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A la mañana siguiente, muy temprano, Dennison y James comenzaron los últimos preparativos antes de hacerse a la mar. Se llenaron los depósitos de agua; la carne fresca y la verdura se llevaron a bordo y se estibaron. El dinghy se fijó en el techo de la cabina, con los remos y el motor fuera borda en su sitio. El rifle que el capitán usaba contra los tiburones, un venerable Winchester del calibre treinta, se engrasó de nuevo, se envolvió en un hule y se ató a los ganchos de un armarito. Las velas que acaso fuera necesario usar en caso de tempestad se dispusieron de manera que estuvieran siempre al alcance de la mano.

El Canopus poseía solamente un depósito de treinta galones para el carburante: era suficiente para ciento cincuenta millas marinas, y ellos habían de recorrer mil cuatrocientas. Por eso, después de haber probado el funcionamiento del motor, James decidió que funcionara una hora cada tres días para cargar las baterías. Tendrían que economizar carburante hasta que llegaran a la altura de Sandy Hook, y luego habrían de emplearlo para subir el East River hasta City Island.

Prepararon una vieja driza, se aseguraron de que las velas se izaran como era debido, cambiaron los foques, probaron la bomba para vaciar la sentina y fijaron con una polea la botavara de la vela mayor. Dennison se puso la mascarilla de inmersión y se sumergió bajo la embarcación para examinar el timón y la pesada hélice plegable de bronce. Bajo la quilla se habían adherido algunos cirrípidos, pero no eran lo bastante numerosos para constituir una seria molestia.

Aquella tarde zarparon los australianos con su barco recompuesto y descuidado: hicieron rumbo directo a Panamá. Dennison los siguió con la mirada, envidiando la desenvoltura con que ambos se enfrentaban con el mar.

—Así no se gobierna un barco —comentó James—. Esos chicos navegan por pura casualidad.

Dennison comprendió que el capitán tenía razón. Pero sin duda aquel era el modo más fácil de navegar… mientras la casualidad durase.

Al atardecer ultimaron los preparativos; el queche estaba dispuesto a partir al alba. James se quedó en la cabina para estudiar las cartas náuticas y trazar la ruta de la primera parte del viaje. Dennison se fue al Yatch Club para beber por última vez en St. Thomas.

El bar se hallaba casi desierto. El escritor estaba sentado en un rincón: bebía ron y coca-cola y miraba con expresión lúgubre una hoja mecanografiada que tenía sobre la mesa.

—¿Qué tal? —preguntó Dennison, sentándose a su lado.

—Muy estúpidamente —repuso el escritor—. No sé por qué de una condenada vez dejo de escribir y me dedico a la agricultura o a cualquier otra cosa. ¿Sabes qué dice de este relato el director de la revista?

—¿Qué dice?

—Que, según él, se parece «un poco» demasiado a Malraux. ¿Qué piensas? Esos maricas bastardos que manejan el buen y el mal tiempo editorial en Nueva York, me han lanzado acusaciones de toda clase. Todo depende de lo que estén leyendo cuando les cae en las manos un cuento mío. Me han dicho que mis cuentos se parecen un poco demasiado a Conrad, London, Kipling… y ahora a Malraux.

—¿Y es cierto? —preguntó Dennison.

—Creo que sí —repuso humillado el escritor—. Pero no puedo evitarlo. La vida, como sabes muy bien, imita al arte. En una situación a lo Kipling la gente habla y obra como los protagonistas de Kipling.

—¿La vida imita el arte?

—Pues claro. El arte es lo que debería ser la vida, y la vida trata de adaptarse. ¿Recuerdas la discusión entre el viejo Finnerty y el sueco, ayer por la noche? ¿La ley de la vida y todo lo demás? ¿La lucha por la supervivencia? ¿No parecen palabras tomadas de una novela de Jack London?

—Creo que sí —repuso Dennison, y pidió ron y coca-cola.

—Bueno, ¿de dónde crees que Finnerty las haya tomado? ¿Crees que se las inventó sobre la marcha? ¡No, qué diablos! Sin duda ha leído a London, e inconscientemente se ha adaptado a su lenguaje.

—¿Y no puedes describir a personajes y situaciones que no hayan descrito nunca ni Conrad ni London? —preguntó Dennison.

El escritor se quedó mirando al techo unos instantes antes de responder.

—Tengo un amigo —dijo— que escribe novelas de gangsters, traficantes de drogas, luchas entre bandas, estupros, toda clase de delitos y cosas por el estilo. Sé muy bien que nunca estuvo mezclado en esas cosas. No lo haría nunca: es un tipo muy fifirifi; le gusta quedarse en casa y oír discos y leer libros, como hacen casi todos los escritores. Se queda en su casa y lee, y luego escribe novelas de violencia. ¿He de hacerlo yo también?

—No sabría decirte —repuso Dennison.

—El caso es que yo no me he quedado en casa —replicó el escritor con tono belicoso—. Me he largado a correr mundo para ver cómo están las cosas. Pero la gente no quiere enterarse de cómo están en verdad las cosas. Quiere a toda costa algo nuevo, y al diablo la verdad.

