leagueTop4

Kiara se despertó de nuevo en un lugar desconocido, pero ese no parecía tan inquietante como el anterior. Para empezar, no estaba tirada sobre un montón de basura y, además, le habían limpiado y vendado las muñecas. Ni siquiera le dolían ya.

Pero cuando recordó a Némesis, se incorporó de golpe, con el corazón en un puño.

«¿Dónde estoy?».

Aquella no era la nave en la que se había dormido. No notaba movimiento. Ni el suave zumbido de los motores…

Estaba en algún lugar en tierra.

¿Qué habían hecho con ella? Era muy desconcertante despertarse sin tener ni idea de dónde se hallaba o de cómo había llegado allí. Estaba viva, pero seguía estando cautiva.

De repente, las tenues luces se intensificaron. La puerta se volvió transparente y Kiara vio a una mujer mayor, gruesa, vestida de enfermera, que miraba hacia la sala. La vio vacilar, como si no estuviera segura de si debía o no entrar. Una amable sonrisa, como la de una adorable abuela, le curvaba los labios cuando, por fin, la puerta se abrió.

—Está a salvo —dijo la mujer mientras se acercaba a la cama. La puerta volvió a verse de un gris oscuro y opaco—. Nadie le va a hacer daño, se lo prometo.

Los ojos castaño oscuro de la mujer brillaban sinceros y afectuosos. Kiara confió en ella.

Con las luces encendidas, se fijó en la elegancia del mobiliario. La cama en la que se hallaba sentada estaba hecha de madera tallada, una rareza que pocos se podían permitir. Cortinas de gasa blanca colgaban de los postes del dosel y protegían el lecho de cualquier corriente perdida. Pero también había un armario con equipo médico al lado. La habitación parecía una extraña mezcla de hospital y hotel.

Confusa, Kiara miró a la mujer.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—El dónde no es importante —contestó la enfermera—. Pronto estará en casa ahora que ya se ha despertado. —Le sonrió con un rostro que Kiara reconoció como perteneciente a una admiradora—. ¿Tiene hambre o sed, alteza?

Cuando ella le dijo que no, la mujer fue hacia la puerta.

—Me llamo Mira. Usted quédese aquí y yo le traeré su traje de combate. Si necesita algo, apriete el botón y yo u otra enfermera vendremos al instante. —Con una última sonrisa, se marchó.

Kiara dejó escapar aire lentamente y confió en que la mujer no estuviera mintiéndole. Parecía totalmente inofensiva, pero nunca se podía estar demasiado segura.

En el silencio de la habitación, oyó el fuerte viento que soplaba fuera y un insistente golpeteo. La mirada se le fue hacia las ventanas de brillantes colores de la pared del fondo. Un árbol de forma extraña y nudosa se agitaba a merced del viento y las ramas golpeaban los vidrios.

Frunció el cejo deseando poder identificar el árbol. Eso quizá la ayudara a averiguar dónde se hallaba.

Pero nunca había sido una alumna muy atenta y, aunque sabía lo básico sobre los planetas que componían al Sistema Unido del Universo Ichidian, no recordaba nada tan avanzado como sus diferentes floras.

Su padre tenía razón; todas esas trivialidades que tanto se había esforzado por enseñarle podrían haber servido de algo, a fin de cuentas…

Kiara suspiró y sus pensamientos volvieron a su padre. Seguramente, alguien habría descubierto ya su ausencia y le habría informado. Sin duda, estaría reuniendo a sus fuerzas a toda prisa para buscarla por cada rincón del espacio. Dado lo ocurrido la última vez que la habían raptado, podía imaginarse el terror, el miedo y la rabia que debía de estar sintiendo el hombre.

Notó un nudo en la garganta mientras rogaba porque aquella gente realmente pretendiera llevarla de vuelta a Gouran. No estaba segura de que la mente de su padre pudiera soportar perderla así.

No después de lo que había pasado la última vez…

La puerta se abrió sobresaltándola y sacándola de sus pensamientos. Supuso que sería Mira, pero cuando se volvió, se quedó helada y sin aliento al ver lo último que se esperaba ver.

«Vaya…».

No era Mira.

Alto y delgado, era la cosa más sexy que había visto en toda su vida, y vistos los suculentos bocados que trabajaban en su compañía de danza, eso era decir mucho. Pero ninguno se podía comparar al peligroso desconocido que había entrado en la habitación. Aunque los hombres a los que estaba acostumbrada eran de lo más sexis, les faltaba aquella fiera aura de poder que emanaba de aquel y de sus rasgos severos y duros.

Era como si fuera el más letal de los depredadores.

