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… vi a aquel coloso de Herrera que se dirigía hacia mí con una sonrisa en aquella carota de borracho y comprendí que la cosa pintaba mal, muy mal. Él tenía una mano metida en el bolsillo de atrás. Allí llevaba el cuchillo. Tenía ganas de pelearse y me había elegido a mí aquella vez.
Era inevitable una pelea entre el sargento Herrera, cocinero y bravucón de la compañía, expertísimo en el manejo del cuchillo, y yo. Desde que me había trasladado de la compañía del Cuartel General en Seúl a la compañía Fox, en el paralelo treinta y ocho, él no había dejado de estudiarme, sin comprenderme, tratando de saber si era carne o pescado.
Nada tenía que ver que hubiese estudiado en la universidad. Todos los demás hombres de la compañía, ya era mucho que hubiesen frecuentado a sus superiores. Yo llevaba encima el estigma de la instrucción, estaba marcado irremediablemente por mi manera de hablar y pensar, que me hacía distinto de los demás.
A los hombres de la compañía F no les gustaban ciertas diferencias. El conformismo no era sólo un ideal: era la ley de la existencia, aplicada por unos tipos sádicos como Herrera. Aniquilaban a los que eran distintos: como Elgin, que leía siempre la Biblia, y Moran, aquel pobre idiota vestido de uniforme, y Tompkins, el enfermo de nostalgia que se había enamorado de una prostituta coreana.
Y que Dios me ayudase, porque yo era distinto.
No era un rebelde: trataba de adaptarme. Hablaba como ellos, me comportaba como ellos, usaba el mismo lenguaje cuartelero, contaba los mismos chistes groseros. Pero mi conformismo era transparente, y debí dejar que se transparentase cierto desprecio. Y por último Herrera decidió que yo era distinto.
Por eso había llegado el momento de sentarme las costuras.
Me llevé la mano al costado para asegurarme que todavía llevaba mi puñal. Lo llevaba. Herrera se me acercó lentamente, su risa se hizo ahora más ancha.
—Levántate —dijo.
No me moví.
Tenéis que saber cómo fue en Corea aquel invierno de 1946. Hacía frío; casi siempre estábamos bajo cero, y nuestro equipo era absurdo. A algún idiota, en Washington, debió de metérsele en la mollera la idea de que Corea era un país tropical, y por eso no existían los sacos de piel, las guerreras forradas, los calcetines gruesos y los guantes. Creo que todo eso lo habían enviado a Birmania.
Nuestros barracones prefabricados eran tan fríos dentro como fuera. Sólo servían para protegernos del viento, que algunas veces era tan fuerte como para lanzar abajo a un hombre desde la colina en la que estábamos acampados. Los barracones nos protegían del viento, pero, en compensación, retenían toda la humedad. Bastaba que tocases con una mano o un pie desnudo la tela metálica de un catre para pillar sabañones. Dormíamos vestidos, con las botas bajo las sábanas, junto a nosotros, para que no se helasen. Y nos lavábamos muy raras veces.
No acabábamos nunca de buscar material combustible. Habíamos quemado los armaritos de madera, toda la leña que habíamos podido encontrar en las colinas circunstantes y todos los cajones que conseguíamos robar. No había quedado nada de combustible, excepto la gasolina destinada a los vehículos. Por eso robábamos la gasolina.
Encendíamos fuego en una de las estufas. Luego echábamos sobre el fuego una cantimplora de gasolina y cerrábamos la portezuela. La gasolina prendía y llameaba en las estufas y nos calentaba durante cinco o seis minutos. Después, vuelta a empezar.
Algunas veces uno de nosotros no conseguía cerrar a tiempo la portezuela, y entonces salía de ella una llamarada de hasta dos y tres metros y quemaba las sábanas y armarios de aquellos de nosotros que no lograban esquivarla. Fue así como ardió el barracón de la radio y los barracones tres y siete. Seis hombres de nuestra compañía tuvieron quemaduras tan graves que hubo que enviarlos al hospital de Seúl. Naturalmente, estaba prohibido poner gasolina en una estufa de petróleo. Pero nosotros lo hacíamos porque teníamos frío y no había nada más que quemar.
También escaseaban los víveres. Estábamos al final de la cadena de aprovisionamientos del ejército, que partía desde San Francisco. Nuestros abastecimientos habían de pasar por Yokohama, Yongdongpo, Seúl y Munsan. Había siempre robos y requisas, y cuando nuestros abastecimientos llegaban a Kaesong se habían reducido a bien poco.
