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El queche avanzaba veloz; soplaba el viento de estribor, y el barco se balanceaba pesadamente sobre las olas. La botavara de la vela mayor había sido asegurada con un cabo para protegerla de las crestas de las olas y para evitar desviaciones repentinas de la ruta. Dennison advirtió que impedir girar el barco con el viento era un trabajo mortal. Complicaba las cosas un movimiento nudoso de dirección oeste que se cruzaba con la dirección anormal de las olas. Pero Dennison, sudando en el pesado timón de roble, se sentía feliz como nunca. Una embarcación a motor lo habría cansado a lo largo de una hora. Ningún trabajo del mundo conseguiría retener su atención más de una semana. Para hechizarlo y tenerlo sujeto era necesaria una embarcación a vela, con aquella impresión de arcaica, de cosa ya acabada, poco práctica y vagamente absurda que tenía.

El capitán James manejaba la corredera. Luego arregló las velas, y el queche ejerció sobre el timón una presión menos grande. Avanzaba a velas desplegadas bajo el fuerte impulso de los alisios, y James calculó que la velocidad se acercaba a los siete nudos. St. Thomas se alejaba y desaparecía a popa.

En seguida se metieron de lleno en las distintas actividades. Había que descubrir los puntos en los que las velas estaban raídas y remendarlas. Había que preparar la comida, y además hacer café entre una comida y otra. También había que orientar las velas a medida que el viento del nordeste tendía a soplar más del norte. Había que vaciar con regularidad la sentina. Parte de las provisiones habían resbalado y caído, y era preciso dejarlas en su sitio.

James y Dennison se alternaban; hacían turnos de cuatro horas, excepto cuando James se ocupaba en tomar la altura. El que estaba de guardia maniobraba el timón y regulaba las velas; el que no estaba de guardia cocinaba, vaciaba la sentina y dormía, cuando era posible.

James tomaba la altura todos los días a mediodía; se sentaba en el techo de la cabina, con la espalda apoyada en el dinghy y afirmando los pies. Incluso por la noche y por la mañana, si lo permitía el tiempo, tomaba la altura ayudándose con las estrellas y corrigiendo la ruta.

Dennison calculaba los tiempos con un reloj que el capitán le había prestado para la duración del viaje, y lo controlaba escrupulosamente con el cronómetro de a bordo. El queche navegaba hacia el norte, cubriendo una media de ciento cincuenta millas diarias, impulsado por el soplo constante de los alisios.

St. Thomas estaba ya lejos, y el lápiz del capitán avanzaba lentamente por los espacios blancos de la carta náutica. La tierra más próxima eran las Bermudas, que distaban unas seiscientas millas. Pasarían a su altura a una distancia de doscientas millas a estribor; y cerca de setecientas millas más allá estaba Nueva York.

Pero la tierra firme había perdido todo significado: estaba demasiado lejos para tener importancia. Dentro de unas semanas se haría importantísima, pero por el momento se habían confiado al viento, y sólo se preocupaban del barco, del viento mismo, del agua y del tiempo. Cuando miraban el océano verdeazul que los rodeaba en un inmenso círculo hasta el horizonte devorado por las olas, les parecía ver los símbolos de las cartas náuticas: las rojas líneas curvas de los huracanes, las líneas de puntos, color naranja, que indicaban las variaciones magnéticas, las grandes flechas verdes que significaban las corrientes, las plumadas flechas de los vientos y los círculos que representaban las bonanzas.

Pero la carta náutica representaba sólo un resumen de las condiciones medias y previsibles. No podía ser más específica, no podía prever lo imprevisible. Para ellos era mucho más importante el barómetro, que se mantenía constante en 29,9; el viento, que seguía soplando de nordeste; el mar, que estaba moderadamente tranquilo. Observaban las nubes que se amontonaban y se disolvían, como dos habitantes de tierra firme hubieran observado las maniobras de un ejército extranjero. Cada cambio del viento, cada cambio de la dirección de las olas, cada variación de la temperatura o de la presión barométrica podía tener una importancia determinante: podía ser un anuncio previo de lo que ocurriría luego en el mundo violento del mar.

Su ruta estaba trazada a través de los campos sin fin del mar. Al tercer día llegaron al lugar en que caían los alisios del nordeste. Ante ellos se extendían las llamadas Latitudes del Caballo, una zona de tormentas imprevistas y bonanzas, difícil para los hombres y las embarcaciones. A través de las Latitudes del Caballo se extendía el brazo occidental del mar de los Sargazos. Más allá estaban los bajíos de las Bermudas, con sus bonanzas y los vientos occidentales; y luego la corriente del Golfo y los vientos de noroeste.

Los alisios perdían fuerza a medida que avanzaban hacia el norte, y era más fácil maniobrar la embarcación. Durante los turnos de noche, Dennison podía girar el timón con una mano sola, mientras permanecía tendido y enderezaba la ruta gracias a las estrellas que descubría entre las jarcias. No había nada que hacer durante aquellos largos y tranquilos turnos de noche: bastaba controlar de vez en cuando la brújula, mientras la media luna vagaba perezosa entre las estrellas que declinaban lentamente hacia el oeste.

Era un tiempo realmente magnífico. Navegar era muy fácil y quedaba mucho tiempo para pensar y soñar mientras el agua susurraba sumisamente bajo la proa y el queche avanzaba entre las olas bajas.

Había mucho tiempo para pensar en… Nueva York.