«Feroz». Esa era la única palabra que le hacía justicia. Sin duda, no habría otro soldado en todo el universo que pudiera igualarlo en belleza natural o porte letal.

Tenía el cabello de un rubio casi blanco y la expresión aguda y fría. Llevaba gafas negras, que le molestaron, porque le impedían verle la parte superior del rostro o el color de los ojos. Aunque tampoco importaba. Kiara veía lo suficiente para saber que, incluso en la tierra de los hombres espectaculares, no tenía competencia.

En contraste con su cabello casi blanco, vestía de un negro tan intenso que parecía absorber toda la luz, las prendas tenían ribetes de plata…

No, no era plata. Eran armas envainadas en las mangas y las solapas del abrigo, que le llegaba hasta los tobillos. La parte izquierda del mismo la llevaba echada hacia atrás, dejando ver una pistola de rayos enfundada, que le colgaba de la cadera. Las botas altas tenían hebillas de plata con forma de calavera que le cubrían el lateral. Al menos, eso era lo que a Kiara le pareció a primera vista, pero cuando él se acercó más, se dio cuenta de que se podían sacar y hacer servir también de arma.

Era más paranoico —o más letal— que todo el equipo de asesinos de la Liga.

Y eso era decir mucho.

Llevaba el cuello de la camisa levantado, pero abierta lo suficiente por delante como para dejar ver parte de una fea cicatriz en el cuello. Parecía como si alguien hubiera tratado de decapitarlo.

Cuando se acercó, vio que tenía más cicatrices alrededor de las orejas, además de otras más finas que le cruzaban las mejillas hasta la nariz. No estropeaban su atractivo, pero eran bien visibles. Como si algo lo hubiera arañado con grandes garras… sólo que más precisas; más bien como si le hubieran metido la cabeza en un cepo o algún otro tipo de artefacto.

¿Lo habrían torturado?

Cuando él se volvió un poco, como si escuchara algo de fuera, Kiara le vio un intercomunicador negro y plateado en la oreja y la larga trenza que le caía por la espalda: la marca de un asesino entrenado. Y como no llevaba uniforme militar, eso significaba que trabajaba por cuenta propia. Lo peor de lo peor.

No, no era peligroso.

Era un cobarde y un matón.

Se quedó fría mientras la rabia la inundaba.

Nykyrian se detuvo al percibir la mirada de odio en sus ojos color ámbar. Había supuesto, o tal vez esperado, que seguiría dormida, que podría llevársela a su padre antes de que se despertara.

Debería haber sabido que no tendría esa suerte.

Estaba muy despierta y, por su mirada, era evidente que lo odiaba hasta la médula… y eso sin saber que él era Némesis. Maldición, ¿cuánto peor sería su mueca de desprecio si supiera la verdad?

Aunque tampoco importaba. Sólo era un problema pasajero en el flujo de su vida.

Sin embargo, a pesar del evidente desprecio de la joven hacia él, el cuerpo de Nykyrian reaccionó como si ella lo hubiera acariciado. Estaba tan duro y ansioso que tenía que esforzarse para no maldecir. Todo su ser vibraba en armonía con el de Kiara.

Todo su cuerpo la ansiaba…

«Syn tiene razón. Soy un gilipollas».

Ella era la única mujer a la que de verdad había deseado y maldito fuera si sabía por qué. Pero había algo en aquella mujer que le llegaba a lo más hondo. La manera en que se movía, como en un sueño. Con tanta elegancia. Con tanta serenidad.

Algo en ella parecía puro e intacto. Inocente. Y le hacía olvidar, aunque sólo fuera por un momento, la vileza de su vida.

Era Némesis. Solo. Letal. Frío. Una mujer era el único alivio que nunca había necesitado. No obstante, una parte de él, que detestaba, quería saber por una vez cómo sería tener entre los brazos a alguien como ella.

«Me doy náuseas».

Si seguía pensando esas tonterías, iba a acabar vomitando.

Entrecerró los ojos, enfadado consigo mismo y, finalmente, se decidió a hablar.

—Supongo que Mira ha ido a buscar ropa.

Kiara se volvió a meter rápidamente en la cama mientras lo miraba inquieta.

—Eres andarion.

Vaya, y eso que había pensado tontamente que ella no podría mostrarle más desprecio. Había más veneno en esa palabra que en la cápsula que él guardaba en el bolsillo por si en alguna ocasión se hallaba en una situación sin salida.

Se pasó la lengua por los largos colmillos. Bueno, ¿a quién quería engañar? Eran dientes de depredador, pura y simplemente. Y ya debería haberse acostumbrado a que los humanos lo despreciaran por serlo.

