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El sol de la mañana despertó a Dennison. Advirtió que tenía un ligero dolor de cabeza. Pero carecía de importancia, si pensaba en todo lo que había bebido aquella noche.

Se fue al Yatch Club y vio que el queche de James, el Canopus, había efectuado el periplo de la isla y estaba de nuevo anclado cerca del muelle de la Guardia Costera. Dennison casi esperó que no estuviese allí. Ahora no tenía más remedio que afrontar la entrevista.

El escritor estaba sentado en su barco y bebía Seven-Up para despejar los restos de la borrachera. Prestó a Dennison una navaja de afeitar y jabón, y lo dejó subir a bordo para adecentarse.

Dennison se afeitó cuidadosamente el rostro híspido, se lavó las manos y se peinó hacia atrás el cabello. Tenía las ropas hechas jirones: los pantalones, deformados, habían sido remendados, se destrozaron de nuevo y se remendaron otra vez, y la camisa era un pingajo. Pero no podía hacer nada. Miró con rencor su propia cara en el defectuoso espejo de acero, que parecía ridiculamente alargada, un óvalo torcido e incierto que terminaba en dos extremos redondeados. Sus ojos eran lo único bien definido que aparecía en el espejo. Límpidos y francos, absorbían el azul fúlgido del agua iluminada por el sol. Sin embargo, el espejo de acero deformaba también aquellos ojos que parecían alejarse en la superficie metálica, alargándose y reduciéndose, aumentando de tamaño y empequeñeciéndose.

—¿Por qué diablos no te buscas un espejo decente? —gritó.

—Me gusta ese —respondió como un eco el escritor.

Dennison acabó de arreglarse, se miró atentamente y decidió que, consideradas las circunstancias, tenía un aspecto presentable. Si James no lo aceptaba, podía irse al infierno. Tenía otras posibilidades.

Consiguió que el escritor le prestara el dinghy y remó hasta el Canopus. A popa estaban amarrados otros dinghy, y en cubierta, bajo un toldo, vio sentados a varios hombres.

—¿Otro candidato?

—Sí, señor.

—Soy James. Amarra la barca y sube a bordo.

Y allí, ante Dennison, estaba el famoso James que había doblado el cabo de Hornos con el tres palos Star of the Ocean, conocido en África e Indonesia y en las costas meridionales de China y en Sudamérica y en las islas de Melanesia en el Pacífico. Aquel era James, el gran aventurero que había combatido en todas las guerras de los últimos treinta años, que había buscado oro en Nueva Guinea, mandado un schooner de carga en las Nuevas Hébridas y que había trabajado en el Senegal con los mercaderes de esclavos. Aquel era el James que no se resguardaba nunca, que no retrocedía jamás, que no se preocupaba de nada y menos aún de sí mismo: el hombre que podía definir a un aventurero con la misma seguridad con que podía definir piedra una piedra y patata una patata. James era todo eso, y a Dennison le impresionó mucho.

—Encantado de conocerle, señor —dijo.

El capitán James le respondió con un movimiento de cabeza. Era un hombre de más de cincuenta años, que medía más de metro ochenta, grueso y vigoroso. Llevaba un jersey, un par de pantalones caqui y unas alpargatas, y en la cabeza una vieja gorra de capitán, echada hacia atrás. Su grueso vientre se desbordaba por encima de un cinturón de tela. Tenía la cara ancha y quemada por el sol; los labios, gruesos; la nariz, grande, y la frente, ancha y baja. Su cabeza era calva y rosada. Dennison se acordó de Herrera y de muchos sargentos a quienes había conocido en el ejército.

Los otros dos hombres sentados en cubierta eran también dos candidatos. Uno era negro, de piel clara, y vestía un bonito traje blanco. El otro era Billy Biddler, uno de los empedernidos borrachos de St. Thomas.

—Vea, capitán —estaba diciendo el negro—, tengo una bolsa de estudios para la Columbia University de Nueva York. Sería muy importante para mí que pudiera irme en su barco, porque no tengo dinero para pagarme el viaje en avión. Haré todo lo que pueda para que usted esté contento de mí.

—¿Has trabajado alguna vez en un barco?

—Trabajé en el pesquero de mi padre.

—Ya —James se volvió a Dennison—. ¿Cómo te llamas?

