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—Forma parte de las Indias orientales holandesas, que ahora se llaman República de Indonesia. Los holandeses eran buena gente; daba gusto trabajar con ellos. Yo también tengo un poco de sangre holandesa en las venas. Dirigía una plantación de caucho en la jungla, a orillas de un riachuelo fangoso que iba a desembocar en el mar de las Flores. Yo era el único blanco en un radio de acción de cien millas. Tenía un ayudante, mitad holandés, mitad javanés. Era un hombre excelente, mientras las cosas funcionaban bien. Tenía, además, algunos vigilantes javaneses que me ayudaban a mantener el orden, y doscientos culís que hacían todo el trabajo.

»Aquel año los precios del caucho eran buenos. Yo era joven y enérgico, y hacía trabajar a los culís para obtener buena cosecha. Había que lucirse. Los jóvenes están hechos así.

»Bueno, hubiese querido no haber tenido que entendérmelas nunca con aquellos hombres. Eran cantoneses y hacía mucho tiempo que no veían una mujer. Los javaneses eran tipos tranquilos y no resultaba difícil tratar con ellos. Pero los chinos, sobre todo los culís de la zona de Cantón, tienen la manía de la política y los sindicatos. Es más, estoy seguro de que eran comunistas hechos y derechos. Tenía que despepitarme para obtener aquella cosecha.

»Sabían que yo era nuevo en aquel trabajo; el último blanco que había estado allí había muerto de malaria. Por eso creyeron que me podían. Pidieron salarios más elevados. Los mandé al diablo; se les pagaba como a los demás culís del archipiélago. Refunfuñaron un poco, pero no insistieron.

»Todo hubiera ido mejor si hubiese llegado de Batavia la chalupa con los salarios. Pero no llegó. Luego supe que había sido atacada y capturada por los dyak. En aquellos tiempos los dyak hacían aún correrías por los mares de Sulu y de Flores, y eran una condenada pejiguera. Años después Druiksheer y sus hombres incendiaron las aldeas y los prau en toda la costa de Borneo. Yo también tomé parte en esa operación, y puedo garantizaros que fue muy bien.

»Pero en aquellos tiempos los dyak eran aún activísimos y me habían capturado la chalupa que llevaba las pagas de los culís.

»Así, cuando llegó el momento, no pude pagarles. Les ofrecí unos vales, pero no se contentaban con trozos de papel. Sólo creían en el dinero, algo sólido donde hincar el diente. Dije que el dinero llegaría, pero no me creyeron. Comenzó a correr la voz de que nunca recibirían la paga y se embravecieron.

»Siempre me he creído un hombre razonable con quien no es difícil llegar a un acuerdo. Pero no me gusta que me chinchen. Cuando los culís empezaron a chincharme, les dije que si no cambiaban de actitud no recibirían el dinero. Y la chalupa que no llegaba.

»En cierto modo, su resentimiento era ridículo, porque allí, en la jungla, no había nada que pudieran comprar. Lo único que podían hacer era guardar el dinero en sus cajas, o jugárselo, como era lo más probable, al fan-tam. Pero querían aquel dinero precisamente el día de la paga, como si fuesen obreros de una fábrica.

»Bueno, la situación se puso fea. Agredieron a uno de mis vigilantes. Como represalia, reduje a la mitad, durante tres días, las raciones de arroz, y aumenté en una hora el horario de trabajo. Si dejas que los culís se te suban a las narices, estás perdido. Esto lo sabía incluso entonces, aunque fuera muy joven.

»Mi pobre ayudante estaba asustado. Me suplicó que les hablara o enviase un barco a Batavia. Yo no quise. "La chalupa llegará —le dije—. A bordo está también mi paga y la tuya. Esa gente tendrá su dinero y lo sabe perfectamente. Sólo buscan un pretexto para hacernos la pascua."

»Los culís empezaron a hacerse los remolones en el trabajo. Entonces mandé llamar al jefe del grupo y le dije que exigía el acostumbrado rendimiento diario. Me respondieron que no podían hacer nada. Y repliqué que los consideraría responsables.

»Al día siguiente la cosecha no llegó a la mitad de la producción establecida, y aquellos bastardos amarillos estaban allí burlándose, y esperando ver lo que hacía. Y yo hice que lo vieran. Dije a mi ayudante que me protegiera con la pistola y comencé a emprenderla a puñetazos con los jefes de grupo. Los golpeé hasta hacerles sangrar, y anuncié que el día siguiente haría lo mismo, si no se lograba la producción fijada. Eran engranajes humanos, insignificantes trozos de piel y huesos, y ni siquiera fue una satisfacción emprenderla a guantazos con ellos.

»Aquella noche me enviaron a un representante para pedir aumento de la ración de arroz. Respondí que antes quería verlos trabajar en serio. Cuando el mensajero me replicó, le di un puñetazo en los hocicos.

»Mi ayudante tenía un miedo mortal. Decía que era peligroso pasar entre los culís cuando ya era de noche. Le repuse que habíamos de mostrarnos enérgicos y decididos, porque representábamos la autoridad. Pero si uno no tiene redaños no hay nada que hacer.

»Siempre íbamos armados con pistolas y teníamos las carabinas a punto. Algo había en el aire. Por lo general no soy demasiado sensible a estas cosas, pero en aquel campamento en medio de la jungla, con doscientos culís que quieren reducirte la piel a tiras, uno no puede equivocarse. Les hice trabajar más duramente que nunca. A mi entender, cuando los hombres están cansados no tienen ánimos para organizar una revuelta. Además, todavía contaba con que llegara la chalupa.