—No te preocupes, ya he comido.

Eso sólo pareció enfurecerla aún más.

—¿Eres tú quien va a llevarme a casa? —preguntó Kiara.

—Si lo prefieres, te puedo enviar de nuevo al espacio.

Esperó que ella replicara con alguna palabrota, pero lo sorprendió.

—¿Sabes?, en este momento no me hace ninguna gracia tu sarcasmo. Me han drogado, golpeado, casi violado, salvado, vuelto a drogar, secuestrado y ahora amenazado. Dime, ¿qué más debo esperar? ¿Torturas o sólo una buena mutilación?

Nykyrian hizo algo que no había hecho nunca: se echó atrás. Ella tenía razón. Había pasado por un infierno y, al parecer, lo había superado con el temple intacto.

Le hizo una pequeña reverencia.

—Perdona, mu tara. No me han entrenado para tener modales.

Kiara estuvo a punto de preguntarle para qué lo habían entrenado, pero la respuesta era evidente: para matar.

Su conversación fue interrumpida por la llegada de Mira con el traje de combate que Syn se había llevado antes.

—Oh, Nykyrian —exclamó Mira, sorprendida y alarmada—. No sabía que estuvieras aquí.

Kiara notó que, al instante, la mujer se sentía incómoda. Pareció empequeñecerse, como si tuviera miedo de que él fuera a ponerse furioso y golpearla.

¿Cuántas veces debía de haberle pegado para que reaccionara así?

—Esperaré fuera —dijo él, mientras iba hacia la puerta.

Mira lo siguió con una mirada ceñuda.

En cuanto hubo salido y la puerta volvió a ser sólida, Kiara apartó la cortina del dosel y se levantó de la cama. Los dedos de los pies se le tensaron al notar el helado suelo.

—¿No te cae bien?

La mujer pegó un bote como si la hubieran pisado.

—No —contestó muy de prisa—. No es eso. Es que… da… da un poco de miedo, supongo. —Le dio el traje.

Un poco no, daba mucho miedo.

—¿Quién es?

—Nykyrian… —Mira se detuvo y alzó las cejas—. No sé su apellido. Nunca lo usan.

—¿De verdad? ¿Por qué?

—No nos lo han dicho.

Eso sí que era raro.

La enfermera se acercó más a ella.

—Los rumores que corren por aquí dicen que es un asesino de la Liga renegado —susurró.

Kiara se quedó con la boca abierta de incredulidad. No, eso era imposible.

—La Liga no permite que sus asesinos se marchen.

—Justo. Nykyrian es el único que ha conseguido marcharse y vivir más de unas horas. Y he oído decir que era algún tipo de héroe condecorado. Hasta puede ser que un comandante. Dicen que se arrancó el rastreador con sus propias manos, se lo tiró a la cara a sus superiores y se largó.

A Kiara le resultaba aún más difícil creer eso. No había forma de que pudiera haber hecho algo así y seguir viviendo. Lo más seguro era que todo fuera una historia inventada para darse un aire aún más feroz.

Los cobardes solían hacer esas cosas. Vivían de reputaciones que no se habían ganado.

—¿Por qué se marchó?

—Nadie lo sabe —respondió Mira, negando con la cabeza—. No es algo de lo que él hable nunca. Pero claro, pocas veces lo hace, incluso cuando se le habla. La mayoría de la gente de aquí tiende a evitarlo porque es un híbrido.

El cejo de Kiara se hizo más profundo.

—¿Híbrido, cómo?

—Medio humano, medio andarion.

Eso la sorprendió.

—Creía que no podíamos procrear.

—Yo también lo creía, pero ¿ha visto antes alguna vez un andarion rubio?

No, no lo había visto.

—¡Qué extraño!

—Hum —murmuró Mira—. Pero no se preocupe. Estoy segura de que no le pasará nada si se queda a solas con él. Es uno de los mejores de la Sentella. —Le tendió la mano—. Pero basta de cotilleos. Ha sido un gran placer conocerla, princesa. Espero que tenga un gran éxito con su nuevo espectáculo. He oído que es uno de los mejores del momento.

Sonriendo, Kiara estrechó la mano cálida y aterciopelada de Mira.

—Ha sido un honor conocerte, Mira. Muchas gracias por tu amabilidad. Y si quieres venir a ver el espectáculo, llama a mi compañía y te dejaré una entrada en la puerta.

La mujer tenía un brillo amistoso en los ojos.

—Gracias, princesa. Tal vez lo haga —respondió y, con una última sonrisa, salió de la habitación.

En seguida, Kiara se quitó el camisón y se puso el traje de combate negro. Cuando acabó de atárselo por delante, abrió la puerta y salió al pasillo para reunirse con su antipático escolta.