Si hubiéramos tenido un buen comandante, las cosas habrían sido distintas. Pero nuestro comandante era un alcoholizado, un bebedor solitario que se encerraba en su barraca y soñaba en los tiempos gloriosos en que había llevado las insignias de coronel. Al final de la guerra lo degradaron de nuevo a la categoría de capitán. Bebía y dejaba a la compañía en manos de los suboficiales, que iban a la suya.
Aquel invierno éramos una manada de lobos famélicos y frioleros. Los rojos se hallaban al otro lado de la línea limítrofe; no estaban aún dispuestos para hacer la guerra. Nosotros no teníamos nada que hacer sobre aquella colina empinada y helada. No teníamos a nadie con quien combatir, excepto nosotros mismos. Y las riñas eran nuestro único pasatiempo, sustituían el cine, los libros, las chicas y los bailes.
Si uno no sabía batirse bien la cosa resultaba peligrosa, porque la compañía Fox era un espléndido ejemplo de supervivencia del más adaptado, despojada de todas las sofisticaciones modernas y reducida a términos simples, dignos de los hombres de Neanderthal. En alguna otra compañía podían ser útiles la inteligencia, la personalidad y la habilidad. Pero allí no. En la compañía Fox lo que servía eran los músculos y los hígados, la destreza en la lucha y el temperamento. Todo lo demás era peso superfluo.
Era una especie de muela gigantesca, y en lugar de abrasivos había hombres. Arriba estaban los peces gordos como Herrera, Smith y Ramsler. Si estos conseguían vencerte, entonces lo probaban también los sádicos de segundo orden, como Laugherty y Blaise. Si también estos lo lograban, se caía en manos de los gusanos furtivos, prudentes y malignos, como Thompson, Hasdale, Nekkert y Nye. Y así sucesivamente, a través de los engranajes cada vez más pequeños de la máquina.
La máquina molía inexorable, y su producto era el polvo. En el fondo, justamente en el fondo, estaban los desechos de la compañía, los bufones, los fantoches con quienes todo el mundo podía: eran los que lo pasaban peor: les robaban desde las sábanas a las prendas de vestir, se les enviaba entre las heladas colinas con órdenes absurdas, y eran tiranizados despiadadamente día y noche.
Cuando se llegaba al fondo y no le quedaba a uno el más mínimo respeto hacia sí mismo, había poco que elegir. Podías aliarte a los bravucones y olvidar que habías sido un hombre; podías saltarte la tapa de los sesos, como había hecho Elgin, aquel que leía la Biblia, o enloquecer, como el pequeño Moran. En esa situación ya nada tenía importancia.
No era posible escapar de aquel engranaje. Según el temperamento y la dureza de uno, o se convertía en abrasivo o se transformaba en polvo.
Y entonces llegó para mí aquel momento decisivo.
—¡Levántate! —replicó Herrera.
Reí burlonamente y volví a tumbarme en el catre.
—¡De pie, canalla! —gritó él.
Yo seguí riéndome, con el rostro contraído. No quería tener nada que ver con aquel engranaje que transformaba a los hombres en esmeril o en polvo. Pero no tenía elección, ni a los ojos de los demás ni a mis propios ojos: aunque Herrera era más pesado que yo, más corpulento que yo, tenía que batirme con él. Si me hubiese negado a pelear, mi existencia en la compañía Fox se hubiera convertido en una parábola descendente a través de los engranajes de aquella máquina infernal.
Por eso medité mi plan en una especie de locura fría y silenciosa. Con la astucia del loco decidí jugármelo todo a una sola carta e ir hasta el fondo, a costa de lo que fuere.
—¡Vete al infierno! —le dije a Herrera.
El cocinero se quedó estupefacto. Nadie le había mandado nunca al infierno. Era demasiado robusto, demasiado ágil, demasiado hábil en soltar puñetazos y puntapiés, y demasiado diestro en el manejo del cuchillo.
—Bien, Dennison —repuso—. Muy bien. Te hablaré claramente, pequeño: no me gusta tu modo de actuar. Te advierto que tengo la intención de darte una lección de la que te acuerdes toda la vida. ¿Prefieres que te la dé estando tú sentado, o vas a ponerte de pie?
Me levanté sin dejar de vigilarlo. Mi corazón latía como un martillo neumático, pero mi rostro permanecía impasible. Y además, de improviso, comprendí la verdadera importancia de aquellos momentos, allí, en la barraca gris y helada, mientras Herrera estaba delante de mí, enorme y carirrojo, y una docena de hombres permanecían sentados en los catres, en silencio, mirando. De pronto, con una claridad cegadora, comprendí lo que ha de hacer un hombre, un verdadero hombre.
