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Desde el Yatch Club, Dennison podía ver embarcaciones de una docena de nacionalidades atracadas en los muelles o ancladas en el puerto. Después de la estación de los huracanes, casi cada semana llegaban y salían nuevos barcos. St. Thomas era un puerto muy popular entre los apasionados por el yachting.
Llegaban de todas partes: descendiendo al sur, fuera de la corriente del Golfo, de Boston o de Nueva York, o bien haciendo etapas en cada isla de oriente a occidente, a través de las Bahamas, Cuba, Haití y Puerto Rico. Casi todos los barcos que llegaban de Europa preferían la conocidísima ruta meridional, que tocaba primero en las Canarias y después en el Caribe. Algunos buques descendían aún más al sur, en busca de los vientos alisios, atravesaban el Atlántico y llegaban a Trinidad o Barbados, y luego hacían ruta al norte, a lo largo de la cadena de las Pequeñas Antillas. Alguno atravesaba el Atlántico septentrional, como habían hecho Gerbault y Barton. Poquísimos elegirían la ruta más breve y peligrosa que tocaba Groenlandia y Terranova.
De cualquier lugar que llegasen y a cualquier sitio que fueran, muchos barcos recalaban en el puerto franco de St. Thomas.
Aunque conocía de vista y por el nombre todas las embarcaciones ancladas en el puerto, Dennison no había subido jamás a bordo de una de ellas. El pase de visita, indispensable para ricos y para pobres, era el disfrute de un barco. El que no lo tenía no lograba nada, y sólo un golpe de suerte podía conducir a uno a bordo del sueño flotante de alguno. Si, en cambio, poseías una embarcación (bastaba un armatoste de seis metros de eslora) valías lo mismo que una estrella de cine propietaria de un schooner de treinta metros, o como un industrial jubilado con su gigantesco motor-sailor recargado de trastos mecánicos de toda clase. Cabía, acaso, que fueras más importante.
Dennison comprendía a los veleros y los amaba. Había crecido en Amityville, en la orilla meridional de Long Island, y su primera embarcación había sido un dinghy. Luego había tenido un sloop. Cuando frecuentaba las escuelas superiores (sus padres vivían aún en aquellos tiempos) había poseído un pequeño cat-boat deportivo. Por dos veces había formado parte de una tripulación en la competición de las Bermudas; y una vez, poco antes de entrar en filas, había sido enrolado para conducir un yol a lo largo de un canal navegable, el Intracoastal Waterway, de Thunderbolt, Georgia, a Fort Lauderdale, Florida.
¡Aquella sí que había sido una gran experiencia! Fue como poseer un barco enteramente suyo. Es más, incluso fingió que era realmente suyo. Y, en su calidad de propietario, en los puertos de la ruta se había mezclado con los demás propietarios, ricos y pobres. Había sostenido muchas agradables discusiones técnicas sobre varios muelles, y una vez lo invitaron a tomar una copa a bordo de un lujoso crusier con camarotes.
Aquel viaje le había abierto los ojos. Poseer una embarcación significaba tener una patria, una posición social, una ocupación, una aureola de sólida virilidad y la sensación de pertenecer a un círculo exclusivo. Si poseyera una embarcación, todos los demás propietarios de buques serían sus hermanos. Si no la tenía, no lo sería nadie.
Años después de lo de Corea, Dennison había intentado muchas veces adquirir un barco, pero siempre le había faltado el dinero necesario.