De nuevo se quedó anonadada por su fiero aspecto. Aunque estaba apoyado despreocupadamente en la pared, con los brazos cruzados, tuvo la sensación de que se podría lanzar sobre un enemigo antes de que ella pudiera siquiera parpadear.

Y seguramente podría matarla con igual rapidez. El poder letal que emanaba de él era totalmente convincente y fascinante.

Como mirar a un hermoso animal salvaje que sabías que podía hacerte pedazos incluso antes de que pudieras pedir ayuda.

Él se apartó de la pared y el abrigo se le movió como agua que fluyera elegantemente a su alrededor.

—¿Estás lista?

Kiara asintió mientras trataba de adivinar la verdad de su pasado y su carácter. Había oído muchos cuentos sobre la Liga y sus valorados soldados. Eran un grupo feroz, entrenados para matar a objetivos políticos y estaban celosamente protegidos, como la mercancía más preciada de la organización. La mayoría habían sido creados por bioingeniería. Otros habían entrado en las academias de la Liga a una edad muy temprana y se los había entrenado para ser implacables.

Incluso intencionadamente psicóticos.

Si los aceptaban en la Liga, después de una dura serie de pruebas que incluían matar a otro asesino entrenado, no se les permitía tener cónyuge. Ni amigos, ni familia, ni lazos sociales de ninguna clase. Ningún consuelo físico.

Aislados hasta el punto de la locura.

Era matar o morir.

Una vez entrenados, eran propiedad de la Liga para siempre.

La única manera de salir era la muerte.

Kiara se preguntó qué clase de hombre podía desafiar a la cruel organización que protegía e intimidaba a todos los gobiernos con su poder militar. Incluso su propio padre, que tenía más valor que la mayoría, se negaba a desobedecer una directiva de la Liga.

—¿Es cierto que estabas en la Liga? —inquirió. Sin duda, era una pregunta descarada, pero a Kiara no le iba la timidez, y la curiosidad la estaba matando.

Nykyrian no mostró la más mínima emoción. Ni tampoco contestó su pregunta.

—Tienes que teleculo —dijo él, empleando un término de argot que provenía de teletransportar rápidamente la parte posterior de uno—. Tu padre está preocupado por ti.

—¿Lo has llamado…? —preguntó ella, sorprendida de que pudiera haber sido tan considerado.

—Lo llamó uno de los nuestros —contestó, de nuevo sin mostrar emoción, mientras seguía avanzando sin ni siquiera mirarla para asegurarse de que no se perdiera.

A Kiara la molestó su brusca contestación. Tenía que correr para poder seguir sus largas zancadas, que rápidamente los llevaron por el pasillo hasta un gran muelle de carga vibrante de actividad.

Vaya…

Nunca había visto una colección tan impresionante de transbordadores espaciales y naves de combate. Allí había cosas que el ejército de su padre mataría para poseer. Tecnología muy moderna y avanzada.

Excepto por una vieja nave, que parecía totalmente fuera de lugar.

Nykyrian la guio precisamente hacia esa nave de combate al fondo del muelle. Pasaron ante varias personas, pero nadie saludó a su acompañante. Lo cierto fue que varios se apartaron deliberadamente de su camino o se ocultaron detrás de algo en cuanto lo vieron acercarse.

¿Qué clase de matón sería que todo el mundo le tenía tanto miedo?

Se detuvo ante el viejo vehículo y abrió la cubierta de la cabina poniendo la mano plana sobre el cierre que tenía en un costado. Los controles se movieron con facilidad, pero no muy silenciosamente. Él se dio la vuelta y esperó hasta que ella llegó a su lado. Pero Kiara le llegaba al hombre al pecho, por lo que no alcanzaba la escalerilla de entrada.

—¿Tengo que pegar un salto? —preguntó sarcástica.

A él, eso pareció hacerle gracia, pero sus facciones no se movieron en absoluto mientras la cogía por la cintura y, sin esfuerzo, la alzaba hasta la escalera. El calor de sus fuertes manos atravesó el grueso material del traje, excitándola. Por no hablar del viril aroma que la envolvió.

Era exquisito, a pesar de ser un asesino psicópata.

Sin querer pensar más en el tema, Kiara entró en la nave y se detuvo confusa al mirar su interior. Sólo había un asiento…

Miró hacia abajo, donde se hallaba Nykyrian, que parecía no prestarle atención.

La inseguridad se apoderó de ella cuando volvió a mirar dentro de la cabina. ¿Sería aquel el vehículo correcto? ¿Dónde se suponía que iba a sentarse ella?