La infancia y la niñez apenas me habían desbastado. Pero entonces, en aquel preciso momento, alcancé mi expresión definitiva. Sabía que mi comportamiento, en los breves instantes que seguirían (cada palabra mía, cada gesto mío, cada pensamiento mío y cada acto mío), lo viviría para siempre; en años venideros aquel instante sería cada vez más claro, más concreto, estaría más lleno de significado de lo que estuviese en ese momento, en ese momento en que me encontraba en el engranaje de la máquina. Esos instantes de peligro y mi comportamiento siempre serían para mí mi fetiche, mi Biblia, mi filosofía, la prueba personal de lo que yo era y de lo que no era. Aquellos pocos segundos me darían un alma, o demostrarían irrevocablemente que no la tenía.
Y como me daba cuenta de ello, y comprendía el supremo peligro espiritual frente al cual me encontraba, me tenían sin cuidado Herrera y su navaja. Me importaba sólo yo mismo y lo que mis actos demostrarían de mí mismo.
—Estoy dispuesto, Herrera —dije, pensando en lo que decía, porque eran palabras muy importantes.
Y saqué el cuchillo del cinturón.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó él, y se sacó del bolsillo la navaja y la abrió.
—Sí —repuse.
Los hombres sentados en los catres alargaron el cuello como buitres en espera de un cadáver. A aquellos hijos de puta les gustaban las riñas. La voz corrió como un rayo por toda la compañía: Dennison y Herrera están ajustando cuentas. ¡Con las navajas! Y los hombres acudieron al barracón para presenciar el espectáculo.
—Quiero sólo decirte una cosa —dije.
—¿Qué cosa, canalla?
—Sólo esto: estoy loco.
—¿Y qué?
—Pues que me has provocado tú —repuse—, y para mí está muy bien. Pero vamos a ir hasta el final. ¿Entiendes? Hasta el final. Harás bien en matarme, Herrera, porque yo tengo intenciones de matarte.
Me miró asustado. Por lo general aquellas riñas acababan cuando uno de los dos contendientes recibía una herida. Pero una lucha a muerte… era una cosa absurda.
—¿Qué diantres te pasa? —preguntó Herrera.
—Ya te lo he dicho: estoy loco. No me gusta pelear, canalla, pero cuando lo hago voy hasta el final. O me matas tú o te mato yo.
Muy sencillo. ¿Entiendes?
Lo entendió, y la idea no fue de su gusto. Me miró tratando de descubrir si estaba bromeando. Y a mí maldita la cosa que me importaba lo que pudiera pensar. Tenía frío y hambre y no me gustaba que me humillase nadie. Acaso estaba realmente un poco loco.
—A puñetazos —propuso Herrera.
—No —respondí—. Es cosa de niños. Con las navajas o nuestros M-1, si lo prefieres.
—¿Fusiles? ¡Diantre, de veras tienes que estar loco!
—No lo dudes. Ya te dije que estaba loco. Quiero acabar en seguida. Navajas, fusiles, bayonetas, lo que tú quieras, canalla, cobarde.
Me miró, rabioso. Lo había puesto entre la espada y la pared. No quería un duelo a muerte, pero tampoco quería perder su prestigio. Además, Herrera no era un cobarde. Quien afirme que los fuertes son unos cobardes no los conoce. Hizo papilla de ellos. Había visto a Herrera tomar parte en una docena de riñas entre los hombres de la compañía, y no siempre había vencido, pero nunca había pedido ni dado cuartel. Y lo más extraño era que conseguía hacerse simpático, cuando estaba sobrio. Pero cuando estaba borracho, como en aquel momento, se transformaba en una fiera.
Sin embargo, un duelo a muerte, a sangre fría, no era lo suyo. No todos son capaces. Es, sobre todo, cuestión de temperamento.
Los instantes que siguieron fueron realmente difíciles. Él estaba rígido, a pocos centímetros de mí, con aquel cuchillo afilado como una navaja de afeitar, dispuesto a clavármelo en el abdomen. Yo llevaba por delante mi cuchillo, con el índice a lo largo de la hoja. Si se hubiera movido, lo habría atravesado desde el fondo del estómago hasta la caja torácica.
Nos habíamos quedado petrificados en aquella posición. La presencia de la muerte era tan evidente que casi podíamos percibir su olor. Todos los hombres que estaban en el barracón contenían el aliento, ansiosos de ver en qué paraba todo aquello. Esto es aventura, pensé. Estar petrificado en una actitud decidida, con la muerte a pocos centímetros, y transcurriendo las fracciones de segundo, de manera que cada una parece tan grande como toda la vida.
Luego, de pronto, comprendí que Herrera estaba a punto de arredrarse. Y, más importante aún, comprendí que…