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Nykyrian se quedó quieto al notar el frío miedo en la voz de Kiara. Le llegó a una parte de sí de la que había olvidado la existencia: el corazón.

Y, por alguna razón que no supo nombrar, quiso consolarla.

—Sobrevivirás, mu tara. Nos aseguraremos de ello.

Ella negó con la cabeza y los ojos le brillaron de lágrimas contenidas. Esa era una de las cosas que Nykyrian más admiraba de ella. La mayor parte del tiempo, Kiara controlaba sus emociones mejor que cualquier otro civil con el que él hubiera estado.

—No puedes garantizarlo. Tú mismo lo has dicho. Incluso tú estás viviendo un tiempo regalado, esperando que uno de ellos te mate.

Syn se echó más alcohol en el vaso.

—¿Y dices que yo la estaba asustando? —se burló—. Joder, tío. Eres de lo peor en cuestiones sociales.

—Syn…

—No te preocupes, princesa —continuó este sin hacer caso de la advertencia de su amigo—. Llevamos toda la vida así. No tienen nada que pueda alcanzarnos. Si lo tuvieran, ya estaríamos muertos.

—Yo nací luchando —dijo Nykyrian—, y hemos puesto tantos cables en tu casa que sabremos incluso si a una cucaracha le da por visitar sin avisar un apartamento diez pisos más abajo. Por no hablar de que tenemos estrategias de huida para cualquier tipo de situación. No te cogerán sin acabar con nosotros y, créeme, no vamos a hacer felices a nuestros enemigos muriendo aquí.

Syn se echó a reír.

—Bien dicho. Hay demasiada gente a la que tenemos que seguir fastidiando.

—¿De verdad no tenéis miedo? —preguntó ella, con el cejo fruncido.

—No —contestó Nykyrian con toda sinceridad.

—La muerte es sólo un nuevo comienzo —dijo Syn—, al menos en mi religión. Y una intoxicación extrema ayuda mucho.

A Kiara no le hizo gracia su broma.

—La mía también, bueno, lo de la religión, pero no lo del alcohol. Sin embargo, no tengo ninguna prisa para encontrarme con mi Hacedor —replicó con un suspiro cansado—. No sé cómo podéis vivir de esa manera.

Syn se encogió de hombros.

—Hay un antiguo proverbio ritadarion que dice: «Nunca estás más vivo que cuando caminas de la mano con la muerte».

—O vives sumergido en alcohol para siempre.

Syn miró a Nykyrian a los ojos.

—Bueno —respondió—, no es mi muerte la que me preocupa.

Nykyrian apretó los dientes al percibir el dolor de su amigo. Era la pérdida brutal de toda su familia lo que lo perseguía; no podía culparlo por eso. La vida había hecho pasar a Syn por una trituradora. Que pudiera seguir levantándose y aguantar sin volarse la tapa de los sesos lo maravillaba. Era una llamada que día tras día esperaba recibir y tenía más respeto por la continuada supervivencia de Syn que a cualquier otra cosa.

Miró a Kiara y, por su expresión, supo que había entendido el tono de Syn y tenía la decencia de no preguntarle.

Ella tragó saliva mientras jugueteaba con el anillo que llevaba en el dedo.

—Lamento mucho cómo he reaccionado al ver los escudos. Es que no me gusta sentirme atrapada y no poder ver el exterior… No tenéis ni idea de cuántas veces me han protegido metiéndome dentro de una caja. Ya sé que es para que esté a salvo, pero eso no significa que tenga que gustarme. —Miró a Nykyrian—. Te prometo que no volverá a pasar; en el futuro cooperaré más.

Syn dejó su vaso a un lado y comenzó a beber directamente de la petaca.

—No te preocupes —la tranquilizó—. Estamos acostumbrados a que nos manden a la mierda. Y eso, de gente a la que le caemos bien. Deberías oírlo que dicen nuestros enemigos.

Nykyrian no hizo ningún comentario. No había necesidad. Entendía por qué Kiara había reaccionado de esa manera. Según su ficha, la habían raptado a los ocho años y la habían retenido en un búnker bajo tierra durante doce días mientras torturaban brutalmente a su madre delante de ella. Después de que el padre pagara a los secuestradores, estos habían matado a la madre y le habían hecho a Kiara tres agujeros antes de darla por muerta. El informe decía que aún no podía soportar la total oscuridad.