Conocía casi todos los buques que estaban en el puerto, porque los chismes sobre los yachtmen eran interminables en la pequeña St. Thomas. Desde el muelle podía ver el nuevo diez metros sueco, llegado de Goteborg llevando a bordo dos hombres de mediana edad. Uno de ellos había tenido que ser hospitalizado a causa de un envenenamiento con alimentos en malas condiciones; su compañero, que andaba a la cuarta pregunta, estaba intentando, aunque haciendo de tripas corazón, vender el barco. Junto al buque sueco estaba amarrado un modelo en grande de la famosa Spray de Joshua Slocum: el propietario era un exfabricante de material eléctrico, y en su compañía navegaban la mujer y un amigo. Luego estaba el viejo sloop del tipo Friendship, anclado no lejos del muelle de la Guardia Costera. Lo había llevado hasta allí un jovenzuelo que se llamaba Tony Andrews, con la ayuda de dos amigos. Pero los dos amigos lo habían plantado en St. Thomas: habían pensado que ya estaban hasta las narices de los cruceros oceánicos. Tony tenía la intención de continuar, aunque era difícil para un hombre solo maniobrar la gran vela mayor. Había, además, otro pequeño sloop, de la clase Vertua, de quince metros de eslora, que había llegado de Inglaterra; el propietario era un hombre barbudo, de cara impenetrable, y tenía una mujer muy bonita. Más allá había un cúter desvencijado, llegado de Nueva Escocia. El propietario tenía la intención de llegar hasta Tahití; pero llevaba ya tres años en St. Thomas, se pasaba el tiempo reparando motores y dínamos y parecía que no tenía el menor deseo de hacerse a la mar. Había también un escritor norteamericano, que vivía a bordo de un yol de construcción española anclado en el muelle norte. Era un hombre flaco, quejumbroso, muy apegado a sus propias convicciones. Escribía una cantidad enorme de cuentos y todos los días iba en bicicleta hasta la oficina postal de St. Thomas para ver si había llegado una carta de aceptación de su obra. Cuando le devolvían las narraciones (y siempre era así), su humor, que solía ser agrio, se hacía negrísimo. No tenía evidentes fuentes de ingresos, pero parecía que nunca iba corto de dinero.
El día anterior había llegado un gran yol argentino de los que tomaban parte en competiciones. Un bergantín, llegado de Antigua, estaba repostando agua y se disponía a hacerse a la mar al alba. También estaba en el puerto el viejo schooner de carga del capitán Finnerty, llegado de St. Maarten.
La fiesta ya había comenzado: Dennison consiguió ver a mucha gente a bordo del queche australiano. El escritor norteamericano le dio un pasaje con su dinghy.
La fiesta había comenzado en sordina. Los dos enormes australianos conversaban cortésmente con los invitados. Circulaba ron de producción local, aportado por los huéspedes más solventes. El breve crepúsculo tropical cedió rápidamente el lugar a la noche.
Llegó más gente, que llenó hasta lo inverosímil la cubierta de popa del queche. Se encendió un farol de querosén y se colgó del palo de mesana: lanzaba sobre la embarcación una luz amarilla suave. Los huéspedes se sentaban donde podían. Los australianos estaban encaramados en el cobertizo y balanceaban las piernas desnudas sobre el camarote lleno de gente.
Llegó luego Tony Andrews, de Beddford: era alto y robusto, casi tanto como el más membrudo de los dos australianos, y, para aquella ocasión, se había peinado escrupulosamente. El capitán del bergantín compareció para beber algo, después de haber acompañado a la ciudad a los turistas que llevaba a bordo, a escuchar la steel-band importada de Trinidad. Un francés, con el sombrero encasquetado, se enzarzó en una discusión con el sueco sobre las ventajas de una vela mayor sin botavara. Comenzaron a citar varios precedentes: Marin-Marie la había utilizado con resultados excelentes cuando atravesó el Atlántico con la Winnibelle. Era cierto, pero también había que acordarse de la desventurada experiencia del capitán Olson con el Loki, que estaba aparejado precisamente de este modo.
Todos hablaban de cosas marineras. Su razón de existir era la navegación oceánica. Discutían los riesgos de su actividad, las mejoras que aportar a los aparejos, los caprichos del tiempo y del viento, los errores que había en los mapas náuticos y en los manuales, el modo mejor de atravesar las zonas de las bonanzas ecuatoriales, y lo que se debía hacer en caso de huracán.
Dennison escuchaba ávido: se hallaba en su ambiente.
El francés y el sueco estaban perfectamente de acuerdo por lo que se refería a los huracanes. Estaban convencidos de que la única solución, si los pillaba un huracán, era arrojar un ancla flotante. El inglés, que hasta aquel momento no había dicho una sola palabra, declaró que jamás tomaría a bordo uno de aquellos malditos trastos.
—Leed a Errol Bruce —dijo—. La única solución en caso de huracán es precederlo.