¿Por qué iba a Nueva York? ¡Ah, sí, aquel dinero! La financiación. Pero ¿se lo daría su hermana? Le parecía muy lógico cuando habló de ello con los de St. Thomas. Es más, inevitable. Pero ahora, ahora que trataba de explicárselo a sí mismo, la cosa le parecía menos segura.

Dennison pensó en su hermana: una viuda de nariz afilada, vestida de seda estampada, que vivía en una casa de su propiedad en Grammercy Park, y se dedicaba a sus gatos y sus conciertos. ¿Qué le ofrecería?

Alojamiento. Comida y alojamiento, y algún dinero para los pequeños gastos. Le diría que para cigarrillos, porque ella comprendía a los hombres.

Y a cambio de todos esos favores, tendría que soportar sus sermones. Era peor que escuchar los sermones del Ejército de Salvación, peor que al cura que reza sobre un moribundo. Por lo menos el Ejército de Salvación y los curas conocen algo de la vida. Olivia no conocía nada, excepto Grammercy Park y las zonas más agradables de Long Island.

En primer lugar vendría la recapitulación. Olivia examinaría de nuevo minuciosamente los treinta y cuatro años de su existencia sobre la tierra. Le recordaría todas las ventajas de que había dispuesto cuando era en la vida un hombre venturoso; le hablaría de sus estudios, de su inteligencia y de su capacidad, reveladas por toda una serie de tests psicológicos a los que había sido sometido cuando frecuentaba las escuelas superiores.

A la recapitulación seguiría luego la acusación. ¿Qué había hecho él de todas las ventajas, de todas sus capacidades potenciales? ¡Nada, menos que nada! ¿Qué era ahora? Un vagabundo, una criatura incapaz de asumir responsabilidades, que rehusaba el puesto que le correspondía en el mundo real de Long Island y Grammercy Park.

Vendría después la peroración. ¡No es demasiado tarde! ¡Cambia de vida! ¡Haz algo! Olivia le encontraría cualquier buena oportunidad, una buena colocación: encargado de una zapatería, corredor por cuenta de una casa de aspiradores. El empleo, en sí, no tenía importancia; lo que importaba era el acto honorable de trabajar. ¡Eso era lo importante! Has de rehabilitarte, unirte al cortejo de individuos grises que se despiertan a las siete de la mañana y regresan a su casa a las seis de la tarde.

Y cuando él hubiese rechazado la perorata y los ofrecimientos de empleo, comenzaría la discusión acostumbrada, estúpida, aburrida discusión sobre los valores humanos y el modo de comportarse en el mundo… el mundo de Olivia. Él no había podido nunca dominar aquella discusión. Y acabaría como siempre: Olivia le ordenaría que se fuese, que volviese a su nada honorable vida.

¿Y la financiación? ¿La financiación?

¿Qué financiación?

Pero ¿cómo podía haber sido tan estúpido como para creer que la virtuosa Olivia dilapidaría el dinero ganado por su difunto marido para ayudarle a comprar un schooner en las islas de Sotavento, o financiar una escuela de esquí acuático en St. Thomas o una operación de recuperación en el Mona Pasage? Aquellos lugares, aquellas cosas eran para ella el producto de la fantasía más febril, más distantes que la Luna y menos reales que el país del mago de Oz o el Castillo de Irás y no Volverás. Olivia estaba convencida de que el mundo tropical había sido inventado por Hollywood.

Lo financiaría, claro está: le daría el dinero necesario para comprarse un traje, para que pudiera presentarse decentemente en busca de un puesto de trabajo en un almacén. Pero nada más.

Cristo había cometido el mismo error. Una vez más, por ligereza, Dennison, por una broma de su mente, había transformado sus deseos en probabilidades. Hubiera podido embarcarse como primer oficial en la Lucy Bell, que se dirigía a las Pequeñas Antillas con un cargamento de cemento y madera. Hubiese podido partir con Tony Andrews y llegar a Nicaragua. Y, en cambio, se había dirigido inexorablemente hacia el único lugar adonde había jurado no volver nunca en su vida: la maldita Nueva York.

Dennison siguió rumiando estos pensamientos durante las largas noches tranquilas, durante los días tórridos. El viento estaba cambiando. Dejaban ya los alisios y entraban en las Latitudes del Caballo.

Octubre estaba ya muy avanzado. En Nueva York iba a empezar el invierno.

Olivia nunca le daría la cantidad que deseaba. Entonces, ¿cómo había podido embarcarse rumbo a Nueva York? La estación estaba ya muy avanzada y no encontraría ningún yate que se dirigiera al sur. Todavía poseía su documentación de marino, pero probablemente su nombre figuraría en el libro negro desde que, años atrás, abandonó el barco en Port Said. E incluso si esto no fuera así, en aquel entonces había muchos marineros en tierra; vivían en ciertas casuchas miserables de la Bowery, en espera de poder enrolarse. Y era muy difícil. ¿Cómo habría logrado largarse de aquella maldita ciudad?

Y ¿por qué le había dado por irse a Nueva York? Su vida estaba limitada por las líneas imaginarias del Cáncer y del Capricornio, líneas mágicas que él no debería nunca atravesar. ¿Por qué lo había olvidado, cuando tanta gente trató de recordárselo?

Aquella tarde, mirando los mapas, vio que habían dejado a sus espaldas el Trópico de Cáncer. Estaban en la latitud de treinta grados norte, la latitud de St. Agustine. Ante él estaba Nueva York y el invierno.