Dennison se lo dijo.

—Estás un poco borracho, ¿eh? —preguntó James.

—Más bien un poco —repuso Dennison, riendo.

—¿Estás alcoholizado?

—No. Pero me gusta algo de juerga de vez en cuando.

—También a mí —replicó James con aire crítico—. Pero creo que a este amigo le gusta la juerga todas las noches.

Billy Biddler levantó la cabeza y parpadeó, cuando se dio cuenta de que estaban hablando de él. Su cara sin afeitar tenía incrustaciones de suciedad y sus ojos estaban inyectados en sangre. Con las manos se apretaba las rodillas, pero se veía que temblaban ligeramente.

—Soy un bebedor —admitió Biddler—. ¿Y qué? Puedo gobernar un barco como cualquiera. El mío será un buen trabajo, capitán. Necesito una buena ocasión, eso es todo.

—A bordo de mi barco no hay licores —dijo James.

—Si no los hay, me pasaré sin ellos.

—Y tal vez te dé el delirium tremens —murmuró pensativo James.

—¿A mí? No. Soy de hierro. Un par de semanas en la mar y perderé el hábito de beber. Estoy seguro —y añadió con esperanza—: Este viaje hará de mí un hombre nuevo.

—No lo dudo —repuso James con voz indolente y fatigosa—. Pero yo no dirijo una filial de la Liga Antialcohólica.

—Capitán —terció el negro—, también he trabajado a bordo del barco de mi tío y, además…

—Un momento —interrumpió James—. No me gusta que se me interrumpa —y se dirigió a Dennison—. ¿Trabajaste alguna vez en un barco de vela?

—En muchos —contestó Dennison—. Bahamas, Intracoastal, Waterway, Mar Caribe, Pacífico meridional.

El capitán James miró a Dennison largo rato, atentamente. Parecía interesado. Luego se dirigió a los otros candidatos:

—Muy bien, muchachos. Gracias por haber venido hasta aquí.

A los dos les costó un instante comprender que los estaba despidiendo. Y los dos intentaron hablar al mismo tiempo. James levantó una mano para imponer silencio.

—Os lo he dicho amablemente —dijo—. Ahora os lo diré claro. Para empezar, preferiría irme solo a Nueva York antes que llevar a mis espaldas a un borracho. —Sonrió a Biddler—. Creo que todavía puedes tirar un par de años si te quedas en tierra, pero no llegarías vivo a Nueva York. Por eso no me serías muy útil. En cuanto a ti… —y se volvió al negro—. Me pareces un buen tipo, hijo, y eres educado y simpático. Muy bien, esto me gusta. Hay muchos negros que son buenos marineros, y, por lo general, estoy contento de tenerlos a bordo. Pero no quiero un negro como único compañero en un par de semanas de navegación. No tengo nada contra los negros, pero todavía no he encontrado a uno con quien haya podido lo que se dice hablar de veras. Vosotros los negros siempre pensáis en una sola cosa, en el color de vuestra piel. Por eso la conversación se hace aburrida para quien no es negro. Seré franco contigo, hijo mío. Me pareces un excelente chico, pero no te tomaré. Gracias otra vez por haber venido hasta aquí.

Billy Biddler y el negro volvieron a su dinghy. El capitán James se dirigió a Dennison. Tenía en la cara una expresión de blando interés, como si estuviese tratando de descifrar un tebeo.

—Bueno —dijo—. Me dijiste que habías navegado por el Pacífico meridional.

Dennison asintió.

—Estuve en las Tuamoto.

—¿Pescando perlas?

—Lo intenté. Pero era difícil. Se corre el riesgo de mandar al diablo el aparejo.

—Cierto —dijo James—. Sí, es verdad.

Su sonrisa era amistosa. Dennison sintió simpatía por él.

—Bueno, a bordo no me iría mal un hombre —confesó James—. Sobre todo si ha viajado mucho. Imagino que tú has navegado bastante.

—Un poco —repuso Dennison con cautela—. No como usted.

—¡Diantre! —exclamó James—. Nadie lleva la cuenta de estas cosas. Diríase que has tenido una vida muy movida.

—Bueno, he corrido un poco de mundo.

—Y tienes que haberte visto también en momentos dificilillos —insinuó James.

