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Después de cuatro días de navegación, llegaron a las Latitudes del Caballo, y los vientos del nordeste seguían cediendo en intensidad. Eran empujados por brisas ligeras y mudables que soplaban de nordeste y noroeste. Ya no era necesario sujetar la vela mayor, y el queche había de virar continuamente para dirigirse al norte. Más allá del horizonte, al este, se descubrían señales de tormentas lejanas, pero ninguna se abatió sobre ellos. Las olas que procedían del sudeste se agigantaban e indicaban algún huracán lejano.

Dennison y James desplegaron la gran vela latina. El queche siguió avanzando hacia Nueva York a grandes bordadas, ganando cerca de una milla en dirección norte por cada tres millas recorridas.

El quinto día, a la una de la tarde, James terminó de tomar la altura y se hizo cargo del timón. El queche estaba en perfecto orden, aparte de un peldaño de la escalerilla que se había roto y fue reparado provisionalmente. Avanzaban a buena velocidad, impulsados por un viento que soplaba del este. En lugar de bajar a la cabina para descabezar un sueño, Dennison se quedó a hablar con el capitán. Un poco aturdidos por el bochorno, hablaron del riesgo de las inmersiones.

—La gente cuenta extrañas historias sobre los pulpos —dijo James—. A juzgar por lo que dicen, atacan siempre a los buzos. ¿Viste alguna vez una de esas películas en que salen pulpos?

—Sí —contestó Dennison—. El buzo mata al pulpo y luego acaba dentro de una ostra gigante.

Se echaron a reír.

—¡Vaya pulpo! —exclamó James—. Más bien lo que suele suceder es que se te eche encima un tiburón, sobre todo si es de los que siguen a un barco en busca de los desperdicios. Puedes estar seguro de que para ellos también somos desperdicios que se pueden comer.

—Y ¿cómo se las arregla uno para darles esquinazo? —preguntó Dennison.

—Mondaduras de naranja, brazos o piernas humanas. Para un tiburón hambriento no hay diferencia alguna. Pero las barracudas son peores. ¿Oíste hablar de aquella enorme barracuda que vive bajo el muelle del Yatch Club?

—¿En St. Thomas? Nadie me habló de eso cuando me sumergí para examinar la quilla.

—¡Bah! —exclamó James—. Todos dicen que es inofensiva. Los chiquillos se divierten arrojándose al agua para asustarla. Magnífica barracuda esa. Pero las murenas… Las murenas son animales malignos y mezquinos. Les gusta acomodarse en un confortable rinconcito de un viejo pecio, y esperan que un desgraciado se sumerja. Mala cosa.

—Sí —corroboró Dennison—. ¿Qué piensa recoger en Nueva York, capitán?

—Tengo allí algunas cosas, en el garaje de un amigo mío. Un par de cascos, una escafandra, un generador de sesenta watios, un sonar y cosas por el estilo. Pero todo ha de ser revisado bien. Tendré que comprar un compresor para el aire, y me gustaría también un detector para metales —y reflexionó unos instantes—. Y quisiera también un ancla de repuesto y unos cuantos cabos nuevos. Y una vela mayor nueva tampoco me iría mal.

—Todo eso cuesta un ojo de la cara —comentó Dennison.

—Claro. Pero tengo un par de amigos que acaso se asocien conmigo. Si no lo hacen, me arreglaré con lo que tengo.

Por tanto, el capitán buscaba también capitalistas. ¡Diantre, los buscaban todos! Pero aquel era el momento de recordarle la semioferta de quedarse con él y participar en las actividades de recuperación.

—Me gustaría mucho trabajar con usted, capitán —dijo Dennison.

James adoptó una expresión pensativa. Llevaba sólo los calzoncillos, la gorra de capitán y un pañuelo anudado en torno al cuello. En el cinturón, colgada de un cordel, llevaba una navaja de muelles, con una hoja despuntada por un lado pero afiladísima por el otro. Era corpulento y carirrojo: el pecho y la espalda, cubierta de pecas, estaban quemados por el sol, y el vientre le sobresalía por encima del cinturón de tela. Se rascó la cabeza, inseguro.

—A decir verdad —dijo al fin—, no sé si podré permitirme el lujo de asignarte un salario. Probablemente no. Estoy casi sin blanca. Pero si estás dispuesto a trabajar por un tanto por ciento de lo que se gane…

—Pues claro —respondió Dennison, demasiado precipitadamente.

—… o quizá pueda ofrecerte sólo la comida y el alojamiento hasta que pueda permitirme pagarte un estipendio —añadió James.

—También me va bien así —repuso Dennison, renunciando al último resto de dignidad.

—Bueno, ya veremos. Hiciste algunas inmersiones en el Pacífico meridional, ¿no es verdad?

—Sí. En las Tuamoto.

—Bueno, me gustaría llevarte conmigo, pero tengo un par de amigos en Nueva York que acaso acepten partir, e invertirán algún dinero en la empresa. Veré si queda un puesto libre. Ya sabes cómo van estas cosas.

—Sí —repuso Dennison, con forzada alegría.