Era curioso cómo las cicatrices internas nunca sanaban; era el recuerdo del pasado. Pero él lo sabía mejor que nadie. ¡Como si no tuviera suficientes manías propias! No iba a culparla a ella por las suyas.

Le dio a Syn un plato.

—Métete algo en el estómago para que absorba el alcohol, antes de que sufras una combustión espontánea por los vapores.

—Sí —rio su amigo—, sería una pena que mis órganos internos salpicaran tu camisa nueva.

—Tampoco sería la primera vez.

A Kiara la sorprendía que pudieran bromear sobre cosas tan horribles.

—¿Sabéis?, no tiene ninguna gracia.

—Muchacha —replicó Syn con un bufido—, o reímos o lloramos, y llorar consume demasiada energía. Si no puedes encontrarle la gracia a la mierda que la vida te echa encima, acabarás amargándote del todo.

Nykyrian chocó su vaso contra la petaca de Syn en un silencioso brindis.

Kiara cogió su plato y se preguntó si alguna vez podría encontrar la paz que ellos dos parecían tener. Que hubieran podido aceptar todo aquello… Sólo podía rogar porque llegara un momento en que ella fuera tan afortunada.

—Así que supongo que os vais a quedar en mi piso y no en el pasillo, como los guardias de mi padre.

Syn soltó un resoplido.

—Ya sabes que esa es la peor forma de vigilar a nadie —dijo y añadió con voz de falsete—: Por favor, protégeme desde fuera para que puedan venir a matarme sin que lo oigas. —Negó con la cabeza—. Quieres vivir, ¿verdad?

—Sin duda.

—Entonces, estaremos donde tú estés, con la única excepción de las visitas al cuarto de baño, a no ser que sean servicios públicos, aun arriesgándonos a que nos arresten.

—Genial —respondió ella, pero aquello no le acababa de gustar—. Se acabó la intimidad.

Nykyrian dejó su vaso.

—No te preocupes, no te molestaremos —le aseguró—. Sólo haz como si no estuviéramos.

Kiara miró su cuerpo enorme y hermoso y pensó que eso era mucho más fácil de decir que de hacer. Su equipo y él tendían a ocupar un montón de espacio y ella no estaba acostumbrada a tener más gente en el piso. Era su santuario lejos del mundo y le gustaba tenerlo para sí sola.

Pero como su padre diría, en la vida había que hacer ajustes. Y su vida acababa de sufrir una seria alteración.

• • •

Kiara estaba hablando con su padre por una conexión segura cuando Syn se marchó. Nykyrian escuchaba su suave voz, salpicada de risas, procedente de su habitación. Sus tonos suaves y dulces lo atravesaban. Estaba acostumbrado a las voces neutras que empleaban los asesinos, o a las profundas voces de barítono de los hombres y hasta ese momento nunca se había dado cuenta de cómo sonaba una típica voz femenina en una conversación.

No, eso no era del todo cierto. De joven había oído hablar a unas cuantas mujeres. Y a Jayne, aunque la voz de esta era artificialmente grave, como la de un hombre. Habían pasado décadas desde que había oído una voz normal de mujer hablando con alguien. Era diferente de las voces de las conversaciones ensayadas de las grabaciones de vídeo o incluso de las entrevistas. La de Kiara era natural, cargada de emociones espontáneas y auténticas.

Y ella estaba en la habitación de al lado…

«Como si eso te importara. Concéntrate en lo que tienes que concentrarte, chiran».

Porque si no lo hacía, Kiara moriría. Ambos morirían.

Con esa idea predominando en su cabeza, sacó un portátil de la bolsa que Hauk le había dejado en el suelo.

Se sentó en el sofá. De nuevo oyó la risa de ella, distrayéndolo. Reía de una forma increíble. Suave y ligera.

«Ponte a trabajar, capullo».

Encendió el ordenador negando con la cabeza y se concentró en lo que debía. Se quitó el guante para que el escáner reconociera su huella digital y le permitiera cargar el sistema.

