La puerta se abrió con un resonante golpe.
—Tírala, Pitala.
Kiara se quedó inmóvil de alivio al oír el profundo acento que tan bien recordaba: Nykyrian.
Abrió los ojos y al volver la cabeza lo vio en la puerta, tranquilo, con un brazo apoyado en cada lado del quicio como si estuviera charlando con un amigo.
Llevaba el largo abrigo echado hacia atrás por ambos lados para mostrar dos pistolas de rayos enfundadas y una variedad de armas de las que ella sólo podía suponer su funcionamiento. Como antes, su abundante cabello rubio estaba recogido en una trenza que le caía por la espalda y se tapaba los ojos con unas gafas negras.
—La mataré, tarado —gruñó Pitala mientras le quitaba el seguro a la pistola.
Nykyrian permaneció impasible ante el insulto y la amenaza.
¿Por qué no? Él no tenía una pistola de rayos en la cabeza.
Nykyrian soltó un suspiro aburrido.
—Entonces, luego te mataré yo y me reiré mientras lo hago. A mí no me importa. Suéltala y al menos podrás irte vivo. Pero esta oferta dura muy poco. Decídete rápido, antes de que te mate sólo por haberme hecho salir en una noche en la que preferiría haberme quedado haciendo ganchillo.
Kiara se quedó sorprendida ante la ambivalencia de su tono. Habría admirado su capacidad de permanecer tranquilo si hubiera sido la vida de él la que estuvieran negociando. Pitala la miró indeciso.
Le apartó la pistola de la cabeza y ella respiró temblorosa, agradeciéndolo.
—¿Crees que te tengo miedo, mestizo? —preguntó entonces despectivo, negándose a soltar el cuello de ella.
Nykyrian se puso a un lado de la puerta.
—Deja de ganar tiempo, gilipollas. ¿De verdad crees que me quedaré aquí lo suficiente para que tu colega me venga por detrás? —Chasqueó los dedos.
Un hombre inconsciente voló a través de la puerta y Pitala soltó una palabrota.
—No me gusta nada sacar la basura —dijo Syn mientras se unía a Nykyrian sacudiéndose las manos.
Pitala soltó a Kiara.
Esta se frotó el cuello y se apartó de la mesa. Saltó instintivamente cuando el asesino apuntó el arma hacia los dos hombres que estaban en la puerta. Antes de que pudiera dispararles a ninguno de ellos, dos pistolas de rayos salieron de ninguna parte y le apuntaron al cuerpo. Dos láseres rojos lo señalaron sin moverse, uno entre las cejas y otro en la entrepierna.
—Piénsalo —le dijo Nykyrian, amenazante, mientras dejaba ir el seguro del arma con el pulgar.
Pitala soltó una carcajada nerviosa y alzó las manos.
—No iba a dispararte de verdad. Sólo quería ver si eras tan bueno como dicen.
—Mejor —repuso Syn y se acercó para quitarle la pistola de rayos de la mano—. Y eso conmigo borracho como una cuba.
Imagínate lo que puedo hacer sobrio.
Sólo después de que Syn lo desarmara y se pusiera entre ella y Pitala, el láser rojo de Nykyrian desapareció de la frente del matón.
Con una sorprendente indiferencia, Nykyrian Quiakides enfundó el arma.
—Pídele perdón a tara Zamir por estropearle la noche y te podrás ir.
Los negros ojos se clavaron en Kiara con la callada promesa de que volvería.
—Mis disculpas, princesa —dijo con voz áspera—. No era nada personal.
Ella notó que el cuerpo se le cubría de sudor mientras Pitala se inclinaba y despertaba a su colega. En unos segundos, los dos asesinos se habían ido.
Entonces, su alivio se transformó en sospecha hacia los otros dos y sus intenciones.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Salvarte —le respondió Nykyrian sin demasiado interés, mientras miraba hacia el pasillo, dándole la espalda.
Aun así, Kiara no estaba segura de que el peligro hubiera pasado. La Sentella había rechazado el contrato para protegerla. Quizá sólo la hubieran salvado de Pitala para poder cobrar ellos la recompensa por su vida.
—No está totalmente en shock —valoró Syn contemplándola—, pero apuesto algo a que se desmaya antes de que la lleves a casa.
Kiara abrió la boca para recordarle que ella no se desmayaba, pero se calló cuando Nykyrian entró de nuevo en el camerino.
—Toma. —Syn le dio a Kiara un caramelo.
—No tengo hambre.
