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Dennison estaba encendiendo el fuego, cuando vio a dos australianos que subían por la colina. La noche antes había descubierto la pequeña embarcación de dos palos, un tosco queche, mientras maniobraba para entrar en el puerto, enarbolando una bandera australiana, tan grande casi como la vela de mesana. Dennison los había observado mientras hacían la policía del puente e izaban la bandera amarilla de la cuarentena.

Ahora los dos estaban subiendo la colina: eran jovenzuelos altos y bien plantados. El más alto tenía una gran barba rubia y los cabellos casi blanqueados por el sol: parecía un vikingo. El otro, también más de metro ochenta, tenía los cabellos de color rubio arena, y parecía el medio centro de un equipo universitario. Vestía sólo pantalones cortos y sandalias, y su bronceado era de un color pardo rojizo. Tenían tóraces anchos y vigorosos, y poderosos hombros, bíceps y antebrazos. Ambos trascendían una extraordinaria fuerza física y excelente salud.

Su presencia bastó para intimidar a Dennison, que era un hombre de estatura media y más bien delgado.

—¿Qué hay? —preguntó el barbudo, con voz apacible y aguda que sonaba un poco extraña en un coloso como él—. ¿Te preparas un poco de forraje?

—Colación —repuso Dennison.

—Bueno —dijo el otro—. Frutos del árbol del pan, ¿eh?

—Sí. Y peras.

—En las islas Maurizius vivimos casi exclusivamente de frutos del árbol del pan —dijo el barbudo con su voz aguda—. Una vez tostados no resultan tan mal.

—Y si le echas un poco de zumo de limón encima… —añadió el otro.

—Acomodaos —dijo Dennison—. Pero tened cuidado de un hijo de buena madre que anda por ahí armado de una escopeta. Es el propietario de este terreno.

Habló con el tono profundo y cordial, de hombre a hombre, que usaba siempre con los tipos forzudos. Los australianos aceptaron con un movimiento de cabeza. El barbudo dejó en el suelo un viejo foque que llevaba bajo el brazo.

Dennison le echó una ojeada.

—Me parece podrido.

—Lo está —repuso el bajo—. El sueco iba a tirarlo para que el moho no atacase también a las demás velas. Entonces Alex y yo nos lo quedamos.

—¿Y para qué sirve? —preguntó Dennison—. Se romperá al primer soplo de viento.

Comenzaba a adquirir un levísimo matiz de acento australiano.

—Como vela no vale nada —dijo el bajo—. Pero tiene los anillos de bronce, ¿lo ves? Y un cable de acero inoxidable. Los quitaremos y nos los quedaremos. Y luego, cuando consigamos encontrar un poco de tela resistente, fabricaremos un foque nuevo.

—Bueno —observó cordialmente Dennison—. Sois australianos, ¿verdad?

—Sí.

—Yo también lo soy, de más allá. Sidney. Port Moresby.

—No me digas —exclamó Alex, el barbudo—. Los dos somos de una tierra a doscientas millas al sur de Wyndham. Una vez estuvimos en Sidney, ¿verdad, Tom?

—Condenadamente ruidosa —comentó Tom.

—Y bonita. Desde niños trabajamos en la cría de ovejas. Es increíble lo que uno se puede aburrir con las ovejas.

—Aburrir mortalmente —dijo Tom—. Por tanto decidimos irnos por ahí a ver mundo, antes de hacer nada. No tenemos mucho dinero, y Alex ha construido un barco.

Alex enrojeció hasta la raíz de los pelos de la barba.

—El barco lo construimos juntos, Tom.

—Yo te eché una mano en la tablazón —repuso Tom—. Pero fuiste tú el que pensó en lo más difícil, y en el ensamblaje.

Eran dos jovenzuelos muy modestos, observó Dennison un poco sorprendido. Si él hubiera sido tan alto, fuerte y musculado como aquellos dos, se habría dado mucho postín.

—¿Y qué tal vuestro barco?

—Muy bien —repuso Alex—. Lo construí sin planos, y he tratado de lograr que se parezca a esas embarcaciones de velas cuadradas que usan los pescadores de perlas. Pero al proyectarlo debo de haber cometido algún error, porque sotaventea un poco y hay que estar siempre con los ojos muy abiertos. Pero quizás una mesana mayor fuera suficiente para arreglar las cosas.