De nuevo, la suave voz de la joven captó su atención, excitándolo al instante.

«Pégate un tiro…».

Quizá debería haberle asignado a Syn el turno de guardia de esa noche. Pero su amigo tenía planes con Caillen. Y como muy pocas veces se tomaba un rato libre, Nykyrian le había dado la noche.

Maldita fuera aquella misión.

Se había pasado toda la cena deseando a Kiara, notando su presencia junto a él. Si no la hubiera tocado en el teatro, tal vez sería capaz de concentrarse mejor. Pero al haber notado su piel, le resultaba difícil quitársela de la cabeza.

Nadie lo abrazaba nunca. Y aquel abrazo se le había grabado en la mente como con un hierro ardiente.

Se rio de sí mismo. ¿A quién intentaba engañar? No importaba que ella lo hubiera abrazado. Desde la primera vez que la había visto actuar, hacía tres años, lo había estado persiguiendo en sueños como un fantasma dispuesto a robarle su podrida alma.

Estuviera donde estuviese, la muchacha nunca se hallaba muy lejos de sus pensamientos.

Y la logística de aquella misión lo fastidiaba más que de costumbre, porque no podía evitar verla y oírla.

Oler el dulce aroma de su cuerpo.

Suspiró profundamente y deseó poder pensar en algo que le aclarara la mente sin tener que amputarse cierta parte del cuerpo.

Al cabo de unos minutos, Kiara dejó de hablar con su padre y entró en la sala delantera con una cálida sonrisa en los labios, mirándolo.

«¡Que me cuelguen…!».

La sangre de Nykyrian comenzó a bullir al verla expresión de ella. Nadie nunca lo había mirado así.

Como si se alegrara de verlo.

Kiara miró por la sala y frunció el cejo.

—¿Se ha ido Syn?

—Sí.

Eso no pareció gustarle.

—Pensaba que os quedarías más de uno para protegerme. ¿No es el protocolo habitual?

«Sí para una persona normal».

Pero él no era normal en ningún sentido de la palabra.

—Créeme, soy más que suficiente para mantenerte a salvo —afirmó, pero no había arrogancia en sus palabras. Era sólo la formulación de un hecho.

Kiara se detuvo junto a su sillón favorito, frente a Nykyrian y su rígida pose. Finalmente se había quitado el largo abrigo, pero lo había dejado justo donde ella quería sentarse. Qué raro que aún pareciera más formidable sin él.

Aquello no iba a ser nada fácil…

Quizá tuviera razón sobre lo de no necesitar a nadie. Parecía más que capaz de derrotar a un ejército entero él solo.

Por fin podía ver el contorno completo de su cuerpo y sus marcados músculos… y la presencia de más armas.

Dagas y puñales enfundados en la espalda, de una cadera a la otra. Más fundas en las muñecas y los bíceps, por delante y por detrás, además de dos pistolas de rayos. Seguro que tenía más armas en los pantalones y las botas, aunque parecía haberse olvidado de todas ellas.

Un escalofrío recorrió a Kiara.

—Cuando trató de mover el abrigo, lo notó muy pesado. ¿Cómo podría llevarlo de una manera tan airosa? Ella casi no podía levantar una manga. Debía de estar revestido de protección, y los destellos plateados indicaban que aún había más armas entre sus pliegues.

Nykyrian se levantó, lo cogió con una mano y lo dejó junto a él, en el sofá. Eso también resultó impresionante.

Kiara arqueó una ceja ante el sonido metálico que hizo la prenda.

—Sólo por curiosidad, ¿cuántas armas hay en esa cosa?

—Suficientes para hacerme feliz.

A ella le hizo gracia la seca respuesta.

—¿Y hay alguna parte de ti que no sea una arma letal?

Él se recostó en el sofá antes de contestar.

—No, hasta mi ingenio es afilado.

Kiara puso los ojos en blanco ante su sarcasmo, pero mientras se sentaba, sintió más respeto hacia él y su fuerza. Las serias palabras de su padre resonaban en su cabeza. Le había advertido de la ferocidad de la Sentella, recordándole que estuviera alerta y lo llamara si tenía cualquier sospecha contra ellos. Aunque sabía que eran los mejores para protegerla, no confiaba totalmente en ellos y había dejado sus propios guardias en la calle, patrullando alrededor del edificio.