¿En el regazo de él?

Como si…

—Siéntate en la parte de delante del asiento —le indicó Nykyrian desde abajo, como si finalmente hubiera notado su vacilación.

Sin estar muy segura, Kiara hizo lo que le decía. En realidad, el interior era más espacioso de lo que le había parecido al principio. Pero el único lugar donde él podía sentarse era detrás de ella.

Tocándola.

Eso no era exactamente lo que Kiara quería, y si el hombre intentaba algo, asesino o no, saldría de allí cojeando.

Desde su posición en el asiento, vio a alguien acercarse con dos cascos y un registro computarizado. Sin el más mínimo comentario, Nykyrian firmó rápidamente en el registro, cogió los cascos y subió a la nave con un fluido salto que ella envidió. Muy pocos hombres tenían tanta agilidad y elegancia.

«¿A quién quieres engañar, chica? Tampoco hay muchas mujeres que puedan hacer eso».

Para tratar de olvidarse del cálido cuerpo que se sentaba a su espalda, Kiara observó los controles de la nave. El panel principal le recordó una pieza de museo. Pero incluso así, estaba en perfectas condiciones y muy bien cuidado.

Nykyrian debió de notar su interés.

—Es un caza Bertraud Trebuchet —la informó.

Un escalofrío recorrió la espalda de ella al reconocer el modelo. Caro y rápido, era la nave preferida de la élite de los criminales y la escoria del universo.

—¿Némesis pilota uno de estos? —preguntó, mientras volvía la cabeza para mirarlo—. ¿Eres tú?

—Somos muy buenos amigos —contestó Nykyrian con rostro impasible.

Ella arqueó una ceja ante la forma en que lo había dicho. Había algo en su tono que le hizo pensar que eran algo más que amigos.

—¿Amantes?

Él le pasó el casco.

—Me lo follo constantemente —replicó, y su tono volvía a carecer de toda emoción.

Kiara hizo una mueca ante esa innecesaria grosería. No sabía por qué, pero se le cayó el alma a los pies ante la idea de que pudiera ser gay.

Claro. Los hombres tan apetitosos nunca eran heteros. ¡Qué desperdicio tan trágico para las mujeres…!

—¿Tienes idea de cuánto dinero podrías ganar entregando a tu amante?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho?

—No quiero jugarme la vida. Además, algunos días me cae realmente bien.

Qué cosa tan rara de decir.

—Pensaba que el amante de uno debería caerle siempre bien.

—¿A ti siempre te caen bien los tuyos?

Kiara se sonrojó ante esa pregunta tan personal. Luego se le ocurrió pensar que ella también estaba metiendo las narices en sus asuntos. Nykyrian le puso el negro casco en la cabeza y se lo abrochó.

Notó que él movía los brazos y se dio cuenta de que se estaba quitando las gafas negras.

Curiosa, trató de volverse.

—¡Quieta! —le espetó él, quebrando finalmente su fachada de hielo.

Kiara se tensó. ¿Qué tendrían sus ojos para que se enfadase tanto? ¿Alguna deformidad?

«Es un asesino, chica. Ya sabes que no están bien de la cabeza. Ninguno».

Era cierto. La gente normal no se ganaba la vida matando y la gente normal no se acostaba con el asesino más famoso que había habido nunca sin entregarlo.

Los fuertes brazos de él la rodearon para apretar y mover los controles que tenían delante. Mientras lo hacía, la manga se le subió lo suficiente para que Kiara pudiera verle un poco del tatuaje de la Liga en la muñeca, entre el borde de la manga y los guantes negros. Se quedó sin aliento de forma audible.

Era cierto.

Había pertenecido a la Liga.

«¡La madre…!».

Los motores se encendieron con un rugido ensordecedor, que luego se fue convirtiendo en un suave zumbido. En la crepitante distorsión que alcanzaba a oír, Kiara captó la voz del controlador a través del comunicador del casco, mientras le daba a Nykyrian instrucciones para el despegue.

Se echó un poco hacia atrás cuando él se inclinó hacia los controles. En cuanto Nykyrian la notó, dio una sacudida ante el inesperado contacto y ella se rozó contra una parte de su anatomía que estaba dura e hinchada.

Una maliciosa sonrisa se dibujó en los labios de Kiara. No era tan gay.

Al menos no del todo…

Nykyrian se inflamó al notar su cuerpo contra el suyo. Tenía la cadera contra su pene, lo que sólo hacía que este se le endureciera más. El dulce aroma que emanaba de su cuerpo le inundaba los aguzados sentidos y lo hacía desear acercarle la cara al cuello e inhalar profundamente mientras le cubría uno de aquellos perfectos senos con la mano.

