PRÓLOGO
–Esta noche dejo la Liga.
El doctor Sheridan Belask se detuvo al oír la voz profunda y con acento que llegaba desde el rincón más oscuro de su despacho. Alzó la vista de los historiales clínicos electrónicos que estaba revisando sobre el escritorio de cristal de obsidiana, pero no pudo ver ni el menor indicio del hombre oculto entre las sombras.
Ya estaba acostumbrado a ello.
Como asesino de la Liga, Nykyrian Quiakides se fundía literalmente con la noche más oscura. Nunca nadie lo veía ir o venir. La gente sólo notaba el aguijón de la muerte cuando él se lo clavaba.
Aunque Sheridan era un médico que había jurado salvar todas las vidas que pudiera, a aquel brutal asesino era al único hombre al que le habría confiado su vida y su familia.
O lo más importante, el único hombre al que había confiado los secretos más recónditos de un pasado del que llevaba toda la vida huyendo.
—No puedes dejarla. Sólo puedes retirarte. —Un eufemismo que significaba el suicidio ritual que se realizaba cuando las obligaciones de un asesino superaban lo que un soldado de la Liga podía soportar mentalmente o cuando su cuerpo estaba demasiado mutilado o enfermo para seguir cumpliendo con su misión.
Nadie dejaba la Liga voluntariamente.
Nadie.
Nykyrian salió de entre las sombras y la tenue luz le iluminó el cabello rubio platino, casi blanco, que le caía en una trenza por la espalda: la marca de honor de un asesino. Su traje de combate, sólido y casi completamente negro, se ceñía a todos los ásperos ángulos de su musculoso cuerpo. Un bordado de dagas cubría el oscuro rojo sangre de las mangas; junto con la trenza, el otro signo externo de un asesino. Las dagas de Nykyrian tenían una corona sobre el mango, para informar al universo que era el más letal entre los suyos. Un comandante asesino del más alto rango.
Como siempre, Nykyrian parecía tranquilo, pero vigilaba las sombras como si esperara que alguien fuera a atacarlo en cualquier momento. Sombrío. Frío. Letal.
Características que se le habían inculcado desde niño. En todos los años que hacía que Sheridan lo conocía, nunca lo había visto sonreír. Nunca lo había visto apartarse del férreo entrenamiento militar que lo había llevado a la quiebra emocional.
Lo más inquietante era que ocultaba los ojos tras unas gafas oscuras, una salvaguarda empleada por los asesinos militares para tener en vilo a la gente, ya que no había manera de saber adónde miraban o qué pensaban.
O, lo peor, quién era su objetivo.
Las hermosas facciones de Nykyrian permanecían tan estoicas como su pose.
—Me niego a completar esta misión.
Sheridan lo miró confuso. Aquel no era el hombre férreo e inmisericorde que conocía. El que no vacilaba ante ninguna brutalidad.
—Muy bien, pero tienes que acabarla —afirmó Sheridan.
Por dura que fuera, esa era la ley del mundo en que vivían. Una vez asignado un objetivo, este era inamovible. Éxito o muerte. No había una tercera alternativa.
Lo último que Sheridan deseaba era ver al único hermano que jamás había tenido perseguido y ejecutado. Mejor que muriera otro, quien fuera, antes que Nykyrian.
—Me han enviado a matar a un niño —explicó este en un tono neutro, inexpresivo.
A Sheridan se le heló la sangre en las venas al comprender que se trataba de la línea que ninguno de ellos cruzaría pasara lo que pasase. La línea que una vez había salvado la vida de Sheridan cuando, en realidad, Nykyrian hubiera tenido que matarlo.
Miró el holocubo que tenía a unos centímetros de la mano, desde el que su propio hijito le sonreía con una inocencia pura que ninguno de ellos dos había conocido nunca.
—La Liga quiere eliminar a toda la familia.
Eso era muy duro, pero en absoluto un caso único. Quizá a Sheridan le debiera molestar que su mejor amigo se ganara la vida matando, pero dado su brutal pasado propio, eso no lo afectaba en absoluto.
El mundo era despiadado y amargo, sobre todo para quienes no podían protegerse. Eso lo sabía de primera mano y le había dejado tantas cicatrices a él como a Nykyrian.
Además, conocía una faceta de su amigo que nadie más había visto nunca: nunca haría daño a un niño por mucho que le costara.
Nykyrian no era como los monstruos del pasado de Sheridan, y el propio Sheridan tampoco.
—Si no los matas, la Liga te matará a ti.