Por si acaso.

¿Y quién podía culparlo de ser tan paranoico? A pesar de lo que Nykyrian había dicho antes, los de la Sentella eran mercenarios cuya única lealtad era al dinero.

Miró fijamente a Nykyrian y trató de captar sus pensamientos. ¿Sería capaz de venderla? ¿O de matarla personalmente? ¿Podría tener tanta sangre fría?

«Claro que podría».

Sin embargo, quería creer que él era mejor que eso. Que tenía algún tipo de moralidad oculta bajo aquella gélida fachada y su montaña de armas.

Sus propias palabras le resonaron en su mente: «Se nos arrancan las emociones durante el entrenamiento». Aun así, ella se negaba a creer que careciera por completo de sentimientos. De ser cierto, no la habría consolado cuando lloraba. No le hubiera importado tanto como para molestarse.

Sus dedos enguantados volaban sobre el teclado con sólo un susurro suave.

Una sonrisa maliciosa curvó los labios de Kiara al contemplar su perfecto cuerpo y su perfil, mientras él parecía haber olvidado su presencia. Había conocido a muchos hombres que trabajaban constantemente para mejorar su aspecto físico, pero ninguno le había resultado tan atractivo como aquel.

Alguien que en realidad debería repelerla.

Sin embargo, tenía algo que tiraba de ella, como un bebé necesitado de consuelo. Kiara casi se echó a reír al pensarlo. Recorrió con la mirada el tenso mentón de Nykyrian y sus facciones inexpresivas. La personificación del feroz soldado y el asesino letal.

No, no parecía haber nada en él de necesitado o de doliente.

Entonces, ¿por qué se sentía así?

—¿En qué estás trabajando? —preguntó finalmente.

Él soltó un leve gruñido gutural de advertencia que la inquietó un poco.

—Tengo mucha tarea pendiente —contestó Nykyrian—. No estoy aquí para ser sociable. Sólo para protegerte. Haz como si yo no estuviera y dedícate a tus cosas.

Ella arqueó una ceja ante ese comentario.

—¿Tienes idea de cuánto espacio llenas? Por si no lo has notado, no eres pequeño o fácil de pasar por alto.

Habría jurado que una de las comisuras de la boca de él tironeó hacia arriba, casi como si hubiera sonreído. Pero Nykyrian no dijo nada.

Kiara se rodeó las piernas con los brazos y apoyó la cabeza en las rodillas. Observó cómo volaban los dedos de él, maravillada de que pudiera teclear y hablar al mismo tiempo.

—Pero ya que estás aquí… —empezó ella.

Los dedos de él dejaron de teclear y un repentino silencio flotó en el ambiente, acrecentando su incomodidad.

—Pensaba que podías aprovechar para contarme algo de ti. Podríamos acabar pasando días juntos, hasta semanas, y yo…

—Muy bien —la cortó él.

Kiara ocultó su sonrisa triunfal detrás de las rodillas, pero estaba segura de que los ojos le brillaban como si hubiera hecho una travesura.

Nykyrian se apoyó en el respaldo y cruzó los brazos sobre el pecho, con gesto defensivo.

—Si eso te va a dar paz de espíritu, te permitiré que me hagas ocho preguntas. Después de eso, nunca más volverás a preguntarme nada sobre mi pasado o mis colegas y te quedarás callada y me dejaras acabar lo que estoy haciendo.

Sus palabras secas y cortantes la irritaron. Se lo quedó mirando, tratando de pensar en qué podría proporcionarle una información básica sobre la clase de persona que era él.

—Vale —dijo cuando se le ocurrió la primera—. ¿Cuál es tu apellido?

—Una, Quiakides.

Ella casi se atragantó de sorpresa al oír ese nombre, el último que esperaba oír. No se hubiera sorprendido más de haber descubierto que era un príncipe.

—¿Como el universalmente famoso y aclamado comandante Huwin Quiakides?

En la Liga, ese nombre tenía más prestigio que el de todos los presidentes y familias reales de toda la Unión de Sistemas juntos. El difunto comandante era una leyenda reverenciada por todos.