Los australianos, que navegaban pasablemente, sin pensar demasiado en teorías, declararon estar de acuerdo con él. Una vez habían intentado lanzar un ancla flotante. Era un regalo del Yatch Club de Wyndaam. La arrojaron durante un huracán en el sur. Y aquel maldito trasto se había hundido. Empezaron de nuevo por el principio. Esta vez el ancla comenzó a flotar inútilmente en la superficie. Arrojaron lastre y volvieron a probar. Esta vez el ancla funcionó como debía, pero estuvo a punto de cargarse el timón. Por último, el ancla flotante desgastó el cabo y el revestimiento del cable y se fue a la deriva, después de haber roído un profundo surco en la borda: y allí estaba el surco por si alguien quería verlo.
—Eso es —dijo el capitán del bergantín, Tomlinson, que era considerado una autoridad en lo que se refería a navegar por aquellas aguas—. El ancla flotante le fue muy bien a Voss, porque su Tilikum no tenía quilla. Pero esos malditos chismes son inútiles para embarcaciones como Dios manda. Hay que preceder al huracán, a mi entender, y asegurar a quien esté al timón con un cabo atado a la cintura.
—Menuda pejiguera —observó el francés—. ¿Cómo se hace virar un barco con un cabo atado a la cintura, que se enreda por todas partes?
—Pero puede evitarse la triste experiencia de irse de cabeza al agua —dijo el capitán del bergantín.
—Lo comprendo cuando se está solo a bordo —repuso Tony Andrews—. Pero un hombre no debería nunca caer al agua. Y si cae, su compañero puede subirlo a bordo.
—¿Usted cree? —preguntó el escritor—. No siempre es tan fácil, permítame que lo diga. ¿Recuerda aquella competición en Honolulú, cuando aquel fulano cayó al agua con un salvavidas? Todos los barcos que andaban por allí se lanzaron a buscarlo, incluso aviones. Emplearon nada menos que veinticuatro horas para encontrarlo: iban a suspender la búsqueda.
—Es cierto —intervino el sueco—. Y yo recuerdo cuando uno de mis hombres cayó al mar desde mi Thor, en el Shagerrak. El viento soplaba a treinta nudos, pero las olas no superaban el metro y medio o el metro ochenta. Hice girar inmediatamente el buque cuando lo oí gritar, y poco faltó para que me cargara un palo. Y además, cuando viré, no conseguí verlo. En un mar con la espuma y las olas que no llegan apenas a metro y medio, yo no lograba gobernar con ráfagas de cuarenta nudos, tratando al mismo tiempo de encontrar a un náufrago. Las adelanté, retrocedí y lo descubrí. Pero me empujaba un viento demasiado fuerte, y él no logró alcanzar el barco a nado. Le eché un salvavidas y se agarró a él, pero el salvavidas era blanco y no conseguía distinguirlo entre la espuma.
—¿Y consiguió por fin izarlo a bordo? —preguntó Dennison.
—No. Encontré el salvavidas. Probablemente las olas se lo habían arrebatado. Estuve por aquella zona durante todo el día e incluso lancé un llamamiento por radio. Hallaron su cuerpo más tarde: había sido arrojado a la orilla, cerca de Havstenssund.
Durante unos instantes todos permanecieron en silencio. Luego Finnerty dijo:
—Creo que las sondalezas de seguridad son algo bueno. Pero si de veras uno no quiere correr riesgos, que se quede en tierra. A mi entender, tiene razón el capitán James. Dice que si un hombre no es capaz de estar a bordo de su barco, puede irse al diablo: merece ahogarse.
—¿Dónde está el capitán James? —preguntó Alex—. No veo su queche.
—Está al otro lado de la isla, en el muelle de la ciudad —repuso Finnerty—. Está cargando provisiones. Dijo que quizá no pudiera venir a la fiesta.
—Esperaba que viniese —dijo Alex—. Este hombre quiere ir a Nueva York con él.
El viejo Finnerty, que tenía la barba gris y un bronceado de color caoba, miró a Dennison.
—Bueno —dijo—, si te embarcas con el capitán James trabajarás duro, sin duda. Es un tipo que no tiene contemplaciones ni con él mismo ni con los demás. Pero navegarás como un verdadero hombre y con un marinero de veras.
—Yo también he oído decir esto —dijo Dennison, que no sabía casi nada de James—. ¿Hace mucho que lo conoce?
—¡Oh, sí! —repuso Finnerty—. James y yo fuimos oficiales a bordo del tres palos Star of the Ocean, que acabó por irse a pique ante el cabo de Hornos. Supongo que todos ustedes habrán oído hablar del capitán James.