Se lo puso en la mano.
—Cómetelo. Lo necesitas. El azúcar te ayudará con el shock.
Ella lo cogió, aunque su estómago se cerró en protesta.
Syn miró a Nykyrian.
—¿Se han marchado por detrás?
—Sí —contestó su amigo—. Cincuenta dorcas a que están preparando una emboscada cerca de mi nave.
—No apuesto a eso —replicó Syn con un bufido—. Ya sé que lo están haciendo. Son demasiado estúpidos como para no ser predecibles y hacerlo obvio. Uf, me cabrea respetar la ley. Es una pena que no pueda destrozarlos.
Nykyrian inclinó la cabeza hacia él.
—Deja de protestar. Ya sabes qué hacer. Nos encontraremos en el lugar y la hora acordados.
Volvió entonces su atención hacia Kiara, que tenía el maquillaje estropeado por las lágrimas y estaba abriendo el caramelo con manos temblorosas. Se lo puso en la lengua. Deseaba desesperadamente consolarla, pero no sabía cómo. A él, el puñado de veces en que había llorado, lo habían castigado con una paliza. Como las palabras tiernas y las caricias le resultaban totalmente ajenas, no tenía ni idea de cómo ofrecérselas a otra persona.
Ni siquiera entendía por qué tenía ese impulso.
Le habían extirpado a palos la compasión hacia los demás, pero ella rompía la bondad de ese entrenamiento. La Academia de la Liga se horrorizaría si descubrieran que las lágrimas de una mujer podían dejar en nada toda su costosa preparación. No era de extrañar que mantuvieran encerrados a sus asesinos.
A Kiara, las lágrimas le brillaban en las mejillas, donde habían dejado surcos en el maquillaje.
Nykyrian apretó la culata de la pistola con la mano al sentir que la furia lo abrasaba. Debería haber acabado con Pitala por el dolor que le había causado a Kiara.
«Odio todo eso de ser legal».
Pero mientras Syn estuviera con él, tenía que estar del lado de la ley o ver cómo ejecutaban a su amigo. Y así la escoria podía seguir viviendo aunque él quisiera arrancarles las entrañas.
Nykyrian controló pues sus emociones y cogió la capa de ella de un colgador que había en la puerta. Se la dio.
—Toma. Tenemos que irnos.
Kiara se tragó un trozo de caramelo. Por un momento, la niebla que le cubría la mente no le dejó entender las palabras.
—¿Te refieres a marcharnos?
—Sí.
Ella negó con la cabeza.
—Tengo que actuar. —Hasta a sus oídos su voz le sonó hueca. Tenía que bailar. La gente había pagado mucho dinero para verla. Los promotores nunca le perdonarían que decepcionara al público, cualquiera que fuera la razón.
«El espectáculo debe continuar…».
Era la norma por la que había vivido toda su vida. La que su padre le había inculcado. Sin importar lo que pasara o cómo se sintiera, sus actuaciones eran lo primero.
Pero por dentro oía a alguien gritar y no podía localizar el origen. Se notaba extrañamente atontada. Como si transitara por un sueño. Todo parecía ir más lento.
En lo único en lo que podía pensar era en salir al escenario…
Nykyrian la cogió por el brazo cuando ella trató de pasar ante él. Le preocupaba la lucidez de la joven. ¿Habría sufrido un colapso nervioso por el ataque?
—Tienes que salir del teatro.
—No puedo. No está permitido.
También le preocupaba su voz, de una inquietante vacuidad. Aunque ese tono era normal en él, no lo era en otros. No en la gente que no estaba acostumbrada a verla muerte y a luchar por su vida.
La hubiera sacudido. Kiara tenía los ojos tan vidriosos, tan vacíos de emoción… Syn tenía razón, estaba en estado de shock.
—Escucha —le dijo, tratando de que le prestara atención a través de la suave sedación que la propia mente de ella había producido—. Pitala no se ha ido muy lejos. Si sales al escenario, podrá acabar contigo desde cualquier sitio entre el público. Cada minuto que te retrases es un minuto más en que él puede buscar un punto desde donde dispararte. Debemos marcharnos ya.
Kiara se echó a reír sin acabar de entenderlo que le decía. Se soltó de él y salió al pasillo.
Se dio con el pie en algo sólido.
La insensibilidad fue reemplazada por un terror arrollador. En el suelo se hallaban los cuerpos de los guardias, con los ojos abiertos y vidriosos. La sangre les goteaba del uniforme y se extendía por las losetas del pavimento de una forma repugnante. En ese momento, su pasado se abrió camino con una brutalidad espantosa. Podía notar a su madre cayendo sobre ella después de que le dispararan. Ver sus sangres mezclándose.
