el cráneo al capitán. James se apartó de un salto, tropezó con los abitones y cayó sobre el puente en un caos de velas y cabos.
Dennison lo vio caer. El barco, con la banda de estribor vuelta al viento, comenzó a derivar a sotavento. Dennison no supo nunca si lo que hizo en aquel instante fue puramente accidental o no.
Cuando sintió que el barco escoraba, giró el timón para enderezarlo; pero lo hizo en la dirección equivocada. El barco giró sobre la quilla, exponiendo el costado al viento y al mar. El viento embistió los palos, las velas y la obra muerta, y el queche cabeceó pavorosamente.
El capitán, apresado por la vela encapillada y las drizas, rodó por el puente. Trató de agarrarse a los cabos de seguridad, pero no lo consiguió y cayó al mar.
Dennison continuó sujetando el timón, y el queche se enderezó por fin. La breve y furiosa tormenta estaba ya lejos, a sotavento. Miró la proa, tratando de comprender qué había ocurrido. No había nadie a proa: sólo un amasijo de velas y cabos.
El capitán había caído al mar.
Por un instante Dennison se preguntó qué podía hacer para ayudar a James. Casi se levantó, y luego volvió a sentarse. James había caído al mar durante una tormenta. ¡Precisamente así! El capitán ya no estaba en el barco, ya no estaba en el mundo. El sueño de Dennison se había convertido en realidad. El capitán ya no existía. Ahora Dennison estaba solo, y el queche era suyo.
La sensación de triunfo que se apoderó de él fue indescriptible. El destino, aquella fuerza maligna que había arrastrado su existencia cada vez más abajo, le había concedido por fin una tregua. Ya era hora. Era la primera y verdadera tregua en treinta y cuatro años. La barca y el dinero eran suyos. Ahora podía realmente comenzar a vivir. La desaparición del capitán no lo trastornó, ni le sorprendió siquiera. Le parecía justo: un suceso de predestinación. Sin pensar más en ello, Dennison comenzó a hacer proyectos.
No iría a Nueva York. ¡Al diablo Nueva York! A bordo había víveres y agua en abundancia. Trazaría una nueva ruta, al sudoeste, a través de Mona Passage, en dirección al canal de Panamá, y luego, hacia las invitadoras islas del Pacífico meridional.
Pero… ¿acaso las autoridades del canal no intentarían ver su documentación? Podía ser muy peligroso. Quizá fuera mejor que circunnavegara América, doblando el cabo de Hornos.
¡Un momento! No era necesario. Podía hacerse pasar por el capitán James. Nadie, en la zona del Canal, lo interrogaría. La patente indicaba solamente el nombre y la residencia del propietario. No había más datos personales: sólo la descripción del barco, manga, eslora, arqueo, potencia en caballos vapor y cosas por el estilo. Podía utilizarlo sin peligro.
Además, probablemente ni siquiera le pedirían ver la patente.
Pero, claro está, antes había que arreglar muchas cosas. En el Canopus estaba todo patas arriba. Primero tenía que ponerlo todo en orden, luego bajaría a la cabina y estudiaría los mapas…
Dennison sintió en el estómago un espasmo convulso. Como por arte de magia, había visto aparecer una mano y agarrarse a la borda.
Sus ojos se desorbitaron. Apareció otra mano. Luego, con un tremendo esfuerzo, el capitán James asomó la cabeza y los hombros y apoyó los codos. Todavía tenía el foque envolviéndole el cuello y el pecho. Debió de haberse dirigido a nado hacia el barco arrastrándose tras la vela.
Dennison se incorporó y poco faltó para que la oscilación del buque no lo arrojara por la borda.
—¡No te muevas! —le gritó James—. ¡Ya me arreglaré yo solo!
Dennison volvió a sentarse. El capitán James esperó. Cuando se inclinó el queche, trató de encaramarse sobre el puente. Mas para esa maniobra no bastaba siquiera la fuerza considerable del capitán James. Cayó de nuevo, jadeando, tratando de mantenerse agarrado a aquel viscoso punto de apoyo.
En aquel momento Dennison se dio cuenta de que podía desembarazarse para siempre del capitán, con sólo un golpe. Se levantó y echó a andar.
El buque comenzó a escorar y James intentó de nuevo incorporarse recurriendo a todas sus fuerzas. Se izó a bordo, rodó sobre cubierta, se levantó tambaleándose y se agarró a la botavara. Dennison volvió a sentarse. El capitán se dirigió hacia popa y se sentó a su lado.
—Ha salido de esta por un pelo —dijo Dennison, preguntándose si su expresión traicionaría su pensamiento.
¿Le atribuiría James la responsabilidad del accidente?
—Por un pelo —corroboró James.
Dennison asintió.
—Pero no importa: lo bueno es haber salido —continuó el capitán, y sonrió.
También sonrió Dennison. Ahora sólo experimentaba admiración por James.
La tormenta ya estaba lejos, a sotavento, y el cielo había recobrado de nuevo su color azul. El queche apenas parecía haber salido de un tifón. James tenía las piernas cubiertas de cardenales, y los brazos desollados.
—No estará de más un poco de tintura de yodo —dijo Dennison.
—Eso creo yo también. La próxima vez trata de avisarme a tiempo cuando veas que se acerca una tormenta…
—Lo haré —repuso Dennison.
El capitán descendió en seguida a la cabina.
¡Aquel estúpido no se había dado cuenta de nada!
Y el destino, o el azar, habían escupido de nuevo al rostro de Dennison. Si hubiese tenido un poco más de suerte, pensó, ahora el queche sería mío. El queche, dos mil seiscientos dólares y la libertad. La verdad es que la vida hacía terribles jugarretas a los hombres.
Nunca tendré una buena ocasión. La fortuna la tienen los demás, no yo. Si quiero algo, he de ganármelo.