—¡Hum! —rezongó Dennison, tratando de asumir una expresión comprensiva.

Se había dado cuenta de que el escritor estaba ebrio.

—Yo escribo lo que veo y siento —continuó el escritor—. Mira a esos dos chicos australianos. Se comportan como dos australianos típicos, ¿no es verdad?

—Lo parece.

—Así es. Pero ¿quién lo creería? Incluso el inglés es un individuo estereotipado. Sólo los individuos estereotipados se lanzan como él a la mar.

—¿Y yo? —preguntó Dennison.

—Tú eres el típico atascado.

—No es verdad. Para empezar, he estudiado.

—Los atascados son siempre individuos que han estudiado.

Dennison se echó a reír.

—¿Y si ganase un millón de dólares?

—Entonces serías un atascado que ha ganado un millón de dólares.

—Tienes ideas fijas —replicó Dennison—. Basta que uno haga una cosa para que creas que seguirá haciéndola toda la vida. Predestinación. ¡Bobadas! No me sorprende que nadie acepte tus cuentos.

—Imagino que te agarras a la ilusión del libre albedrío.

—¿Ilusión? Yo soy libre. Hago lo que me da la gana.

—¿Y lo que quieres es navegar con James?

—Naturalmente. Tenía otras posibilidades de elección.

El escritor suspiró y se pasó una mano por la frente.

—¿De veras? Bueno, brindemos.

Cuando hubo terminado de beber, pidió más ron y coca-cola. Dennison advirtió que estaba muy borracho.

—¿Qué piensas del capitán James? —le preguntó.

—¿Te interesa saberlo?

—Sí. ¿Estás de acuerdo con lo que dijo el sueco?

—¿A propósito de los fascistas de los trópicos? No, el sueco no sabe lo que dice. Ya sabes que está un poco majareta a causa del hombre que perdió en el Skagerrak. Además, durante la segunda guerra mundial luchó al lado de los ingleses y acabó en un campo de concentración alemán. Cuando salió de él, al acabar la guerra, estaba obsesionado por la idea de la violencia. La violencia lo aterroriza, le causa horror, y su modo de juzgar al mundo está condicionado a ese miedo.

—Y entonces navega.

—Sí. Creo que está tratando de hallar de nuevo su propio valor —respondió el escritor—. No lo creerás, pero hay mucha gente a quienes les da por navegar, en busca del valor perdido. Pero el sueco se equivoca en su idea del capitán James. No es un fascista, en el sentido literal de la palabra. No tiene ningún impulso organizador, no tiene programas seudosociales, ni siquiera tiene un sincero espíritu de sadismo.

—¿Entonces es uno de los aventureros típicos salidos de las novelas de London o de Malraux?

—No. Hace un momento no hablaba en serio —repuso el escritor, abriendo los ojos como un buho—. A veces me dejo llevar por una teoría por el solo gusto de hacerlo. Pero querrías saber qué pienso de James, ¿verdad? James es sólo un hombre que trata de lograr la pureza en el arte arcano de la aventura.

—Has de estar borracho. No logro comprenderte.

—¿No? Permíteme que te explique mi teoría de la aventura. Camarero, otro para mi amigo.

Dennison se dispuso a escuchar. El escritor le pagaba las copas para que escuchase su relato, un relato que nadie hubiese aceptado.

—La aventura —comenzó el escritor con voz profunda y los ojos cerrados— es un arte arcano, una disciplina como el yoga. Tiene su jerarquía, y las reglas que la gobiernan son rigurosas. Los aventureros encuentran un lugar en la jerarquía cuando descubren de qué tipo de acción son capaces. ¿Me sigues?

—Sí —repuso Dennison—. Tipo de acción.

—Exacto. En el último peldaño de la escala está la guerra. No tiene mucha importancia, excepto para unos pocos profesionales, porque en la guerra lucha mucha gente. No tiene el mérito de la escasez, ¿comprendes? Luego viene la lucha contra las fuerzas elementales de la naturaleza: el mar, las montañas, los bosques, los desiertos, la jungla, y así sucesivamente. En otro nivel está la lucha contra las fieras, en un terreno de igualdad aproximada. Y en otro nivel aún más alto está aquel que ha luchado contra la fiera hombre, porque no existe una fiera más peligrosa.

—El capitán James sería uno de estos —dijo Dennison—. Ha luchado contra los cazadores de cabezas y los culís, y Dios sabe contra quién más.

—Un momento —interrumpió el escritor—. Antes de colocar a James en un nivel tan elevado, antes de considerarlo un aventurero puro, he de recordar las reglas del juego, las importantísimas reglas de la aventura, que son estas:

»El aventurero puro no permite que sus acciones se manchen por el patriotismo, ni estén inspiradas en ningún propósito social. Estas son cosas consideradas en sí mismas, y no hay que confundirlas con la aventura en estado puro.

»El aventurero puro lleva una vida dura y ascética. El único premio que exige del mundo es el oro. Y sólo por su valor simbólico.

»El aventurero puro busca el peligro por amor al peligro, para ponerse a prueba a sí mismo, y para elevarse trascendentalmente por encima del peligro.

