Kiara estiró las tensas articulaciones. Esperaba dar una representación decente esa noche, pero lo dudaba. Las últimas cuatro noches no había dormido bien. Siempre que trataba de descansar, la asaltaban pesadillas sobre la muerte de su madre, además del recuerdo de los láseres cortando su propia carne.
«Matadlas a las dos».
¿Alguna vez olvidaría esas palabras frías y desalmadas? Había pasado años yendo a terapia antes de poder volver a dormir una noche entera. Años de terapia para adormecer los recuerdos de sangre y miedo.
Dos años antes de poder ir al baño sola.
Un año, antes de poder cerrar la puerta de una sala o cubículo mientras ella estaba dentro.
Aunque su padre había perseguido y matado a los responsables y había pagado una fortuna en cirugía plástica para eliminarle las cicatrices, no había sido suficiente.
Aquel día vivía para siempre en su interior.
Pero el día en que había cumplido los dieciséis y por muy poco no había recibido un tiro en su restaurante favorito, donde estaba celebrando otro año de vida, había decidido que estaba harta de vivir aterrorizada.
No, no podía evitar que aquellos animales intentaran matarla. No tenía ningún control sobre su codicia o sus actos.
Lo único que podía hacer era controlar los suyos propios.
No viviría con miedo ni un día más, encerrada bajo llave. Le habían quitado a su madre, pero no permitiría que le quitaran la cordura y la libertad. Se negaba a darles ese poder sobre ella. Aunque las cicatrices internas permanecieran, se alzaría con fuerza contra esos demonios.
Siempre.
Nadie volvería a hacerla sentir débil e indefensa. Nadie. No iba a ser como su madre o como otros niños de la aristocracia, que sólo podían salir de sus habitaciones privadas con una fuerte escolta de seguridad. Ella iba a ser normal y a vivir su vida como quisiera, decidió. ¡Y que esas bestias se jodieran!
Pero las palabras eran fáciles. Vivir según eso era lo difícil y, desde entonces, cada uno de los días había sido una lucha.
Y aquel en particular estaba siendo más duro que la mayoría. Cualquier ruido la hacía saltar, cualquier sombra la hacía estremecerse. Odiaba estar así. Pero a pesar de toda su bravuconería, sabía la verdad: no había santuario lo bastante seguro. En ningún lugar estaría lo suficientemente a salvo como para que ellos no la atraparan si querían…
«Aprovecha todo lo que puedas». Ese era su mantra al saber que en cualquier momento podía dejar de respirar.
Con un suspiro cansado fue a mirarse en el espejo y revisar su disfraz en busca de cualquier señal reveladora. El ajustado traje rojo con lentejuelas le resaltaba la silueta y la hacía reprocharse la gran cantidad de dulces que había comido esa tarde para tratar de animarse.
Seguía sintiéndose fatal y, además, tenía que añadir un culo gordo.
Al menos, los morados ya casi no se veían. La había sorprendido un poco que los medios de comunicación no le hubieran preguntado por los golpes del rostro. Era probable que quedaran ocultos bajo el montón de maquillaje rojo y dorado que requería su disfraz. Quizá ni los hubieran notado.
Kiara hizo una mueca ante el espejo y siguió caminando de arriba abajo, nerviosa.
Se sintió sola al mirar alrededor del pequeño camerino vacío. Su padre pensaba que su ausencia la tranquilizaba. Todo el mundo parecía pensar que prefería estar sola antes de una actuación, pero la verdad era muy diferente. Sobre todo en el minuto antes de salir a bailar necesitaba compañía. El sonido de otra voz hubiera aliviado la ansiedad que tiraba de ella.
«¿Y si me tropiezo u olvido algún movimiento?
»¿Y si se me rompe el traje?
Ojalá no haga el ridículo…».
Nunca se quitaba de encima esas dudas y temores.
—Creo que ya debería haberme acostumbrado a esto —se dijo en voz alta.
Pero no. La cosa no parecía volverse más fácil. Todos los espectáculos le resultaban difíciles y el miedo a fastidiarla y a que se rieran de ella nunca disminuía. Lo peor era saber que otros bailarines de la compañía querían que fracasara. Los que se reirían si cometía un error o los que disfrutarían con su humillación.
Lo cierto era que la mitad de ellos contratarían a un asesino para matarla si estuvieran seguros de no ser descubiertos.
¿Por qué la gente tenía que ser tan cruel? Ni una vez en su vida había disfrutado con el dolor de otra persona y mucho menos con su tortura.
Se mordisqueó el pulgar mientras continuaba dando vueltas por el camerino. Al acercarse a la puerta, oyó las voces apagadas de los guardias de su padre al otro lado.
—¿Sabes?, no me alisté para esta mierda. Soy un soldado, no la niñera de una zorra rica a la que no le da la gana de dejar su ñoño culo quieto en casa. Mierda, me gustaría que alguien intentara matarla sólo para no aburrirme tanto.