Dios, era un completo idiota. ¿Por qué no había pensado en pedirles prestado a Jayne o a Syn su caza de dos asientos?

Pero claro que sabía por qué. Si se veía metido en alguna escaramuza, no había ninguna nave mejor o más rápida que aquella. Y la conocía tan bien que era como una extensión de su propio cuerpo.

En su mundo, necesitaba cualquier ventaja.

Lo que había subestimado era lo mucho que la presencia de Kiara iba a afectarle. ¿Podría llegar hasta Gouran sin que sus hormonas se hicieran con el control?

«Claro que puedes; eres un soldado».

Entrenado a la perfección.

El sexo significaba exposición. La exposición significaba la muerte.

«Nunca des la espalda a nadie. Nunca dejes que alguien te vea». Esas eran las lecciones que se le habían implantado en el cerebro y no iba a olvidarlas ahora.

Ni siquiera por ella.

Se obligó a apartar el pensamiento del suave cuerpo que se ajustaba al suyo, y dedicó toda su atención a cada instrucción de despegue.

La fuerza de la gravedad apretó el cuerpo de la joven con fuerza contra él, aumentando su incomodidad. Y su excitación. Las manos le temblaban mientras apretaba el acelerador.

Pero no prestó atención a su ardor, igual que no le prestó ninguna atención a ella. Además, una mujer como aquella nunca tocaría voluntariamente a alguien como él. Y no era sólo el historial de sangre en sus manos lo que la ofendería. Nada en él era decente o bueno. Era una abominación.

«Nunca olvides lo que eres… en lo que te he convertido».

Las palabras de su padre adoptivo resonaron con dureza en sus oídos. ¿Cómo iba a poder olvidarlo nunca?

Lo recordaba incluso cuando no quería hacerlo.

«Eres un asqueroso animal», le decía.

Y eso era lo único que siempre sería. Tuvo suerte de que su padre adoptivo le permitiera estar en su casa o, bien pensado, que alguien le hubiera permitido estar en una casa.

Hizo una mueca cuando los viejos recuerdos lo sacudieron por dentro.

No servía de nada revivir un pasado que ya había sido lo suficientemente doloroso cuando era presente. Así que hizo lo que hacía siempre: apartó esos recuerdos y se centró en la misión que tenía entre manos.

Llevar a la joven a casa con la gente que la amaba.

Al cabo de unos minutos, salieron de la órbita.

Kiara miró hacia afuera mientras el turbio planeta gris se iba empequeñeciendo hasta desaparecer de la vista. Seguía sin tener idea de dónde se hallaba. Se removió en el asiento y oyó cómo Nykyrian tragaba aire con fuerza.

—Estate quieta —le ordenó él con voz dura. Aunque aquella no era en absoluto su única parte dura…

Su tono la molestó.

—¿Y qué esperas si estoy aquí apretada delante de ti?

—Espero que te estés quieta.

—Y yo espero que seas un poco menos desagradable. ¿Sabes?, yo no quería estar aquí. Has sido tú quien me ha colocado en tu regazo. Si alguien ha de estar molesto, esa soy yo. No es que me lo esté pasando en grande con todo esto, sobre todo con esa actitud tuya, colega.

Nykyrian maldijo por lo bajo. Sabía que debería disculparse por su brusquedad. Pero las disculpas no eran algo que se le diera bien. La verdad era que estaba sorprendido de haberle hablado así, ya que podía contar con los dedos de una mano las veces que, de adulto, alguien había conseguido provocarle tanta emoción.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho y se echó contra el pecho de él con tanta fuerza que, por un instante, Nykyrian se quedó sin aliento. Apretó los dientes y luchó por contener las ganas de reñirla de nuevo.

O de matarla.

Pero eso era lo que ella esperaba que hiciera y Dios no quisiera que él hiciera alguna vez lo que se esperaba de él. Por no mencionar que Kiara tenía razón. Ella no había elegido que le pasara nada de todo aquello. Ya había sufrido bastante. Los morados en el rostro y cuello, los profundos cortes de las muñecas demostraban la dureza del calvario vivido.

Al menos no la habían violado. En la parrafada que le había soltado antes se lo había dicho. Se había librado de esa humillación en concreto, pero su aspecto mostraba que lo habían intentado, y en serio. Él mejor que nadie sabía lo que era estar a merced de otra gente que daba rienda suelta a su rabia sobre tu cuerpo.

Sentirse impotente y perdido…

Violado a pesar de todos tus esfuerzos.

Así que le dio espacio y silencio durante el resto del viaje.