»En cambio, ocurrió una cosa muy estúpida. Estaba guardando unos papeles en la caja fuerte, cuando entró uno de los culís. Vio la caja fuerte y se dio cuenta de que dentro había unos saquitos. Casi se le salieron los ojos de las órbitas a aquel bastardo amarillo. Creía que en los saquitos había dinero.

»Naturalmente, no era así. Había sólo muestras de minerales y tierras que había de enviar a Batavia, de acuerdo con las instrucciones recibidas, para que las analizaran. Pero intentad decir a un culi que un saquito de tela lleno no contiene táleros de María Teresa.

»—¿Nuestro dinero? —preguntó.

»—No ha llegado aún —repuse.

»—Esos saquitos…

»—Escucha, idiota —repliqué—, ¿acaso has visto llegar alguna chalupa?

»—No. Pero…

»—Entonces, ¿cómo diablos podría haber llegado vuestro dinero? Cuando llegue la chalupa, llegará el dinero. Y ahora, ¡fuera de aquí!

»—¿Qué hay en esos saquitos? —preguntó aquel imbécil.

»Tuve la tentación de abrir uno y metérselo por las narices, para que viese, en realidad, lo que allí había y él creía dinero. Pero no lo hice. Era necesario mantener la disciplina. Si se lo hubiese enseñado, todos los culís de la plantación habrían querido ver con sus propios ojos. Y si lo hubiese permitido no hubiera podido controlarlos.

»—¡Fuera! —grité, y le di un puntapié en el trasero.

»No tengo por qué negarlo. Más tarde o más temprano los blancos pillan la malaria en la jungla. Y la fiebre hacía inconstante mi humor, aunque he de admitir que nunca he sido muy maleable, ni siquiera en los mejores momentos.

»La chalupa del dinero no llegaba. Tres noches después comenzó la revuelta. Una manada de culís asaltó la oficina. Yo había salido: sólo estaban allí mi ayudante y un par de vigilantes javaneses.

Aquellos idiotas hubiesen podido resistir durante un tiempo indefinido con sus carabinas: el edificio hubiera aguantado como un fortín. Pero perdieron la cabeza y trataron de escabullirse por la salida de atrás.

»Los culís los hicieron pedazos a golpes de machete. Luego trataron de abrir la caja, pero no pudieron. Deberían tener un miedo espantoso, pero sin duda pensaron que ya estaban metidos en el baile y que lo mismo daba meterse de cabeza hasta el fondo; luego le cargarían la culpa a los dyak. Y así, fueron luego a buscarme.

»Yo estaba en el río, con dos vigilantes, tratando de ver si llegaba la maldita chalupa. La horda de culís comenzó a avanzar hacia nosotros desde el otro lado de una pequeña colina. Todos estaban armados de machetes, y había algunos con carabinas y pistolas. Un espectáculo, os lo aseguro.

»Mis dos vigilantes querían que bajásemos por el río en nuestra canoa, pero no quise saber nada. No estaba dispuesto a que aquellos malditos culís destrozaran el campamento. Estábamos armados con carabinas y teníamos un par de cartucheras llenas de balas. Además, había escondido otras municiones en un sendero en la jungla, a media milla de donde estábamos. Un sendero muy estrecho. Un lugar verdaderamente ideal para resistir. Dije a los vigilantes que recibiríamos un premio especial de Batavia si conseguíamos dominar la revuelta. No les entusiasmaron mucho mis palabras, pero no me dejaron en la estacada.

»Nos alejamos del río y nos adentramos en la jungla, seguidos de doscientos culís que aullaban, gritaban y disparaban sobre nosotros. Por suerte, no valen nada como tiradores.

»Los llevamos pegados a los talones hasta que llegamos al lugar donde tenía ocultas las municiones. Dejé allí a los vigilantes y me lancé por en medio de los matorrales. Quería atacar a los culís por el flanco. Los vigilantes aguardaron hasta que yo abrí el fuego. Luego comenzó la orquesta.

»Tres hombres contra doscientos culís. Bueno, fue en cierto modo como el tiro de pichón. Al principio ni siquiera comprendieron desde dónde estábamos disparando. No era necesario que eligiese mis blancos; bastaba que disparase por las buenas sobre ellos. Cuando aquellos fanáticos diablos amarillos me descubrieron, se precipitaron sobre mí. No creí que tuvieran el valor de hacerlo y, sin embargo, lo hicieron. No sé los tiros que disparé, y al final mi rifle estaba tan caliente que no podía sostenerlo en la mano. Pero las bombas de mano fueron realmente decisivas.

»Habéis de saber que tenía tres o cuatro bombas de mano. Las había conservado en espera de que la cosa se pusiera muy fea. Cuando advertí que el rifle quemaba y las municiones comenzaban a escasear, dejé de disparar. Los culís se agruparon y se lanzaron sobre mí. Lancé dos bombas de mano en medio de los asaltantes. Dos viejas bombas de mano de la primera guerra mundial, de esas que tienen el mango de madera. Me sirvieron de mucho.

»Fue una matanza. Trozos de culís y de plantas quedaron esparcidos por todas partes, bajo la luna. Los reduje a pedazos. Por prudencia lancé la tercera bomba y fue suficiente.

»Luego fui a inspeccionar el terreno: uno de mis vigilantes estaba ya muerto, y el otro herido muy grave, pero curó.

»Pedí otros trabajadores. Esta vez javaneses. Los chinos se exaltan con demasiada facilidad.