—Dos, sí.

—¿Era tu padre?

Kiara lo vio apretar los dientes antes de contestar.

—Tres, sí.

Ella soltó un resoplido muy poco femenino.

—Esa no cuenta. Deberías habérmelo dicho cuando te he hecho la segunda pregunta.

Él se encogió de hombros con un irritante gesto de desinterés.

—Sé más específica. Todo cuenta.

«Será cabrón…».

Pero no iba a sacar nada discutiendo. Una cosa sí sabía de él: era obstinado hasta la médula.

Se quedó un minuto pensando sobre la poca información que Mira le había dado mientras se encontraba en la base de la Sentella.

—Si él era tu padre, ¿por qué abandonaste la Liga?

Esta vez sí que vio cómo apretaba el mentón con rabia a la vez que endurecía su expresión.

—¿Qué te hace pensar con tanta seguridad que he estado en la Liga?

Kiara tragó saliva ante su tono brusco y amenazador. En ese momento, no le costó imaginárselo haciendo pedazos a alguien y no tenía ningún deseo de que ese alguien fueran ni ella ni Mira.

—Vi parte del tatuaje que tienes en la muñeca. Es cierto, ¿no? ¿Eras un asesino de la Liga?

Los labios de Nykyrian perdieron parte de su tensión y ella se preguntó por qué sería.

—Cuatro, sí —contestó él.

Kiara se estaba cansando de que contara las respuestas.

—¿Sabes?, podrías tratar de ser un poco más amable.

—No me pagan por ser amable. Me pagan para matar.

A ella se le hizo un nudo de temor en la garganta al pensarlo.

—¿Te gusta matar? —preguntó, mientras el nudo le iba creciendo a cada instante.

Kiara fue testigo de la primera respuesta emocional visible de Nykyrian: se puso completamente rígido y tenso. Su furia era inconfundible, aunque la reprimiera. Cerró el portátil con gesto rápido y lo dejó a un lado.

Sin decir nada, se marchó de la sala.

Ella se quedó en la silla durante varios minutos, pensando en esa reacción. Si él sacaba el tema de matar con tanta facilidad, ¿por qué su pregunta lo había molestado tanto?

Fue a buscarlo.

Lo encontró de pie ante los escudos protectores del estudio.

Lo observó desde la puerta mientras él pasaba las manos sobre los paneles de plástico como si buscara un agujero. Había recuperado su expresión neutra.

—Has dicho que responderías a mis preguntas.

Dejó caer la mano.

—No esperaba que me hicieras esa.

—¿Por qué no?

Nykyrian cruzó la habitación con su paso seguro y poderoso y se le plantó delante. Por un momento, Kiara pensó que la iba a tocar, pero se quedó a poco más de un palmo de distancia; lo suficientemente cerca como para percibir el calor que despedía su cuerpo, y aquella especie de pared intangible a su alrededor, tan gruesa que no se atrevía a tocarlo o a acercarse más a él.

—¿Por qué te va importar cómo me hace sentir algo? —preguntó Nykyrian en tono bajo y algo escrutador.

—No lo sé. Pero así es.

Él se dio la vuelta y cambió de tema.

—¿Practicas aquí?

Kiara frunció el cejo ante la inesperada pregunta y pensó qué lo habría llevado a hacerla.

—Sí.

Nykyrian fue hasta la pared de espejos y se apostó en el sitio favorito de ella de la barra de ejercicios. La había usado tanto que la madera tenía un ligero desgaste donde apoyaba el tobillo y una mancha permanente de los aceites de su cuerpo.

—¿Te gusta lo que haces?

—Claro que sí.

Él negó con la cabeza.

—Esa ha sido una respuesta bien ensayada —respondió—. Dime con toda sinceridad si disfrutas de toda la rutina de tu ocupación. Las horas y horas de ensayos; las exigencias de los promotores; las pruebas de vestuario; los otros bailarines, que te envidian; los medios, que critican cada movimiento que haces, y toda la mierda que va con cada actuación. ¿De verdad disfrutas con lo que haces?