Finnerty miró en torno suyo.
—¿No? Bueno, no está en el Caribe desde hace mucho tiempo, pero es famoso en África e Indonesia y en las costas de la China meridional. Sí, y también en Sudamérica, y en las islas de la Melanesia, en el Pacífico. James es un gran aventurero auténtico. Uno de los últimos de su raza, caramba.
—No creo que la raza se esté extinguiendo —observó el escritor con una sonrisita—. Creo que la definición «gran aventurero» puede aplicarse a muchos de los presentes.
—No en el sentido en que yo lo entiendo —replicó Finnerty—. Todos navegamos con nuestros buques y algunas veces es un trabajo peligroso. Algunos de nosotros han escalado montañas o cazado tigres o luchado en la guerra. Son actividades condenadamente peligrosas y yo no quiero en modo alguno minimizarlas. Pero eso no significa ser un gran aventurero, no quiere decir que sea como el capitán James.
—¿Por qué? —preguntó el escritor.
—Porque él pertenece a una raza especial —replicó Finnerty.
—No entiendo.
Finnerty se rascó la cabeza.
—No sabría cómo decirlo. James acaba siempre por encontrarse en el lugar más expuesto; quizá no me explico bien… James ha combatido en casi todas las guerras de los últimos años. Ha sido buscador de oro en Nueva Guinea, ha mandado un schooner de carga en las Nuevas Hébridas, ha trabajado en el Senegal con los mercaderes de esclavos…
—Hay muchos aventureros de este tipo —contestó el escritor—. No hay miedo de que la raza se extinga. Es más, diría que se va multiplicando. Son tipos que vuelven a casa llevando fotografías de salvajes desnudos y de cumbres montañosas y escriben artículos para el True o para el National Geographic. Tienen la casa llena de pieles apestosas, cabezas momificadas, lanzas, recipientes hechos de calabazas…
—James es distinto —replicó Finnerty—. Los tipos a quienes usted se refiere no son grandes aventureros, son coleccionistas de souvenirs. Se guardan siempre las espaldas y juegan sobre seguro.
—¿Y James?
—Nunca juega sobre seguro. Los auténticos grandes aventureros están hechos así. Y suelen morir jóvenes.
—Entonces, ¿por qué James no ha muerto todavía? —preguntó el escritor.
—Dele tiempo —dijo Finnerty—. Es demasiado duro para morir fácilmente.
—Por lo general, todos los cazadores de gloria son tipos duros —observó el escritor.
—¡Usted no ha comprendido nada! —exclamó disgustado Finnerty—. James no busca la gloria. Se comporta de ese modo porque está hecho así. Eso es todo. Y no se considera ni un advenedizo ni un explotador ni un gran aventurero. Nunca piensa en sí mismo. Actúa como actúa, porque es así. ¿Entiende lo que quiero decir?
El escritor se encogió de hombros.
—Todos los hombres tienen una imagen idealizada de sí mismos. Es típico de la naturaleza humana, y James no puede escapar a la regla. Algo pensará de sí mismo.
—Y esto demuestra todo lo que ha comprendido usted —dijo Finnerty—. No me sorprende que nadie acepte sus cuentos.
Los dos hombres se miraron irritados. Tony Andrews se apresuró e intervenir.
—James me parece un tipo extraordinario. Eso es —dijo a Dennison—. Si tantas ganas tienes de partir, ¿por qué no te vas conmigo? Mis amigos me han dejado plantado y me iría bien una ayuda. No tienes dinero, ¿verdad?
—Exactamente —respondió Dennison.
—Igual que yo —replicó alegre Tony—. Pero tengo a bordo víveres en conserva para unas cuantas semanas y unos buenos útiles de pesca. Escucha, tengo la intención de dirigirme a Nicaragua. Allí están construyendo un dique. Podremos trabajar durante cierto tiempo, ganar algún dinero y largarnos.
Finnerty sacudió la cabeza y miró a Dennison.
—Navegar con el capitán James es una experiencia que no debiera dejarse escapar. Si te acepta, ¡diantre, sería tanto como navegar con Slocum! En tres semanas aprenderías más que en tres años solo.
El escritor sonrió, pero no hizo comentarios.