El peso de su madre… le había resultado aplastante.
Su grito histérico resonó por todo el pasillo mientras volvía a ver el cañón de la pistola de rayos que le había disparado de niña.
Vio los fríos ojos del asesino que intentó matarla.
Una y otra vez, notó el dolor de sus heridas y oyó a su madre gritar pidiendo clemencia…
—¡Haz que pare! ¡Por favor, haz que pare!
Nykyrian se estremeció ante su voz, que parecía proceder de algún oscuro lugar del alma de Kiara. Era escalofriante.
Sin pensar, la rodeó con los brazos y la apretó contra su pecho para taparle la visión de los soldados muertos.
—No mires.
La sujetó en silencio mientras ella sollozaba inconsolable. Hacía tiempo que a él habían dejado de horrorizarlo los cadáveres. La emoción que ese siniestro espectáculo le despertaba era de rabia ante el desperdicio de vidas.
Las ardientes lágrimas de Kiara le empaparon la camisa y le enfriaron la piel. Su cabello, rociado con purpurina y trenzado con cintas y lazos, despedía un suave aroma floral. Sus esbeltos brazos se aferraban a él mientras los sollozos la hacían temblar.
¿Por qué demonios no estaba Syn allí para ocuparse de aquello? Él sabría qué hacer y decir. Si hasta había tenido esposa una vez. Nykyrian se sintió totalmente perdido y mal preparado, dos sensaciones que odiaba.
—Todo irá bien —dijo, esperando que fuera eso lo que debía decir. Empezó a darle palmaditas en la espalda, pero en seguida se detuvo, porque no quería hacerle daño. Era tan frágil y pequeña. Lo último que quería era lastimarla involuntariamente con su fuerza de andarion.
¿Cómo se consolaban los humanos unos a otros?
Decirle que parara y lo olvidara no parecía lo adecuado.
Sin saber muy bien qué hacer, la dejó llorar mientras seguía abrazándola.
Kiara se aferró a él como si fuera un salvavidas. Necesitaba la seguridad que le ofrecía, la protección. Encontró un extraño consuelo en sus brazos. A Nykyrian, el corazón le latía con un ritmo continuo y tranquilizador, bajo la mejilla de ella. Un tenue olor a cuero y almizcle emanaba de su piel, calmándola a pesar del terror de esa noche y de su pasado.
No quería morir. No así. No como aquellos pobres hombres en el suelo.
«¡Que alguien me ayude!».
Nykyrian apretó los dientes cuando ella lo agarró con más fuerza. En toda su vida nadie lo había cogido así. Aunque sabía que sólo era el estado emocional de la joven lo que provocaba que lo tocara.
«Estás perdiendo un tiempo muy valioso».
Tenía que ponerla a salvo.
Se apartó de ella, la cogió por los hombros y la hizo mirarlo.
—Tenemos que marcharnos.
Kiara respiró hondo varias veces para tratar de sosegar sus crispados nervios. Le cogió la capa de la mano y se la puso sobre los hombros protegiéndole los ojos para no ver los cadáveres. Por el momento, no tenía más alternativa que confiar en aquel extraño para esquivar a Pitala. Nykyrian le había salvado la vida y era evidente que sabía lo que se hacía.
Tenían que irse de allí.
Él miró a ambos lados antes de salir al pasillo. Con una mano sobre ella y la otra en la pistola, la condujo hasta la entrada de la cantina, luego a la puerta trasera y a la calle.
Llamó a un vehículo de transporte de la fila que había al otro lado de la calzada.
Kiara entró en el coche, y se acomodó lo más lejos que pudo en el asiento. Sólo quería perderse en la oscuridad y que nunca la molestaran ola persiguieran de nuevo.
Nykyrian dio la dirección de ella al ordenador de a bordo.
Kiara se quedó helada de terror.
—¿Cómo sabes dónde vivo?
—Todo buen mercenario lo sabe. Los probekeins llevan publicando tu nombre y dirección durante toda la semana en sus listas de recompensas.
Ella tembló aún más. Durante todo ese tiempo, se había engañado pensando que estaba casi segura. Debería haber sabido cuán equivocada estaba.
El estómago se le encogió al pensar en los soldados de su padre. Su muerte era culpa suya. Aunque hubieran dicho cosas groseras sobre ella, no se merecían lo que Pitala les había hecho.