—Hicimos un buen viaje hasta las Mauricius —dijo Tom—. Luego nos detuvimos en la Reunión y después en Durban. Nos hubiera gustado detenernos un poco en Madagascar, pero no teníamos dinero.

—Los sudafricanos fueron muy amables —comentó Alex—. No nos permitieron pagar nada. Nos dieron de comer y ropa. Un círculo local nos pintó gratis la Monsoon. El Yatch Club nos regaló una vela de estay completamente nueva. La nuestra ya estaba hecha tiras al sur de Madagascar.

—Casi habíamos decidido quedarnos en Durban —añadió Tom.

—Pero no nos quedamos —replicó Alex—. Teníamos la intención de dar la vuelta al mundo, más o menos, y así doblamos el cabo de Buena Esperanza. Luego remontamos la costa occidental de África.

Una parte de costa muy desagradable. Después llegamos a las islas de Cabo Verde.

—Allí la vida es carísima —comentó Tom—. Teníamos en la cabeza la idea de llegar hasta Inglaterra. Faltó poco para que tomásemos a bordo a una pasajera de pago, pero luego cambió de propósito. Así atravesamos el Atlántico y llegamos aquí. ¿Puedo tomar un poco de fruto del pan?

Comieron peras y frutos del árbol del pan, en silencio. Luego Tom dijo:

—¿Port Moresby?

—Sí, en el cuarenta y ocho —repuso Dennison con estudiada desenvoltura—. Huele que apesta. No me gustó nada —añadió con ese leve matiz de acento australiano.

Los dos asintieron. Acabaron de comer y se levantaron.

—Ahora tenemos que irnos —dijo Alex—. Hemos de buscar algún trabajo para ganar unos dólares.

—Es casi imposible —contestó Dennison—. Creedme, lo he intentado.

—Lo sé —repuso alegremente Tom—. Pero lo intentaremos. Echaremos una ojeada a la ciudad y luego nos iremos a pescar. ¿Y tú?

Dennison se encogió de hombros.

—Yo quisiera poder irme de esta maldita isla.

—He oído decir —dijo Tom— que un norteamericano acaba de comprar un queche precisamente aquí. Esa embarcación de quince metros que estaba anclada cerca del muelle de la Guardia Costera. Me parece que está buscando a alguien dispuesto a navegar con él hasta Nueva York.

—¡Nueva York! —dijo Dennison—. ¡Mi ciudad!

—He oído decir que buscaba tripulación —dijo Alex—. Luego volverá al Caribe en busca de pecios sumergidos.

—¿Por qué no va a verlo? —preguntó Tom—. Es el capitán James. Parece que es un tipo bastante pintoresco. Tal vez sea divertido navegar con él.

—Iré a verlo.

—A propósito, esta noche celebramos una fiesta. Un par de amigos nos han ofrecido llevar bebidas. Ve tú con nosotros.

—Iré —repuso Dennison.

—Es posible que vaya también James. Y casi todos los muchachos del puerto. Ve cuando quieras, al anochecer.

—Iré —repitió Dennison—. Buena suerte.

Siguió con los ojos a los dos australianos que se alejaban con los hombros desnudos, que brillaban al sol como si fueran de bronce dorado.

Ser como ellos…

Dennison suspiró. Se secó la boca con la camisa hecha jirones. Nueva York…

En Nueva York vivía su hermana. Podría conseguir que le prestara dinero, una buena suma. Si se lo pedía por carta no se lo mandaría, pero si iba a pedírselo personalmente, sería distinto. La verdad es que ella no se lo negaría. Y con algún dinero en el bolsillo iría a City Island y encontraría un yate que se dirigiera al sur. O incluso podría volver con James.

Luego, cuando regresara allí con un buen fajo en el bolsillo, las cosas serían distintas. Podría asociarse con James para ese trabajo de recuperación de pecios. Fuera como fuese, tenía buenas perspectivas: un schooner para transportar mercancías, una escuela de esquí acuático, la navegación charter para turistas, o además un trabajo de recuperación, pero propio. El Caribe ofrecía muchas posibilidades.

Iría a ver al capitán James y aceptaría ir a Nueva York con él. Por fin cambiaba el viento. ¡Menos mal! Después de meses de calma chicha, finalmente sucedía algo. Y así seguiría, se prometió Dennison.