El otro guardia rio.
—Se me ocurre una manera de divertirnos.
—¿A qué te refieres?
—Imagínate hacer el turno de noche en su casa. Envidio a Yanas y a Briqs.
—Sí, ya me gustaría enseñarle a ese retaco mi bastón nocturno.
Asqueada por sus bromas, Kiara cruzó hasta el otro extremo de la sala y rebuscó en su bolso. Sacó una pequeña pistola de rayos y se aseguró de que estuviera cargada al máximo.
—Cerdos —dijo por lo bajo, horrorizada de sus palabras. No era ñoña y, aunque podía ser una zorra si la ocasión lo requería, con ellos siempre había sido cortés y respetuosa.
¿Por qué tenían que hablar de ese modo?
En ese momento no sabía en quién confiaba menos, si en los probekeins o en los groseros soldados de su padre. Fuera como fuese, no iba a correr más riesgos con su seguridad.
Después de guardar el arma, siguió caminando. Ya era casi la hora de comenzar la actuación. El ayudante del director iría en cualquier momento a buscarla. Oía a la orquesta preparándose, con aquella cacofonía que resonaba hasta su camerino.
Oyó un ruido apagado en el pasillo, pero la música lo tapó. Supuso que sería el asistente tratando de pasar entre los guardias y se dirigió a la puerta.
Al acercarse, una larga sombra cayó sobre ella.
Se quedó helada de terror. No… Allí estaba segura. No sólo el teatro tenía su propia seguridad, sino que los hombres de su padre estaban por todos lados. Nadie podía entrar. Que aquella sombra pareciera la de un gigante eran sólo imaginaciones suyas.
Era sólo su paranoia. Ni más ni menos.
Allí no había nadie.
Aun así, un miedo irracional se apoderó de ella. No quería darse la vuelta, pero de todas maneras lo hizo; y deseó haberse hecho caso.
Unos ojos fríos y negros la miraban desde un atractivo rostro humano carente de compasión. Una sonrisa maníaca retorcía los labios de ese rostro, haciéndole saber que disfrutaba con la idea de hacerle daño.
Kiara miró hacia el bolso que había en la mesa, junto a él. ¿Podría llegar a la pistola?
Como si le leyera el pensamiento, él también miró el bolso. Lo barrió con el brazo y lo tiró al suelo. Ella dio un paso y se detuvo cuando la pistola cayó a los pies de él con un golpe seco y estremecedor.
El hombre rio cruelmente y la recogió con su manaza.
Kiara corrió a la puerta, pero él la atrapó y la apartó bruscamente. Rodó por el suelo, pero en seguida se puso en pie; las ventajas de ser una bailarina. Podía mantener el equilibrio y doblarse como el mejor de ellos.
—¡Guardias! —gritó, pensando que los soldados de fuera entrarían a rescatarla.
El asesino chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—No pueden oírte, cielito. Están muertos.
Esas palabras resonaron en sus oídos, mientras viejos recuerdos destellaban en su cabeza… Los guardias de su madre estallando en pedazos, mientras las arrastraban a las dos a un transporte que estaba esperando. El olor a sangre y su primera sensación de auténtico terror.
Respiraba rápidamente y con dificultad. Aún no estaba muerta… Miró hacia la puerta y supo que era su única oportunidad.
Le tiró una silla al asesino y echó a correr.
Con la mano, tocó el helado pomo y lo agarró como un salvavidas, pero antes de que pudiera abrirlo notó un fuerte golpe en la espalda, que la apartó.
Mareada, cayó al suelo.
Desesperada, quiso volver a gritar, pero sus pulmones eran incapaces de emitir nada más que unos jadeos entrecortados y rasposos que le agitaban el pecho. Se arrastró por el suelo tratando de poner más distancia entre los dos mientras pensaba en otra manera de salir de la habitación. Pero no había ninguna. El pánico se apoderó de ella, cegándola. No había salida.
«No hay…».
Un momento.
La ventana. Por ahí era por donde el hombre debía de haber entrado.
La miró.
Seguía abierta.
«Puedes llegar».
Era su única esperanza. Se levantó muy de prisa y corrió con la intención de saltar por ella.
Pero antes de que la alcanzara, el asesino la cogió por el cuello y la empujó contra el tocador. Las botellas de perfume y el maquillaje tintinearon y se rompieron arañándole la espalda. Él le apretaba cada vez más el cuello. Lágrimas de frustración y dolor le llenaron los ojos mientras miraba fijamente el despiadado rostro del asesino.
Kiara le dio patadas y golpes, luchando como podía. Pero no era suficiente.
Él le puso la pistola de rayos en la mejilla y su maníaca risa le llenó los oídos mientras esperaba el ruido explosivo que acabaría con su vida.