Kiara apartó la vista. No, odiaba todo eso. Ni siquiera podía comer lo que quería por miedo a ganar peso… o perderlo, que era igual de malo. Una vez confeccionado el vestuario, les ponían una fuerte multa si ganaban o perdían más de medio kilo.

Y la pesaban todos los días.

Observaban todo lo que hacía en público. Todo lo que pasaba en privado era leña para el fuego de la especulación pública.

Y luego estaban las ampollas y el dolor muscular. Las rampas y los tirones. Las dudas y los miedos. Y, lo peor de todo, los amigos traicioneros e hipócritas.

Aborrecía profundamente todo eso. Pero no iba a permitir que aquel desconocido supiera de su infierno privado. Así que respondió con la verdad.

—Bailar es lo único que siempre he querido hacer.

Él apretó la barra con más fuerza.

—¿De verdad? ¿O lo haces porque alguien esperaba que lo hicieras? ¿Porque es para lo que te han preparado?

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó ella, mientras un escalofrío le recorría la espalda.

Nykyrian se volvió para mirarla.

—Las fotos y los premios que tienes en los estantes de la sala. La mayoría son de cuando eras niña, vestida para bailar con gente que te aplaudía, o de ti recibiendo los premios que enseñabas con tanto orgullo. En ninguna pareces tener edad para haber podido decidir qué querías hacer con tu vida. Y, por la cantidad que hay, dudo de que tuvieras tiempo de probar ninguna otra cosa. —Se le acercó de nuevo—. Yo más bien diría que bailas porque te dijeron que tenías que emplear tu habilidad en eso.

Kiara se quedó parada.

—¿Qué te hace decir eso?

—Como antes, tus fotos. Cuando estás con ropa de ensayo, hay una mirada temerosa en tus ojos. Como si temieras decepcionar a alguien. Y en las que has ganado un premio, no hay alegría real. Sólo alivio.

La verdad de esas palabras sacudió su conciencia. ¿Cómo podía él haber visto algo que nunca había admitido ante nadie?

Ni siquiera ante sí misma.

Tenía razón en todo.

¿Por qué nadie, sobre todo ella, lo había notado antes?

—¿Siempre eres tan perspicaz?

—En mi trabajo es muy útil captar características y detalles de la gente, para entenderla mejor —contestó, encogiéndose de hombros—, sobre todo lo que la motiva y la hace Kiara pensó en esas observaciones. Y en ese momento empezó a comprenderle con más claridad.

—¿Por eso haces lo que haces? ¿Porque alguien te dijo que tenías que hacerlo, que debías ser un asesino?

El silencio fue su respuesta.

—Aún me debes seis respuestas —le recordó Kiara.

—Cuatro —la corrigió él y cruzó los brazos sobre el pecho—. Y ya he respondido a suficientes por esta noche.

Pasó ante ella para salir del estudio y Kiara supo que el tema estaba tan cerrado como si se lo hubiera confiado a los Protectores de la Liga. Con un suspiro de resignación, se dio cuenta de que no sabía mucho más sobre él de lo que ya sabía antes.

Pero sí que era hijo de uno de los comandantes más temidos del universo. La pregunta había pasado a ser cómo Huwin Quiakides había tenido un hijo con una andarion.

¿Quién era la madre de Nykyrian?

Y, lo más importante: dado su pedigrí, ¿por qué habría dejado la Liga? ¿Por qué alguien arriesgaría su vida y decepcionaría tanto a su padre?

Curiosa, volvió a la sala, donde él estaba de nuevo ocupado con el ordenador.

—¿Te molesta si enciendo el visor?

—No.

Volvió a su sillón, cogió el mando a distancia y comenzó a cambiar de canales. Tenía la atención más puesta en Nykyrian que en los programas. Aunque él parecía haberse olvidado de que ella estaba allí; podía notar el muro defensivo que él había levantado entre los dos. Pero en alguna parte, debía de haber una grieta.

Sin embargo, ¿de verdad quería encontrarla?

Dado su pasado, más valdría no saber los secretos y los fantasmas que lo acosaban. ¿Qué habría visto durante su vida?

¿Qué habría hecho?