Kiara permaneció tan quieta como pudo, pero no podía seguir rabiosa. Estaba demasiado cansada para eso. Y mientras Nykyrian se relajaba a su espalda, ella se vio haciendo lo mismo; se fue adormilando, al compás de los profundos latidos del corazón de él y del cálido olor de su piel. Lo cierto era que resultaba agradable estar en los brazos de alguien después de todo lo que le había pasado. Quería sentirse segura.

No, lo necesitaba y, al mismo tiempo, se odió por su debilidad.

Siempre se había enorgullecido de ser fuerte. Pero en ese momento volvía a ser aquella niña herida que suplicaba por la vida de su madre. La niña que quería que alguien la abrazara y le asegurara que todo saldría bien y que pronto volvería a estar en casa, donde nadie podría tocarla.

Por desgracia, sabía que ni siquiera allí estaba totalmente segura. Nunca en su vida estaría segura.

Pero al menos Nykyrian no se estaba burlando de ella mientras le ponía una pistola de rayos en la cabeza.

Aún.

Parpadeó, tratando de mantenerse despierta, pero los motores la arrullaban y estaba tan cansada…

Él casi no tuvo tiempo de cogerla antes de que se derrumbara sobre los controles. Oyó su respiración lenta y regular por los auriculares del casco.

«¿Cómo puedes dormir con un asesino profesional sentado detrás de ti?».

Pero Kiara estaba totalmente dormida sobre su regazo y por el comunicador del casco oía su suave respiración.

Aquella mujer estaba loca. Debía de estarlo.

O era una suicida.

Maldición, aquello sí que era una primera vez. La mayoría de la gente se sentía tan nerviosa en su presencia que prácticamente se meaba encima. Nadie se había relajado así junto a él.

Ni siquiera Syn.

La echó hacia atrás, y la acomodó contra su cuerpo para que estuviera lo más cómoda posible. Ella se removió; apoyó la cabeza en el pecho de él y dejó una mano justo por encima de su erección. El cuerpo de Nykyrian estalló de calor al imaginársela de esa manera mientras ambos estaban desnudos.

«Va a ser un viaje muy largo…».

Lo peor era que, de algún modo extraño, le gustaba notarla así. El calor de su cuerpo contra el suyo.

«Has perdido algún puto tornillo».

Le cogió la mano para mirarle los largos y elegantes dedos, con una manicura perfecta. Como el resto de ella, eran delicados y hermosos.

Antes de darse cuenta, Nykyrian se había quitado un guante para poder notar la sensación de la piel de su mano contra la suya. No se había equivocado. Tenía un tacto de terciopelo. Y el efecto que le produjo le desbarató la cabeza y le hizo imaginarse cómo sería que ella lo acariciara.

«No seas estúpido. Nunca te acariciará voluntariamente».

Era cierto y lo sabía. Pero incluso así, no pudo evitar quitarse el casco y llevarse la mano de ella a la boca, mordisquearle las yemas.

¿Cómo sería que una mano amante lo acariciara?

Aunque sólo fuera una vez…

Apretó los dientes al ver la fealdad de su propia mano, llena de cicatrices, cubriendo la belleza de la de ella.

«Eres repugnante. Todo tú eres una vergüenza para la humanidad».

El estómago se le revolvió al pensar en los insultos que tenía grabados en el alma. Dejó la mano de ella y volvió a ponerse el guante.

«Eres un estúpido. No hay manos amantes para nadie. ¿Cuántas veces una mujer ha tratado de contratarte para que mataras a su marido, por su dinero o simplemente porque sí?».

Sí, la gente era traicionera hasta el final y sólo un idiota confiaría en alguien.

Kiara se despertó de golpe al oír el pitido que sonaba en el panel de control de Nykyrian. Con el corazón disparado, trató de orientarse.

—¿Qué es eso? ¿Nos están atacando?

Él señaló hacia la izquierda…

Ella se incorporó al instante, medio esperando ver una nave de combate allí mismo. Pero no fue eso lo que vio.

Se echó a reír cuando su planeta natal se hizo visible. Nunca se había sentido más feliz de ver Gouran. Apoyó la mano abierta sobre el frío cristal y se quedó mirando el planeta, temiendo hasta parpadear por si aquello era un sueño y todo fuera a desaparecer. El verde y el azul se mezclaban con la tierra roja de las regiones desiertas… Era tan bonito.

Estaba en casa…

Habían cumplido su palabra y no le habían hecho daño.

En ese momento, hasta hubiera abrazado a Nykyrian de alegría.

«¿Te has vuelto loca?».

No, sólo estaba agradecida.