—Pero, a ser posible, me gustaría que trabajaras conmigo —dijo James—. Me gustaría no estar tan mal de dinero. En Nueva York veremos qué se puede hacer.

—De acuerdo —dijo Dennison.

Y bajó a la cabina.

Dennison estaba tendido en el catre de sotavento y le daba vueltas a aquella conversación. Dedujo que el capitán no lo llevaría consigo. Estas son cosas que suceden con demasiada frecuencia. Encuentros casuales, amistades casuales, actividades casuales, y por último Dennison se encontraría abandonado en cualquier sitio. Es posible que ahora el capitán tuviese realmente la idea de llevarlo consigo, pero ahora estaban en el mar, los dos solos contra un mundo de agua. En Nueva York las cosas serían distintas, apenas el capitán hubiese bebido un par de cervezas con sus amigos. Incluso tomaría a uno de aquellos estudiantes, uno de esos chicos voluntariosos dispuestos a trabajar por nada todo el día y la mitad de la noche, para aprender a navegar… y por añadidura dispuestos a invertir en la empresa un poco de dinero del padre. O bien James podía recordar que en las Bahamas no le sería difícil enrolar a un negro por poco dinero.

Por eso él se vería abandonado de nuevo, y esta vez en Nueva York. La verdad era que cuando partió sabía perfectamente que no se quedaría con el capitán James. Pero en St. Thomas parecía distinto.

Impulsados por los vientos mudables penetraron en las Latitudes del Caballo. Las distancias que cubrían diariamente se hicieron más cortas: setenta y dos millas el quinto día; sesenta millas el sexto. Estaban rondando el mar de los Sargazos. Matojos de algas flotaban sobre las olas: medían incluso tres metros de largo y a veces hasta más de seis, y se destacaban amarillas y verdes sobre el mar verdeazul.

Era la primera vez que Dennison atravesaba el mar de los Sargazos, y sentía una viva curiosidad. De manera que aquel era el mar tantas veces soñado por los viejos marineros, que habían contado leyendas de barcos que se habían quedado apresados entre las algas hasta morir lentamente, incapaces de liberarse de ellas.

Pero sólo eran embustes, esas patrañas que tanto les gusta contar a los marineros. Es más, eran auténticas mentiras, porque aquellos matojos de algas esparcidas no bastarían para detener a un dinghy, y menos a un barco. Lo peor que podía ocurrir era que paralizasen la corredera.

El queche aprovechaba cada ráfaga de viento moribundo para avanzar hacia el norte. Durante largo rato, cuando parecía que cedía el viento, el queche seguía avanzando, impulsado por una brisa que sólo él era capaz de sentir. Sin duda, se trataba de un barco muy marinero, pensó Dennison.

Comenzaba a aficionarse al Canopus. Podías hacerte llevar por él adonde quisieras, podías vagabundear a tu gusto por todos los océanos del mundo y arrojar el ancla donde te diese la gana. Aquel barco representaba la libertad más completa y más perfecta que Dennison podía imaginar. Era la casa y el medio de transporte y un instrumento de trabajo, y era, además, muy hermoso. Un hombre podía vivir en aquel buque como si fuese su reino personal. Tampoco era necesario que pagase si anclaba fuera del puerto: y podía pescar para alimentarse.

Una casa, un medio de transporte, un instrumento de trabajo.

Pero, considerando la cosa desde otro punto de vista, Dennison veía el queche como un dinero colocado en el banco. El capitán había pagado ocho mil dólares, por lo menos era lo que decía en St. Thomas. ¡Un robo! En Nueva York sería facilísimo venderlo por doce o quince mil dólares. O incluso, probablemente, por mucho más. Y un hombre, con todo aquel dinero, podría hacer muchas cosas.

La mañana del séptimo día, James descubrió una vaga huella de humo a oriente en el horizonte. Mandó a Dennison en busca del catalejo. Dennison buscó en el armarito de James y lo encontró. En un rincón halló también la cartera del capitán. La abrió y contó dos mil seiscientos dólares en billetes de veinte y de cincuenta. Probablemente aquello era el resto del dinero que James se había llevado consigo para comprar el queche. ¡Y había dicho que estaba sin blanca!

Dennison dejó la cartera en el armarito y llevó el catalejo al puente. El humo desapareció y no se vio señal alguna del barco que lo emitía.

Dennison bajó el catalejo a la cabina y lo dejó con cuidado en el armario. Esta vez inspeccionó más atentamente la cartera. Además del dinero, había una carta de crédito de la Gulf, un carnet de conducir expedido en Maryland y una cartilla de ahorros contra un banco de Nueva York, con un crédito de tres mil doscientos cuarenta dólares.

¡Sin blanca! Cochino embustero, pensó Dennison. ¿Dónde acaba tu famosa dignidad, capitán James? Lo sabía, lo sabía, no podía dejar de descubrir la clase de hombre que eres. Dos hombres solos en medio del mar no pueden hacer otra cosa que descubrir uno al otro su verdad. Ahora yo sé que no eres precisamente mejor que todos nosotros, capitán James. Sólo eres más hábil en contar patrañas, eso es todo.