Esa idea hizo que se le retorciera el estómago al recordar su propio y brutal pasado. ¿Podría él haber torturado a su madre como lo habían hecho sus secuestradores? ¿Podría abusar de una niña y reírse de sus lágrimas mientras la amenazaba?

¿Sería capaz de matar a un niño?

Lo miró de reojo para ver el trocito de piel coloreada en la muñeca, entre el guante y la manga.

La marca de un asesino brutal…

Aterrorizada ante ese pasado, apagó el visor.

—Me voy a la cama. —Se puso en pie y se detuvo en el pequeño espacio entre el sofá y el sillón hasta que él la miró. Incómoda, carraspeó antes de admitir lo que más odiaba de sí misma. Lo que nunca había conseguido superar por más que lo hubiera intentado—. Por favor, no apagues las luces bajas cuando te acuestes. No… no me llevo muy bien con la oscuridad.

Él no respondió.

Kiara recogió la poca dignidad que le quedaba y salió de la habitación.

Nykyrian dejó de trabajar y escuchó mientras Kiara se preparaba para dormir. Cerró el ordenador para aliviar parte del dolor en los ojos y se permitió perder la rigidez del cuerpo y relajarse en el sofá.

Los ruidos de ella al moverse por el dormitorio le producían un extraño alivio en el alma. Eran tan normales… y la normalidad era algo que siempre había faltado en su vida.

Se quitó las gafas, se las apoyó sobre una rodilla y luego, con la palma de la mano, se apretó el ojo derecho, que le ardía como fuego. Hacía años, una mala herida le había dañado el lagrimal. Por eso, tendía a secársele y dolerle. La mayor parte del tiempo conseguía no prestarle atención, pero siempre que miraba durante mucho rato una pantalla, de ordenador o visor, le molestaba de verdad.

Y mientras estaba sentado allí, la imagen de Kiara desvistiéndose apareció en su mente. Por culpa de Chenz, ya sabía cómo eran sus pechos. Tersos, pálidos y del tamaño justo para llenarle la palma…

«¡Ya basta! —les gritó a sus traidores pensamientos—. ¡Quítatela de la cabeza!».

Sí, claro. Tendría que arrancarse los ojos e, incluso así, el recuerdo le quedaría grabado en la memoria.

«Eres un idiota. Sólo es una clienta. Ni más ni menos».

Se obligó a recordar eso mientras dejaba las gafas en la mesita baja y se tumbaba en el sofá, escuchando el silencio vacío y tranquilizador que le rodeaba. Sacó fuerzas de él y juró pensar sólo en los hombres que perseguían a Kiara, y no en el cuerpo desnudo de ella.

• • •

Fuera de su casa, Nykyrian nunca llegaba a dormirse del todo. La Liga lo había entrenado para aguantar días despierto, con sólo cortas siestas de combate cuando no tenía más remedio que descansar.

Mientras estaba tumbado en el sofá, mirando el vacío, mantenía la atención puesta en los sonidos del pasillo exterior y del equipo de vigilancia. Era consciente de todo con mucha nitidez.

De repente, oyó a Kiara levantarse de la cama, algo que normalmente no lo alertaría. Pero la respiración de la joven era rápida y superficial, como si estuviera a punto de hiperventilar.

Luego la oyó abrir la puerta e ir al estudio.

Nykyrian miró su cronómetro y frunció el cejo antes de ponerse las gafas. Era plena noche. Seguro que no iba allí a ejercitarse.

Se levantó y la siguió.

Kiara había encendido la luz a toda potencia y estaba en el estudio, rodeándose con los brazos. Sus ojos color ámbar estaban llenos de terror, mientras mascullaba en voz baja con un tono tenso y contenido. Caminaba en círculo, frenética.

—Oh, Dios, para, por favor. Por favor. Por favor. No puedo respirar. No puedo pensar. No puedo… Oh, Dios… No quiero morir. No quiero…

Él sabía exactamente lo que le pasaba.

Un grave ataque de pánico.

—¿Princesa?

Kiara lo miró, negó con la cabeza y se abrazó con más fuerza.

—Por favor, déjame sola. No puedo respirar.

Él sintió lástima de ella y de su miedo. Se acercó y le cogió los brazos para detenerla.