—En aquellos tiempos todos me parecían de verdad difíciles —respondió Dennison modestamente.

—Me gusta el hombre que ha vivido alguna vez el peligro —dijo James—. Forja el carácter. Creo que pescar perlas en las Tuamoto sirve para forjar el carácter.

—No estuve mucho tiempo —repuso Dennison—. Ya sabe lo que pasa…

—Sí, sé lo que pasa —replicó James—. Ciertas cosas no rinden. Como mi amigo Forester Johns. Ha escrito un par de libros. Quizás hayas oído hablar de él.

—Creo que sí —respondió Dennison—. Es el que ha escrito…

—Forester Johns tiene un auténtico espíritu aventurero —dijo James—. Un tipo alto y robusto y dos ojos que parecen de hielo. Tal vez hayas visto su fotografía en uno de sus libros. Bueno, un buen día Forester se largó, y ¿sabes adónde fue a parar? A Arabia. La costa de Hadhramaut. A mi entender, fue una estupidez. No hay nada que hacer por allí, salvo hacerse matar. Pero el viejo Forester está hecho de esa madera. Si le dices que no se puede ir a un sitio, ese loco quiere ir a costa de lo que sea. No logró obtener el visado para Arabia y por eso se fue a Aden. Tenía la intención de cruzar clandestinamente la frontera a través del Yemen. Se le metió en la mollera vestirse de árabe o de camello o de algo por el estilo.

—¡Ahora recuerdo su libro! —exclamó Dennison—. Es Arenas del desierto, creo.

—En efecto —repuso James—. Es un buen libro. Lo he leído cinco veces. Es el libro más gracioso que he leído en mi vida.

—¿Gracioso? ¿Dice mentiras?

—Que me aspen si lo sé —contestó James—. Nunca estuve en Arabia. Sólo sé esto: el viejo Forester pasó seis semanas en Aden, recorriendo todos los bares. Sin duda recogió una buena cantidad de noticias interesantes. Luego se marchó a su casa y escribió el libro. ¿Qué te parece?

—Bueno, puedo comprender a un hombre que…

—Bien, ¿quieres una cerveza?

—Capitán, yo…

—Tomaré una cerveza —dijo James—. ¿Quieres tú también? Eres un buen tipo.

El capitán James bajó por la escalerilla y regresó con dos latas de cerveza, Las abrió y ofreció una a Dennison.

—Anda, bebe —invitó—. Te he contado esta historia porque pensaba que un hombre que ha pescado perlas en las Tuamoto se habría divertido a costa de un impostor como mi viejo amigo Forester. Es una historia graciosa, ¿no?

—Claro —repuso Dennison—. ¿Se lo ha dicho a Forester?

—No, ¡qué caray! —contestó James—. Hubiese intentado contarme lo que le había ido mal. Además, escribe libros muy buenos. ¿Leíste aquel de los seis meses que pasó entre los dancalis en la Etiopía meridional?

—Creo que no. ¿Estuvo de veras allí?

—No lo sé —respondió James—. Yo no sé nada de Etiopía. Pero el viejo Forester decía que había estado. Decía que la aventura de Etiopía era auténtica.

—¿Y usted lo cree?

—Como te he dicho, no lo sé. Y me tiene sin cuidado. No le importa a nadie, excepto al buen viejo Forester Johns. Creo que para él sí es importante.

—Yo también lo creo —comentó Dennison.

—Naturalmente —James terminó la cerveza y arrojó al mar la lata—. Pero tal vez no sea así. Quizá no sepa ya dónde estuvo y dónde no estuvo. ¿Terminaste la cerveza?

Dennison bebió lentamente el resto de la cerveza. Se sentía confuso e irritado. ¿Qué había oído decir James? Repugnante y ambiguo hijo de puta. Cáspita, probablemente Forester Johns quería decir la verdad. Pero siempre se ponen por medio muchas dificultades, hasta para el hombre más honesto y animoso del mundo. Incluso las historias más auténticas se traslumbran, y a menudo no se da uno cuenta de que ha sucedido algo hasta que ya todo se acabó. Por eso un hombre que trataba de recordar la sensación exacta de lo que había hecho, tenía que saber cómo había reaccionado en esos momentos, y qué habían demostrado sus reacciones. Había de buscar las respuestas en el defectuoso espejo del recuerdo, y había de expresarlas a través de la traidora pantalla de las palabras. Y era una empresa desesperada. La memoria no es nunca constante, las palabras expresan sólo vagamente lo que ha sucedido en la realidad.