Sin duda tendrían familia y habrían tenido un futuro si ella…
Kiara no quiso seguir por ahí.
Los probekeins la querían muerta y cualquiera que estuviera cerca de ella podía ser la siguiente víctima.
—¿No tienes miedo de estar conmigo?
—¿Miedo?
Por primera vez, Kiara notó emoción en la voz de Nykyrian.
Estaba cargada de incredulidad.
—El próximo asesino podría matarte por error.
—Déjame asegurarte que si alguien me mata, no será precisamente por error. Al lado del precio que la Liga ha puesto a mi cabeza, el de la tuya es ridículo. Por no hablar del prestigio instantáneo que matarme daría a cualquier mercenario que pudiera lograrlo.
Kiara asintió, incapaz de hablar por el nudo de lágrimas que tenía en la garganta. Y allí siguió, sentada junto a un auténtico mercenario, un asesino brutal a decir verdad.
¿Por qué la estaba ayudando?
—¿Vas a matarme? —le preguntó y la voz le tembló por el esfuerzo y el miedo.
Él no reaccionó en absoluto ante esa pregunta.
—Si hubiera tenido esa intención, habrías estado muerta antes de verme.
A ella la recorrió un escalofrío al oír sus frías palabras.
—Pero ¿por qué me estás protegiendo? Pensaba que a los asesinos mercenarios sólo los motivaba el dinero.
Nykyrian se frotó el bíceps izquierdo con la mano, el lugar donde tenía el tatuaje completo de la Liga.
—No has conocido a tantos de nosotros para saber qué nos motiva.
Kiara reconoció que tenía razón, pero eso no cambió su opinión.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué me estás ayudando?
Nykyrian paró de frotarse el brazo y miró hacia otro lado.
—Tal vez soy un admirador tuyo.
—¿Lo eres?
—Sí.
Ella lo miró, demasiado sorprendida y confusa para sentir nada. Nykyrian estaba sentado a su lado tan quieto que parecía inmaterial. Como un ángel de la muerte, sólo que en su caso la estaba protegiendo, o al menos eso era lo que él decía. Su cabello era tan claro y suave… Como siempre, las gafas negras le cubrían el rostro y no le permitían hacerse una buena idea de su aspecto real.
Era un auténtico enigma. Pero si tenía que confiar en que la mantuviera a salvo cuando eso parecía ir tan en contra de su naturaleza, quería saber algo de él. Algo que lo hiciera parecer… humano.
—¿Quién eres en realidad?
Nykyrian se encogió de hombros.
—Nunca he acabado de saberlo. Pensar en mí lleva demasiado tiempo, y el tiempo es un lujo que no me puedo permitir.
Kiara se quedó en silencio, pensando, recordando. Por más que lo intentara, no podía quitarse de la cabeza la imagen de los soldados muertos.
—Yo he matado a esos guardias, ¿sabes? —dijo.
Esas palabras parecieron suavizar un poco la rigidez de Nykyrian.
—Los han matado los probekeins.
Ella negó con la cabeza, negándose a entrar en razón.
—No, me estaban protegiendo a mí —insistió—. Tendrían que haber estado en casa, con su familia, no en la línea de fuego de los probekeins.
Nykyrian la miró.
—Eran soldados, mu tara —replicó—. La muerte sólo es un riesgo laboral. Conocían el peligro y lo aceptaron en el momento en que se pusieron el uniforme.
—¿Y tú podrías aceptarla?
—Lo he hecho.
Ella frunció el cejo ante esa revelación.
—¿Te resucitaron?
Él no respondió a su pregunta.
—La muerte es el golpe final que recibimos tarde o temprano. Nadie es inmune, créeme, y esta noche, la Señora se los ha llevado a casa. No llores por ellos, princesa. Te aseguro que ellos no habrían llorado por ti.
Esas palabras le dolieron.
—¿Cómo puedes ser tan frío?
—Soy un soldado, mu tara. Las emociones son un peligro para nosotros, así que las olvidamos.
—Eres un mercenario —replicó Kiara con desdén—. Hay diferencia.
—Cierto. Los mercenarios están mejor pagados.
Ella notó que la frustración aumentaba en su interior. Era de la misma calaña que Pitala. Si le ofrecían lo suficiente, ¿también le pondría la pistola en la cabeza?
La idea la dejó helada.