—¿Kiara? Hauk lleva ropa interior de mujer.

Ella se detuvo de golpe, no muy segura de haber oído bien.

—¿Repítelo?

—Hank lleva ropa interior de mujer. Rosa y muy femenina. Ya sabes, una de esas cosas pequeñísimas que se le meten en la raja de su gordo culo.

A pesar de su terror, Kiara se echó a reír al imaginarse al enorme y fiero andarion con un tanga rosa.

—¿Hauk lleva tangas de mujer?

Nykyrian aflojó la presión con que le agarraba los brazos.

—¿Mejor?

Sorprendentemente, lo estaba. De alguna manera, aquella imagen inesperada había conseguido atravesar el pánico y devolverla al mundo real. Nadie había sido capaz de hacer eso antes.

Su padre, a pesar de todo su amor, le gritaba que se controlase, aunque a ella le era imposible hacerlo. Por eso no quería que nadie la viera. Por no hablar de que era de lo más vergonzoso comportarse a su edad como una lunática delirante, sobre todo en mitad de la noche, cuando los demás dormían.

Ni siquiera sabía qué le provocaba aquello. Sólo que, de vez en cuando, se despertaba en mitad de la noche aterrorizada e incapaz de calmarse.

¿Quién hubiera pensado que alguien como Nykyrian sabría qué hacer para ayudarla?

—Sí —contestó—. Creo que sí. Gracias.

Él inclinó la cabeza hacia ella y le soltó los brazos.

—Vamos, te calentaré un poco de leche. Te ayudará a dormir.

Kiara se apretó el cinturón de la bata, apagó las luces del estudio y lo siguió a la cocina.

—¿Cómo has sabido qué hacer?

Nykyrian se encogió de hombros.

—En algún momento, todos tenemos ataques de ansiedad.

—¿Incluso tú?

—No. Pero he estado con otros que los han tenido. Una tontería lanzada al azar tiene la capacidad de atravesar el pánico y ayuda a quien lo padece a pensar en otra cosa.

Ella aún no podía creer la facilidad con que eso había funcionado. Había estado sufriendo esos episodios la mayor parte de su vida. A su padre y sus terapeutas nunca se les había ocurrido una manera de superarlos.

—¿Es verdad que Hauk lleva ropa interior de mujer?

—No, pero es una buena imagen, ¿verdad? —contestó Nykyrian mientras abría la nevera y sacaba la botella de leche.

¿Cómo podía soltar frases así sin siquiera sonreír?

Ella se echó a reír mientras se sentaba en el taburete ante la encimera.

—Sí que lo es. ¿Sabe él que lo utilizas así?

—Lo dudo. Todavía respiro. —Echó leche en un vaso y luego lo calentó.

En unos segundos lo puso delante de ella junto con una servilleta.

Kiara cogió el vaso caliente con un suspiro y lo rodeó con las manos.

—Lamento mucho que hayas tenido que ver eso.

Mientras él guardaba la leche, ella se dio cuenta de que aún iba totalmente vestido y armado. Incluso llevaba los guantes. ¿Dormiría siempre así?

—No te disculpes. Has pasado por mucho esta semana.

Eso era cierto, aunque esperaba que el día siguiente fuera más tranquilo.

—¿Cómo aguantas esta vida?

—La muerte no me asusta.

—¿De verdad? ¿No tienes ningún temor a lo que haya al otro lado?

—En absoluto.

¿Cómo podía ser eso? Después de todo lo que habría vivido y hecho en la Liga.

—¿No temes ser juzgado y condenado por lo que has hecho en tu vida?

Nykyrian no respondió. La verdad era que la gente ya lo había condenado. No veía ninguna diferencia con su vida presente; y lo más triste era que la actual era muchísimo mejor que su pasado.

Ya había estado en el infierno.

—No hay nada que me asuste, mu tara. De verdad.

—Te admiro. Ojalá yo pudiera vivir así.

—No, no es cierto. Créeme. Tu vida es mucho mejor que la mía.

Kiara se bebió la leche.

—Sí, pero tú no tienes que preocuparte de que nadie te convierta en víctima.

—Princesa, al final, la vida nos convierte a todos en víctimas.