Sin embargo, era mejor que nada. El recuerdo es todo lo que el hombre posee durante el lento discurrir de los años entre los raros instantes de la aventura. En el recuerdo vive también una aproximación de la aventura, fúlgida y definitiva, y hace digna de vivirse la opaca estupidez de la vida.

¿Y si también Forester Johns mentía un poco? ¿Por qué no había de hacerlo? Si hasta la historia más verdadera resulta sospechosa, no tenía por qué avergonzarse de las falsas: reflejaban las esperanzas, los miedos y los deseos de un hombre, demostraban que estaba tratando de forjarse una fisonomía definitiva.

Lo que Dennison temía era la zona de sombra entre la verdad dudosa y la mentira honesta, la zona en la que un hombre podía perderse por completo. Tenía miedo del momento en que la verdad y la mentira se mezclaban por entero y un hombre no sabía ya qué estaba diciendo de sí mismo, ni qué estaba haciendo. Varias veces había visto que esto era lo que sucedía. Podía ser efecto del alcohol o de las drogas, o sencillamente del cansancio de vivir. Cuando fantasía y realidad ya no se distinguen, es mejor cortarse el cuello, antes de que lo haga otro.

Este es el peligro mayor de la vida aventurera, más mortal que un huracán y un naufragio, o un escollo azotado por la espuma. Pero Dennison se sentía orgulloso de su capacidad para navegar bordeando los escollos.

—¡Bueno, qué diablos! —exclamó James después de una larga reflexión—. Pensándolo bien, qué importa. Un hombre actúa de acuerdo con su carácter. Es muy sencillo. Si entiendes de barcos y de inmersiones, es posible que luego te necesite. No hay nada seguro todavía, pero mi intención es ocuparme de la recuperación de pecios.

—Me gustaría mucho, capitán —dijo Dennison.

—De acuerdo —repuso el capitán James—. Por lo menos estarás conmigo hasta Nueva York. Zarpamos pasado mañana, y hay mucho que hacer antes de la partida. Nos encontraremos esta noche, hacia las nueve, en el Yatch Club. Te invitaré a beber algo.

En el Yatch Club había un gran salón revestido con tablas, y un bar moderno todo de plástico. Cuando llegó Dennison, poco después de las nueve, el capitán estaba sentado a una de las mesas más grandes, hacia el fondo, Con él estaban los dos australianos, el inglés y su mujer, el sueco, el escritor y el capitán Finnery.

—Siéntate, Dennison —dijo James—. Ya conoces a estos chicos, ¿verdad?

Dennison asintió, tomó una silla y pidió lo que estaban bebiendo los demás: un Tom Collins.

—De manera que tienes la intención de armar un alboroto en este hemisferio, ¿eh, Jimmy? —estaba diciendo Finnerty.

—¡Psé! —repuso James—. Oriente aburre en seguida.

El inglés y la mujer aprobaron con enérgicos movimientos de cabeza. Finnerty rio y se dirigió a los australianos.

—Creéis haber vivido aventuras, ¿eh? El viejo capitán es uno de los más grandes aventureros de todos los tiempos. Capitán, ¿por qué no escribes un libro sobre tus experiencias? Mejor dicho, ¿por qué no escribes media docena de libros?

El capitán James sonrió y sacudió la cabeza.

—Cuéntales la historia de los culís —dijo Finnerty—. Lo que te ocurrió en las Indias orientales.

—Estos chicos no tienen por qué escuchar la palabrería de un viejo —repuso James.

Pero se sentía halagado, y a los australianos no les costó ningún trabajo convencerlo. James se apoyó en el respaldo de la silla, encendió un cigarro y pidió de beber para todos. Luego aguardó a que el silencio fuera absoluto.

—La historia de los culís, a mi entender, no fue nada de particular. Eran cosas que solían suceder en aquella época. Hace mucho tiempo, es verdad: han pasado veinticinco años. Yo era poco más que un crío. Estaba entonces en Kuala Riba…