—Gracias por el ofrecimiento —dijo Dennison a Tony—. Te lo agradezco sinceramente, y lo pensaré. Pero, mira, el capitán James va a Nueva York y allí me espera dinero. Si fueras al norte…
—Nunca iré más allá del norte de Miami —respondió Tony—. ¡Caray, dentro de poco será invierno en Nueva York! ¡Y hará un frío de todos los diablos!
—Lo sé —contestó Dennison—. Mi intención es marcharme en cuanto tenga mi dinero.
—Pero sigue pensándolo —añadió Tony—. Mi ofrecimiento sigue en pie.
Dennison asintió. ¡Tres! Tres posibilidades, tres caminos entre los que podía elegir. La puerta estaba abierta, más bien desquiciada. Podía ir al sur con la Lucy Bell, al oeste con Tony, o bien al norte con el famoso capitán James. La rueda de la suerte había girado realmente y él era libre: la elección sólo le correspondía a él.
Las botellas de ron seguían circulando, la fiesta se animó. Los huéspedes siguieron sosteniendo sus opiniones con mayor encarnizamiento, y estalló alguna discusión. La mujer del inglés comenzó a coquetear con Alex ante los ojos de su propio marido. Alex usó de una galantería tosca y ruidosa, pero parecía que no sabía a qué carta quedarse. Un acordeón gemía y el farol de querosén se balanceaba lanzando luces amarillas y sombras negras en las caras de los huéspedes.
Dennison, que ya estaba borracho, se volvió dogmático. Trataba de describir al impasible inglés el archipiélago de las Tuamoto.
—Es lo más imposible de este mundo —dijo—. Atolones, escollos a flor de agua y una gran cantidad de islillas todas iguales. Corrientes que no figuran en las cartas náuticas. Casi es imposible navegar. Esas corrientes te atacan de improvisto… Por poco no se cargaron al Charles B. Morgan.
—Es necesario estar muy al cuidado —dijo el inglés.
Los dos australianos comenzaron a reñir. Estaban de pie en el cobertizo y se tambaleaban, tratando de agarrarse. Luego Tom dio un empujón a Alex, que cayó en medio de la cubierta de popa. Otro cualquiera se hubiese roto un hueso, pero él se puso rápidamente en pie, riendo, agarró a Tom por el cuello y por una pierna y lo lanzó contra las jarcias de estribor, que temblaron bajo su peso e hicieron balancearse el barco. Los invitados se apartaron para dejar espacio a los contendientes. Tom se levantó, vacilando, como un enorme gato, y se lanzó sobre Alex.
Aunque había asistido a muchas riñas, Dennison jamás había visto una escena semejante. Aquellos dos jóvenes gigantes se arremetían con tal fuerza que hubiesen tenido que romperse los huesos. Pero acaso estaban demasiado borrachos, o quizá muy entrenados en este tipo de peleas. Caían sobre el puente, rodaban, se daban patadas que enviaban al adversario a estrellarse contra los palos y las jarcias, y siempre volvían a levantarse dispuestos a comenzar de nuevo.
Es increíble, pensó Dennison. Además, tampoco están furiosos uno contra otro. Se pelean como dos tigres y ni siquiera están enfadados. Una pelea semejante podría costarle la vida a un hombre normal, y ellos ni siquiera estaban enfadados.
Le aturdía aquella lucha feroz realizada sin ira, es más, con un evidente afecto mutuo, sin exclusión de golpes y sin que ninguno de los dos fuese herido. En cierto modo era lo más extraño que había visto.
Tom agarró a Alex por la barba, le hizo perder el equilibrio y lo arrojó al mar. Los invitados se precipitaron a la borda haciendo inclinar el barco y miraron el lugar por el cual Alex había desaparecido. Transcurrían los segundos y Alex no aparecía.
—¿Crees que le ha sucedido algo? —preguntó Dennison.
—Nada como un escualo —repuso Tom tranquilamente—. Además, no conseguirías hacerle daño ni siquiera con un hacha.
Pero pasaban los segundos y Alex no comparecía. El francés murmuró algo a propósito de las barracudas, y el sueco sacudió tristemente la cabeza: quizá pensaba en su compañero que había caído al agua en el Skagerrak. Y Alex seguía sin aparecer.
Tom se asomó por la borda, tanto que estuvo a punto de caer. De pronto Alex saltó sobre él, escupiendo aire y agua, lo agarró por el cuello y lo arrojó al mar. Todos aplaudieron.
