7
Cuando el relato hubo terminado, los huéspedes se relajaron y movieron la cabeza con aire de admiración. El capitán James encendió otro cigarro.
—Hay que reconocer que tuvo usted valor —observó Alex.
—¿Valor? —replicó James con naturalidad—. La verdad es que nunca lo pensé. Quizá soy demasiado estúpido.
—¿En qué pensaba? —terció el sueco—. ¿Cómo logró preparar su plan?
El capitán James se rascó la calva cabeza, un poco perplejo.
—Lo cierto es que no lo preparé.
—Entonces, ¿cómo se decidió a atacar a esos chinos?
—No tenía más remedio —repuso James—. No hay elección posible cuando se llega a una situación tan comprometida. Hay que enfrentarse con los acontecimientos, y se gana o se pierde. Se afronta lo inevitable y se trata de salir lo mejor que se pueda.
—Aunque uno se haga matar —dijo Finnerty.
—Precisamente —corroboró James—. Y si uno se hace matar, ¿qué más da? Sin duda el mundo lo pasará mejor sin uno. Pero mientras queda vida se afronta lo inevitable y se hace lo que hay que hacer.
—Pero —preguntó el sueco—, ¿y si no se sabe lo que hay que hacer?
—Yo siempre lo sé —replicó James sonriendo.
—¿De veras? Entonces usted es un hombre extraordinario. En muchos de nosotros hay siempre el gusanillo de la duda…
—Usted habla como un predicador —dijo James.
—No soy un predicador —repuso el sueco, y su macizo rostro se volvió rígido—. Me intereso sólo por los problemas morales y éticos de los derechos del hombre…
—No entiendo nada de eso —confesó James—. Son cosas que están bien para los predicadores y los profesores universitarios. Yo soy un hombre vulgar, más bien estúpido, según creo, y me basta estar seguro de que una cosa es justa.
—¡Es suficiente para todos! —exclamó Dennison.
Finnerty y los australianos aprobaron. El sueco parecía turbado. Dennison se preguntó si estaría pensando en el hombre que cayó al agua en el Skagerrak, y si por millonésima vez consideraba lo que había hecho para intentar salvarlo. ¿Fue suficiente?
—Pero ¿cómo saber lo que es justo? —preguntó el sueco.
El capitán James sacudió la cabeza.
—No sabría responder. Decido y actúo, y esto es todo. Si uno cree en sí mismo, ¿cómo es posible que haga algo equivocado? Lo más que puede ocurrirle a uno es morir, y eso no es un deshonor. No lo es morir como es debido, resistiendo sin retroceder.
Los presentes asintieron con gravedad, como jueces que han llegado a la unanimidad con un veredicto favorable. El sueco sacudió lentamente la cabeza: no había encontrado una solución en la certeza de James.
—Pero a fuer de sinceros —dijo este último, un poco embarazado—, toda esta palabrería sobre lo que es justo y lo que no lo es, me resulta un poco difícil. ¿Quién puede saberlo? ¿Y a quién le importa? Discútanlo ustedes.
Y se dirigió a Dennison.
—Cuando subas a bordo échale una ojeada al ancla, ¿eh? Buenas noches a todos.
El capitán James se levantó y salió del bar.
Hubo unos instantes de silencio, mientras se llenaban de nuevo los vasos. Luego Finnerty preguntó:
—¿No les dije que era un tipo extraordinario? Y lo que contó es una de sus aventuras menos emocionantes.
—¿De veras? —preguntó el sueco.
—Se lo aseguro a ustedes —contestó Finnerty—. Tienen que oírlo cuando le da por contar cosas. Pregúntenle, cuando tengan ocasión, sobre aquella mina de oro que buscaba en el país de los jíbaros. O cuando transportaba marfil en el Tanganika o el Congo, o sobre el asunto de los zafiros en Ceilán. Hagan que se lo cuenten; hombres como el capitán James hay pocos. Ha metido la nariz en casi todos los rincones del mundo, y allí donde va, siempre sucede algo. Si ocurre algún desastre, el viejo capitán James lo huele, y se mete en el fregado. Y siempre sale bien.
—Sí, realmente se requiere valor —observó Tom.
—En efecto —añadió el sueco frunciendo el ceño—. Pero… Capitán Finnerty, sé que James es su amigo. ¿Puedo decir lo que pienso?
—Naturalmente —repuso Finnerty.
—Gracias —y el sueco exhaló un profundo suspiro. Luego dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras—: Admiro, como ustedes, el valor del capitán, su seguridad y su decisión. Son cualidades admirables. Envidiables incluso. Pero me parece que, al adquirir estas cualidades, el capitán ha adquirido también cierta insensibilidad, cierta ceguera con respecto a los derechos y sentimientos de los demás.
—Exacto —repuso Finnerty.
—¿Está de acuerdo? —el sueco parecía ahora más seguro de sí, y añadió con voz nerviosa y decidida—: Entonces puedo decirle que es el tipo de aventurero que no me gusta.
—¿Está usted seguro de que sabe lo que está diciendo? —preguntó Finnerty.