El escritor se pasó la mano por la frente y miró a Dennison.

—Bueno —concluyó—, ¿qué te parece?

—Creo que está bien pensado —contestó Dennison en tono crítico.

—Sí. Lo escribí en un cuento titulado Las reglas del juego.

—¿Lo vendiste?

—Todavía no. Estoy intentando cambiar un poco las reglas.

—Bueno —dijo Dennison—. A mi entender, el capitán James posee todos los requisitos del aventurero puro.

—Es lo que me pregunto —replicó el escritor—. Hay muchos caminos para alcanzar la luz, y uno de ellos es convertirse en aventurero. Pero el capitán ¿es acaso un santo no contemplativo? ¿Ha logrado realmente el desasimiento del propio ego? ¿O es como todos nosotros, un hombre que actúa y se guarda de actuar? Eso es lo que me pregunto. Lo veo caminar a través de la vida, grueso y jovial. Todo en él denota a un hombre excelente, pero bajo su piel respira un demonio. Dice que no sueña sus sueños. Los vive. Pero ¿es cierto? ¿Es verdad?

Dennison, que estaba también un poco borracho, comenzó a irritarse.

—Permíteme que te diga —anunció al escritor—. Tú ves muchas cosas, pero se te escapan muchas más. Para empezar, no entiendes lo que son en realidad la muerte y el peligro. No comprendes la aventura hasta que realmente la has vivido. Y hay mucha gente que escapa a tu comprensión. No te das cuenta de que incluso yo, un atascado, poseo una esencia y un valor. Ves solamente la etiqueta. Ves a los demás como seres estáticos, sin vida, y no comprendes que son capaces de cambiar. Tal vez los hombres estén estereotipados de veras, como masa; pero considerados individualmente son mudables, imprevisibles. Matan o ganan un millón, o se matan, y puedes inventar una razón a sus acciones después de haberlas realizado, no antes. No comprenderé nunca hasta cuándo no sabré ver este aspecto de la gente.

—Esa es mi desgracia —exclamó el escritor—. Meterme en discusiones con intelectuales atascados. Pero esa teoría te honra, amigo mío.

El escritor se inclinó y estuvo a punto de resbalar de la silla. Se irguió y se pasó una mano por la frente.

—Será mejor que me vuelva a mi barco. Estoy borracho, y mañana he de estar en condiciones de trabajar.

—¿De trabajar? —preguntó Dennison.

—En mi novela.

—¿De qué trata?

—Se desarrolla durante la segunda guerra mundial. Una compañía de soldados ha sido capturada por los japoneses en Birmania, y los japoneses tratan de obligar a los prisioneros a excavar una galería bajo un río. Hay una compañía de infantería norteamericana que intenta salvarlos, pero antes ha de conquistar una colina de arenisca blanca encarnizadamente defendida. La colina tiene la forma de un tigre. Es un símbolo.

—Me parece muy bonito —comentó Dennison, mientras ayudaba al escritor a llegar a la puerta.

—Realmente lo es. Y ¿quieres que te diga una cosa? Yo fui uno de los hombres que excavaron esa galería. Y veremos si esos hijos de puta tratan de sostener que esa novela se parece a las de Conrad o London.

—Mañana por la mañana me voy —dijo Dennison.

—Buena suerte. La necesitarás. O acaso la necesite el capitán.

—¿Por qué?

—¿Cómo puedo saberlo? —repuso el escritor—. Yo sigo predicando la desventura. Así acierto siempre.

Se dirigió tambaleándose hacia su barco, y Dennison echó a andar, a lo largo del puerto, hacia el Canopus.

Antes de dormirse, Dennison pensó en todas las teorías que había escuchado sobre el capitán James. Finnerty lo consideraba un aventurero romántico. El sueco estaba seguro de que era un fascista de los trópicos, y para el escritor era un adepto a un arte arcano. Y el capitán sostenía que todo sucedía por casualidad.

Y yo ¿qué pienso de él?, se preguntó Dennison.

Pues… yo creo que un hombre tiene aventuras para poder contarlas. Probablemente James es como todos nosotros, como yo, como Heikkla, como el escritor, como Finnerty. La aventura termina en pocos segundos; luego se pasan años y más años pensando en ella y contándola. Yo creo que es así.

Además, no creo que sea necesario pensar en ello. El capitán James y yo hemos de efectuar una travesía de mil cuatrocientas millas, que nos está esperando. Estaremos juntos, por lo menos, tres o cuatro semanas. Descubriré entonces la verdad.

Y además me tiene completamente sin cuidado lo que sea o no sea el capitán. Soy yo quien importa. ¡No he de olvidarlo nunca!

Dennison se durmió bajo este pensamiento.

James lo despertó al alba. Se desayunaron, izaron las velas y enrollaron las drizas. Dennison recogió las gúmenas de proa y de popa, y salieron del puerto a velas desplegadas.

A bordo de los barcos ya había gente despierta. Levantaron los brazos en señal de saludo e hicieron zumbar las sirenas. James y Dennison respondieron al saludo. No tardaron en salir del puerto y pusieron proa hacia el norte, al soplo de los alisios. La primera etapa prevista era Sandy Hook.