Esto señaló el fin de la pelea. Los australianos volvieron a subir a bordo, más tranquilos y más serenos. El viejo Finnerty, que se había quedado dormido en la cabina, se asomó para preguntar qué estaba sucediendo.
Dennison no consiguió apartar de su mente el recuerdo de aquella pelea. Aquellas dos figuras heroicas, semidesnudas, aquellos hombres hechos de acero y caucho, que se golpeaban a conciencia sin hacerse daño, gritando como niños…
Sí, como niños. Pero eran niños que se divertían insensatamente, con aquellos cuerpos de hombres y aquel maravilloso juguete que era su barco de vela, y su violento juego que aturdía a los adultos. ¡Era espléndido ser un niño así!
La fiesta había terminado. El escritor se había dormido y la pareja inglesa acompañó a Dennison a la orilla. Ahora que la cuchipanda había concluido, los dos recordaron quiénes eran y quién era Dennison. No le fue difícil intuir su desaprobación.
—Bueno, ha sido una fiesta magnífica —dijo Dennison, cuando llegaron al muelle.
—¡Hum! —murmuró el inglés.
Su mujer calló.
—Bien, hasta la vista —dijo Dennison, y se dirigió con ágiles pasos a lo largo del muelle.
Estaba furioso. Trataban de humillarlo, ¿eh? Aquel maldito inglés probablemente poseía menos de cien dólares. Y un barco. Y posiblemente era también un poco ignorante. Y su mujer estaba dispuesta a acostarse con el primer recién llegado.
Dennison echó a andar camino de Beach Cove y la emprendió a puntapiés con las piedras. Ya es hora de que haga algo, pensó. He hecho el vagabundo durante tanto tiempo que ahora la gente ni se digna hablarme…, excepto los tipos un poco infantiles como esos dos australianos. Ahora ha girado la rueda de la fortuna y debo aprovecharme de ello. En este ridículo y maldito mundo lo importante es poseer algo.
Caminaba ahora con pasos torpes y los ojos se le llenaron de lágrimas. Y lloró. Había llegado el momento de valorarse a sí mismo, honestamente.
Bien sabe Dios que valgo menos que ellos. Y, sin embargo, soy más instruido que ellos. Lo malo es que siempre he sido un tipo inquieto. El dinero y las cosas no me han atraído nunca tanto como para preocuparme por su posesión. Lo hubiese logrado si hubiera tenido ocasión. Aquella vez en Shanghai… Claro, ¿y aquella vez en Malaca, qué diablo? Sí, qué diablo.
Ser sólo un tipo simpático no sirve para nada. Los demás le juzgan a uno por la cartera y por la ropa. No miran nunca al hombre que hay dentro de ese vestido.
Hace demasiado tiempo que soy sólo un tipo simpático. Durante doce años he sido un tipo simpático a la deriva. Sin embargo, no soy un hombre a quien haya que arrinconar. ¡No, maldita sea!
He visto muchas cosas. Más que ellos. He dado la vuelta al mundo. ¿Cuántas personas pueden decir lo mismo?
Tres años en la New York University. Y no quedé mal. En la guerra, excelente hoja de servicios. No hay muchos que hayan tomado parte en tantos combates. Y he leído mucho, un montón de libros, libros difíciles, libros de toda clase. No soy un hijo de puta ignorante. Y no he leído solamente los libros de texto de la escuela.
He mandado un barco, he dirigido una aserradora. Me he enamorado y he combatido en la guerra. Sé nadar como un pez. Con una pistola en la mano me siento capaz de habérmelas con cualquiera, y manejo muy bien el cuchillo.
Dennison sacó el cuchillo de mango de hueso, lo miró con atención y lo guardó después. Y siguió caminando por la oscura carretera.
He vagabundeado como uno de esos sacerdotes mendicantes orientales, porque nunca me he detenido a la idea de una vida mezquina y un mezquino trabajo. Quería descubrir el mundo y a mí mismo, e hice lo mejor que pude por lograrlo… Pero ahora estoy hasta las narices de todo. Ya sé que lo he dicho otras veces, pero ahora estoy decidido. Estoy decidido de veras. Ahora quiero hacer algo, ser alguien, poseer algo. Esta vez estoy decidido y lo haré. He hecho cosas mucho más difíciles.