Se levantó, se metió entre los pantalones los jirones de la camisa y decidió ir a la ciudad. Faltaban casi cuatro horas para el anochecer. Mientras tanto podría encontrar algo en el caso de que James no lo aceptara. En el fondo, era absurdo basarlo todo en la posibilidad de regresar a Nueva York. Quizás encontrase algo mejor. Cuando la rueda de la fortuna gira, suelen presentarse docenas de oportunidades y se puede elegir. La puerta de las buenas ocasiones se abría, y uno se siente entonces de nuevo un ser humano, en lugar de un triste elemento de un paisaje tropical.

Bajó por la empinada y polvorienta carretera que conducía a Charlotte Amalie, pasó ante las barracas miserables de los indígenas, los grandes almacenes de vinos, las tiendas de platería y porcelanas, y llegó a la ferretería de Heikkla.

Había dentro una fresca penumbra. Heikkla estaba haciendo un complicado nudo con un cabo. Lo hacía a menudo, por cuenta de individuos que no eran capaces de hacer bien un nudo. Era flaco y calvo. Levantó los ojos cuando vio a Dennison, y suspiró.

—No tengo nada para ti —dijo inmediatamente—. Ya te lo he dicho.

—No quiero nada —repuso alegre Dennison.

—¿Por qué no te largas de St. Thomas?

—Búscame tú el modo de irme.

—Lo he encontrado —respondió Heikkla—. Hay un pequeño carguero que necesita un primer oficial que pueda trazar una ruta. Primer oficial, piénsalo, Dennison. Zarpa para las islas de Sotavento, con una carga de cemento y madera.

—Sospecho que sería el único blanco a bordo —observó Dennison.

Heikkle se encogió de hombros.

—¿Y qué? Creía que querías irte de St. Thomas.

—Pues claro. Pero no quiero encontrarme en tierra en Santa Cruz o en Antigua. ¿Cómo se llama esa bañera?

Lucy Bell. Ahora está anclada en el muelle de la ciudad.

—Es una idea —dijo Dennison. Ahora estaba seguro de que la fortuna había cambiado—. Lo pensaré. Pero tengo en perspectiva algo mejor.

—¿Qué es?

—Un viaje hasta Nueva York, donde podré hacerme con un buen asunto. En Nueva York tengo amigos. ¿Con quién jugarás al ajedrez cuando yo me haya ido, viejo?

—No hay muchos jugadores de ajedrez en esta isla —repuso Heikkla—. Pero Nueva York… Estamos en octubre, Dennison. Llegará en pleno invierno. He oído decir que hace un frío de perros.

—¿Y qué?

—Tal vez fuera mejor que aceptaras el puesto de primer oficial a bordo de la Lucy Bell. Estás en los trópicos desde hace mucho tiempo. ¿Cómo te ha dado la venada de pasar el invierno en Nueva York?

—No es que me tire demasiado. Es ese asunto que me espera.

—Bueno —dijo Heikkla con tono dudoso—. Si estás tan seguro de procurártelo…

—Claro que puedo procurármelo. Precisamente por esa razón quiero irme a esa maldita ciudad.

—Entonces, ¿te vas de veras?

—Sí.

En la penumbra de la tienda Heikkla vaciló.

—¿Estás otra vez sin blanca?

—Sí —repuso Dennison con un vago acento finlandés.

—Toma —Heikkla le dio un billete de un dólar muy sobado—. Echaré mucho de menos nuestras partidas de ajedrez.

—Yo también —dijo Dennison—. Mil gracias. Si cambio de idea y me voy a la Lucy Bell, te lo haré saber. ¿Cuándo zarpa?

—Dentro de un par de días, una semana todo lo más.

—Te diré algo. Gracias una vez más.

Cuando estuvo en la calle, Dennison se congratuló consigo mismo por su desenvoltura. Pero esos finlandeses eran precisamente unos sentimentales.

Ahora tenía dos posibilidades de irse de St. Thomas. La fortuna cambiaba de veras. ¡Primer oficial de la Lucy Bell! Dos buenas ocasiones: ¿se presentaría la tercera? Y además tenía un dólar, lo suficiente para una buena comida a base de carne. Y aquella noche había fiesta. Sería cosa de locos: conocía bien a los australianos. La situación era realmente prometedora.