Nykyrian inclinó la cabeza al oír un repentino ruido. Parecía el susurro de uno de los ascensores de los pacientes subiendo. No dijo nada hasta que el sonido desapareció y estuvo seguro de que nadie se estaba acercando al despacho donde se hallaban.
—Eliminé al padre antes de darme cuenta de que había un niño en la casa. Lo vi dormido en brazos de su madre cuando fui a por ella.
—¿Y te negaste a matarlos?
Nykyrian asintió con un gesto casi imperceptible.
—La madre y el niño están a salvo en un lugar donde ni la Liga ni sus enemigos los encontrarán nunca.
—¿Estás…? —Sheridan no se molestó en acabar la frase. Claro que Nykyrian estaba seguro. Él no cometía esa clase de errores. La vida y la seguridad de Sheridan eran prueba de ello—. ¿Qué vas a hacer?
—Lo que siempre he hecho. Aguantar y luchar.
Sheridan soltó una amarga carcajada. ¡Qué fácil parecía al decirlo Nykyrian! Pero él sabía de lo que la Liga era capaz. Ambos lo sabían.
—Irán a por ti con todo lo que tienen.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Habían enseñado a Nykyrian a ser un depredador implacable de primer orden. ¡Que los dioses los ayudaran! No caería sin llevarse a muchos por delante. Nykyrian era el mejor al que habían preparado nunca y ni la Liga sabía exactamente lo que había creado.
Pero Sheridan sí lo sabía. Había mirado a la locura de Nykyrian cara a cara y había visto los horrores que escondían aquellas gafas oscuras. Ambos conocían la rabia y ambos la habían atado muy corto por temor a lo que los podía impulsar a hacer.
No se pararían en nada para asegurarse de que nadie volviera a herirlos de nuevo. Quizá parecieran tranquilos en la superficie, pero por dentro, sus almas maltrechas gritaban venganza y liberación.
Y sobre todo gritaban de alivio.
Nykyrian avanzó, dejó un pequeño disco de plata sobre la mesa y lo empujó hacia Sheridan.
—He borrado todo rastro de nuestra amistad y todo lo referente a tu pasado. No volverás a verme.
«Por tu seguridad y la de tu familia». Nykyrian no tenía que decirlo. Sheridan sabía el lazo inquebrantable que compartían.
Hermanos hasta el final, incluso a través de los fuegos del infierno y más allá.
Nykyrian dio un paso atrás hacia las sombras.
—Espera. —Sheridan se puso en pie.
Nykyrian vaciló.
—Si me necesitas, aridos —dijo Sheridan, con voz cargada de sinceridad y empleando la palabra ritadarian para «hermano»—, estaré a tu disposición.
—Si te necesito, aridos —respondió Nykyrian con su tono inexpresivo y carente de emoción—, moriré antes que llamarte.
Y entonces desapareció como un susurro fantasmal en una leve brisa.
Disgustado por la decisión de su amigo, aunque la comprendía perfectamente, Sheridan se sentó y se acercó el disco. Lo abrió y dentro encontró el pequeño chip que todos los asesinos tenían implantado en el cuerpo. Era lo que la Liga empleaba para seguirles la pista. Nykyrian debía de habérselo arrancado de la carne y lo había destrozado para evitar que lo rastrearan. El acto final para cortar sus amarras.
Un acto que en sí mismo ya era una sentencia de muerte.
Sheridan hizo una mueca de dolor al recordar el día en que él se había arrancado un artefacto similar de su joven cuerpo. La sangre, el dolor… Había recuerdos que no se desvanecían con el tiempo. Eran demasiado brutales para olvidarlos.
Y qué inquietante regalo de despedida, dado que había sido ese chip lo que los había llevado a ser amigos… Si no fuera porque sería como para echarse a reír, pensaría que su amigo era un sentimental.
Cerró los ojos, apretó el chip en el puño y deseó que las cosas hubieran sido diferentes. Que ellos hubieran sido diferentes. Deseó haber sido una de esas personas normales que trataba en las salas del hospital todos los días. Personas que no tenían ni idea de los horrores que existían realmente en el universo.
Aun así, estaba orgulloso de que, dado todo lo que Nykyrian había pasado, todavía conservara su alma. Todo lo demás se lo habían arrebatado, igual que a él.
Todo.
Y gracias a Nykyrian, Sheridan vivía una vida que sólo había podido soñar. Se lo debía todo a ese hombre. Un hombre que probablemente no vería el nuevo amanecer.
Soltó un molesto resoplido. La vida no era justa. Eso era algo que había aprendido del puño de su padre en su infancia. Lo único que podía esperar era que Nykyrian hallara por fin la paz que siempre les había sido negada a los dos.
Aunque tuviera que morir para encontrarla.