Iré a Nueva York y me procuraré esa financiación. Luego fundaré aquí algo mío. Entiendo en negocios y saldré adelante.
No debo olvidarlo, se dijo Dennison. ¡No debo olvidarlo! Porque todavía puedo demostrar a todos quién soy. No he de olvidarlo nunca.
A lo lejos distinguió la silueta indistinta de un hombre que se acercaba hacia él. Cuando estuvo cerca, a la débil luz de la luna
Dennison advirtió que era un hombre alto y fornido, un negro vestido con andrajos, borracho, que caminaba tambaleándose.
Era mejor no quitarle la vista de encima.
El negro se acercó a él y le impidió el paso.
—¡Eh! —dijo.
—Quítate de en medio, amigo —replicó Dennison con voz tranquila.
Se sacó la navaja del bolsillo y la abrió, ocultándola a sus espaldas.
—Señor… por favor… deme… deme…
Malo, ¿eh? Le enseñaré con quién tiene que habérselas.
Dennison puso por delante la navaja abierta; la sostenía con la palma de la mano, el dedo índice a lo largo de la hoja. Se colocó en situación de combate, con la navaja por delante, dispuesto a herir con la punta o el filo. Giró ligeramente la hoja para que el negro pudiera descubrir el reflejo de la luz lunar a lo largo del afiladísimo filo.
—No, señor…
Como aquella noche con Herrera. Pero él podía apartar a Herrera de sus pensamientos, como podía apartar a Janie y a todo lo demás. Ahora, en el presente, una demostración de eficacia podía cancelar el pasado, acallar todas las dudas, darle una nueva dimensión, de una vez para siempre.
—¡Señor!
El negro retrocedió. Dennison avanzó hacia él con pasos felinos, moviendo la navaja hacia adelante y hacia atrás, como la cabeza de una serpiente que se dispone a atacar.
Porque no hay nada que pueda detenerme. Soy un hombre que sabe actuar, y me tienen sin cuidado las consecuencias. ¿Qué diablos me importa? Un buen tajo en ese grueso cuello, la sangre que salta y un trasto en medio de la carretera…
Un hombre que tiene el coraje de cometer un asesinato tiene también el coraje de hacer cualquier cosa.
El negro tropezó y estuvo a punto de caer; luego se quedó inmóvil, los ojos inmensos y blancos a la luz de la luna, la cabeza hacia atrás, el rostro sudoriento, la garganta franca, indefensa.
La mano que apretaba la navaja se tendió. Adelante, se dijo Dennison, mátalo, demuéstrate a ti mismo que eres capaz de hacerlo, que no te detienes ante nada.
Pero el momento estaba pasando. Por una fracción de segundo el homicidio estuvo en el aire, tan real que casi podía percibirse. Pero ahora aquel instante estaba pasado, y al cabo de otra fracción de segundo, aunque la navaja estuviese a punto de herir, algo había cambiado. De un momento a otro, aunque nada hubiese cambiado en las figuras inmóviles de Dennison y del negro, la tensión se había desvanecido.
¡Esta era una aventura para ti! Y ahora Dennison se sentía estúpido y borracho, empuñando una navaja ante un hombre que comenzaba a reponerse del miedo.
—¡Anda, vete al diablo! —exclamó Dennison, alejándose con rápidos pasos.
El negro se volvió a mirarlo por unos instantes, luego se encogió de hombros, se rio sin ganas y se fue vacilando.
Hubiera sido una estupidez, se dijo Dennison. Hubiese podido matarlo, pero con esto no habría demostrado nada.
Remontó la pequeña colina y volvió al huerto donde, aquella mañana, había comido con los australianos. Se tumbó bajo un árbol y estuvo pensando en aquel día, en aquella noche, en la fiesta, en el negro que se reía y en las posibilidades que se le ofrecían.
Había algo que tenía que recordar fuera como fuese. Pero la luna y las estrellas parecían estremecerse y temblar, y hasta el suelo compacto parecía inseguro.
Caray, estoy trompa perdido. Confío en que mañana no tendré ni resaca. Mañana he de ver a James. Esto es lo que he de recordar. Todo depende de James.
Hubiese podido matar al negro si hubiera querido. No era difícil. No soy de esos tipos que se echan atrás. Que se vea mi hoja de servicios. Como aquella vez en Corea, cuando…