No podía confiar en él. Lo sabía. La confianza era algo del pasado. Había confiado en la seguridad de la compañía de danza para que la protegieran en el hotel y la habían secuestrado. Había confiado en los soldados de su padre y casi la habían matado. Nunca volvería a ser tan tonta.
Tendría que vigilar a Nykyrian hasta que supiera dónde tenía puesta su lealtad.
—¿Por qué estamos en un transporte, de todas maneras? ¿No es peligroso?
Él negó con la cabeza.
—El azar es mejor que la costumbre. Como no conocen este transporte, no pueden haberlo marcado o rastreado.
Marcado… un eufemismo militar por cargado con una bomba. Dios, cómo odiaba hallarse en esa situación.
El transporte se detuvo delante de su edificio. Nykyrian abrió la puerta del vehículo y observó la calle antes de salir lo suficiente para dejarla pasar.
La escudó con su cuerpo mientras cruzaban la acera y ella metía la llave de tarjeta en la cerradura de la puerta. Cuando esta se abrió, la cogió del brazo para evitar que entrara en el edificio antes de que él hubiera observado el pasillo y luego la calle.
—Me estás poniendo nerviosa —soltó ella cuando casi se le cayó la llave de lo mucho que le temblaban las manos.
—Es que debes estar nerviosa.
Kiara soltó un suspiro de frustración. Vaya con la confianza que le daba su guardia. Entró en el pasillo y fue hacia el ascensor.
—Mi apartamento está en el último piso.
—Ya lo sé.
Eso la enfureció. Si sabía tanto, ¿por qué no iba delante? ¡Oh, qué no daría para quitarle aquella chulería de un puñetazo!
—Debe de encantarte tener siempre razón —replicó ella mientras apretaba el botón de su piso.
Cuando se cerró la puerta del ascensor, él la miró.
—Puedes atacarme todo lo que desees. Me importa un minsid lo de caerte bien o mal. Pero me respetarás, me escucharás y me obedecerás, ¿lo entiendes?
La rabia coloreó las mejillas de Kiara ante esa imposición de sus normas en aquel tono rápido y neutro.
—No soy tuya, no tienes ningún título de propiedad. Por Dios, si ni siquiera te he contratado.
—Tú no. Tu padre.
Ella se tensó, confusa.
—¿Qué se supone que quieres decir con eso? Yo estaba allí cuando Syn rechazó su proposición.
—Nos lo hemos repensado.
El nudo que Kiara tenía en el estómago se le aflojó un poco.
—¿Por qué?
Él se apartó de ella.
—Pitala y Aksel Bredeh —contestó él.
Ella frunció el cejo. A Pitala lo conocía demasiado bien, sobre todo porque aún seguía notando sus pegajosas manos en el cuello.
—¿Qué es Aksel Bredeh?
—Otro asqueroso asesino mercenario, mu tara.
Ella apretó los dientes.
—¿Por qué no paras de llamarme tara? ¿Es un insulto?
Nykyrian se puso tenso por un momento.
—Es la palabra en andarion para «señora».
—¡Oh! —Su explicación la cogió desprevenida. ¿Por qué habría elegido llamarla así después de la brusca forma en que la había tratado? No tenía sentido, pero ayudó a que buena parte de su rabia hacia él se disipara.
—¿Quién es Aksel Bredeh? —preguntó en un tono más amistoso, mientras se preguntaba qué tendría ese nuevo mercenario que hacía que Nykyrian quisiera ayudarla, después de haber rechazado la oferta de su padre. ¿Sería peor que Pitala? Se estremeció ante la idea.
El silencio fue la respuesta a su pregunta.
La miró fijamente, esperando. Pero antes de que pudiera preguntárselo de nuevo, se abrió la puerta del ascensor.
Con una mano sobre la puerta para que no se cerrara, Nykyrian salió fuera y recorrió el pasillo con la mirada.
Kiara tuvo la tentación de darle un empujón y decirle «bu»; seguro que pegaría un buen bote.
O le dispararía. Como ex asesino de la Liga, podría ser muy peligroso si se sobresaltaba.
Nykyrian le dio un golpecito al comunicador que llevaba en la oreja para activarlo.
—Estamos en el pasillo. ¿Alguna alerta? —Esperó unos segundos antes de permitir que ella tomara la delantera hacia el apartamento.
Ella se detuvo ante la puerta. Había algún tipo de extraño artefacto colgado en la ranura de la tarjeta.
—Esto ha sido forzado.
Había alguien dentro del su piso. Podía oírlo.
Notó que la recorría un escalofrío.
Otra vez no…