—Segurísimo. He conocido a otros como él —repuso el sueco—. También estuve yo en muchos rincones del mundo, y he conocido aventureros tan valientes como su capitán James: esos blancos que obligan a los indígenas a inclinarse ante ellos, que viven como pachás y dedican su vida a cultivar la desigualdad entre el prójimo. Yo los llamo fascistas de los trópicos.
—¡Vaya, hombre! —exclamó Alex con tono suave.
—No hay por qué subirse a la parra de ese modo —añadió Tom.
—Pues así es —replicó el sueco, dirigiéndose a Dennison y al escritor para pedir su aprobación—. Esos aventureros tan valientes eligen con mucho cuidado los lugares adonde van. Necesitan verse ante un mar de caras serviles, amarillas, negras o pardas, para sentir la propia fuerza, su propia excepcionalidad, para aprovecharse de su piel blanca y de sus armas superiores. ¿Qué sería de estos sujetos si intentaran hacerse los poderosos en Londres o Nueva York?
—Serían banqueros —repuso Finnerty.
—Muy divertido —repuso acremente el sueco, cuando la risa general hubo cesado—. Es muy inexacto. Sí, muy inexacto.
Se pasó una mano por entre los claros y escasos cabellos, tratando de reanudar el hilo de la conversación.
—El hecho es —dijo— que en nuestros días nadie debe ser considerado ciudadano de segunda clase. ¡Nadie! Esos chinos a quienes el capitán asesinó sirviéndose de sus armas superiores, todos tenían el derecho de ver lo que contenían aquellos saquitos.
—Cierto —repuso Finnerty—. Y el capitán tenía también el derecho de no enseñárselo. Siempre están en conflicto los derechos individuales. El único modo de conquistar los propios derechos, por lo menos de esta manera, es luchar para asegurárselos, exactamente como hizo el capitán James. Y como James es el hombre que es, ganó.
—Con un poco de prudencia —observó el sueco con tristeza— se hubiese evitado ese derramamiento de sangre.
—Los culís eran quienes tenían que mostrarse prudentes —replicó Finnerty—. Los más débiles son quienes tienen que pensarlo. Hubiesen debido pensar en la clase de hombre con quien se enfrentaban, antes de actuar contra él. El capitán James no hizo nada más que lo que creyó justo.
—No fue justo —dijo el sueco.
—El mundo es duro —aclaró Finnerty—. El mundo no es justo. No lo ha sido nunca. Alguien ha de caer si quieres llegar arriba; si no, acabas aplastado. Y cuando estás arriba, todo lo que hiciste fue justo. El capitán James está arriba, y yo afirmo, diantre, que le espera todavía un poder más grande. Se necesitará otro hombre excepcional para echarlo abajo.
—La fuerza crea el derecho, ¿no es eso? —preguntó el sueco.
—¡Naturalmente! Se habla mucho de los derechos del hombre y de la justicia y cosas por el estilo, pero todos sabemos lo que en realidad importa: la fuerza, la astucia, el poder. ¿No lo sabe?
El sueco sacudió melancólicamente la cabeza.
—Ahora la fuerza hace la ley, pero es necesario cambiar la ley. Es posible que la fuerza dé la impresión de equivaler a derecho, pero no es verdad.
—No diga tonterías —replicó Finnerty—. Usted sabe muy bien que la fuerza crea el derecho, aunque nada tenga que ver una cosa con otra.
—Usted predica una especie de fascismo —repuso el sueco—. Pero no comprendo por qué lo predica. Usted no hace daño a nadie, capitán Finnerty. Trabaja usted en estas islas, y todos, blancos y negros, hablan bien de usted. Es honesto, no engaña a nadie, trata a todos con justicia y sin discriminación, y no hace daño a nadie. Entonces, ¿por qué predica esta lucha por el poder?
—Porque es la verdad —repuso Finnerty—. Personalmente he renunciado a luchar. Hace mucho tiempo me di cuenta de que nunca conseguiría llegar arriba. Había demasiados hombres más fuertes que yo que me pisoteaban, y por eso renuncié. Compré un schooner y vine a comerciar en este rincón un poco perdido. No lucho contra nadie, soy de otra madera, vivo en un rincón donde no sucede nada. Pero no soy tan estúpido como para creer que estas islas representen todo el universo. Tengo los ojos abiertos, leo los periódicos, y he corrido mundo. Y en todo el resto del mundo la lucha continúa. Es la ley de la vida. O te encaramas, o te pisotean. La única ley de la vida es la supervivencia. Y James es el mejor ejemplo de supervivencia que he visto jamás.
—No discutiré con usted —dijo el sueco—. Usted no tienen el valor de generalizar la realidad de su existencia.
—Y usted no tiene el valor de ver las cosas como son en realidad.
—Calma, amigos —intervino Alex—. No es cuestión de discutir. En una cosa por lo menos estamos de acuerdo. El capitán James es un hombre extraordinario, aprobemos o no sus actos.
—Eso —dijo el escritor haciendo un guiño a Dennison.
—Sí, en esto podemos estar de acuerdo —repuso el sueco con tono lúgubre.
—Entonces bebamos otro trago —propuso Tom—. Y cambiemos de tema: hablemos de cosas más alegres. Del precio de la lana, por ejemplo.
—¡Dios mío! —exclamó Alex.
Y todos se echaron a reír.