Al cabo de nada entraron en la atmósfera, y Kiara tuvo de nuevo encima el cielo azul mientras un verde continuo corría debajo de ella. La profunda voz de Nykyrian hablaba con el controlador en un perfecto gouran, el idioma de ella.

—Estoy aquí en misión diplomática para entregar a la princesa Kiara Zamir a su padre. Necesito las coordenadas para aterrizar en el palacio o cerca de él.

La voz del controlador crepitó por el comunicador mientras le daba instrucciones para tomar tierra en el espacio-puerto privado de su padre.

Pero ya incluso antes de que acabara de darle las coordenadas, un escuadrón de ocho naves los rodeó. No era un comité de bienvenida.

Eran cazas militares totalmente armados y listos para atacar.

Una alarma sonó en la nave de Nykyrian para informarle que lo habían marcado como objetivo de un ataque con misil o láser.

Tensó los brazos, expectante, mientras activaba sus propias armas y llevaba la mano izquierda al disparador.

—Estoy en misión pacífica. Desactiven el objetivo. Ya.

Kiara admiró su tono neutro y sin agresividad, sobre todo dado que uno de los cazas se puso ante él y lo obligó a reducir la velocidad de golpe.

—Desconecta tú primero —le ordenó el jefe del escuadrón.

Nykyrian apoyó el pulgar sobre el disparador.

—No hasta que desactivéis la marca de objetivo.

El corazón de Kiara latía con fuerza mientras se producía el impasse. ¿Y si uno de los soldados de su padre se asustaba y disparaba sin querer? Aunque los pilotos estaban cuidadosamente entrenados, los errores ocurrían y ella no quería que la incluyeran en las estadísticas bajo un «¡Oh, qué cagada!».

—Retiren los cazas —dijo en el micro.

—¿Kiara? —La voz aliviada de su padre surgió del auricular—. ¿De verdad eres tú, ángel? ¿Estás bien?

La voz se le quebró en la última palabra. Debía de pensar que Nykyrian estaba devolviendo su cadáver…

Ella se frotó los brazos ante el escalofrío que le causó la idea.

—Sí, papá. Estoy bien. Por favor, haz que se vayan. Sólo está aquí para traerme y no ha hecho daño. Haz que tus tropas se retiren.

Durante unos segundos, sólo hubo silencio.

Finalmente, el hombre ordenó a los cazas que volvieran a la base.

Nykyrian relajó los brazos mientras las naves descendían veloces y las alarmas dejaban de sonar.

Desactivó sus armas.

Ella soltó su propio suspiro de alivio, agradecida de estar casi en casa. Tardaron varios largos minutos más en alcanzar el muelle principal.

Kiara nunca había pensado que ese edificio, hecho de vidrio y hormigón, fuera especialmente atractivo. Pero ese día, era el lugar más hermoso del universo. Nunca se había sentido más feliz de verlo. La capital vibraba de actividad mientras ellos perdían altura y se preparaban para aterrizar.

Nykyrian deslizó la nave dentro del muelle con una sacudida mínima, antes de detenerla en el centro del puerto.

Después de retirar el techo transparente, desabrochó los anclajes de Kiara. Ella se sacó el casco y se volvió hacia él. Alzó una inquisitiva ceja al ver que él no hacía ningún gesto para soltarse.

—¿No vas a saludar a mi padre?

La mayoría de la gente consideraba un gran honor conocer al legendario comandante.

Nykyrian miró hacia el lado de su caza y negó mientras le indicaba con la cabeza el gran número de soldados allí reunidos.

—Parecen nerviosos.

Ella le entregó el casco.

—Nunca podré agradecerte todo lo que has hecho por mí.

—Más vale que tengas cuidado y no te metas en líos.

Esa advertencia despertó la rabia de Kiara, pero no hacia él, sino hacia la triste realidad de su vida.

—Lo único que hice fue irme a dormir. No debería haber nada más seguro que eso.

—Hablas como una auténtica civil —respondió él, y ella notó la amargura oculta en su tono—. Créeme, princesa, eso es lo más peligroso que puedes hacer… Bueno, eso e ir al váter.

Esas palabras hicieron que Kiara se preguntara cuántas veces habría él matado a alguien de esa forma.

Notó otro escalofrío en la espalda.

—Gracias de nuevo —susurró, deseando alejarse lo antes posible.

Saltó por el costado de la nave.

En cuanto tocó el suelo con los pies, corrió hacia su padre, que la esperaba con los brazos abiertos. Se sentía feliz de estar de vuelta sana y salva.

Con su corto cabello cano y su barba recortada, Kiefer Zamir era un hombre de aspecto distinguido. Pero en ese momento tenía unas grandes ojeras por falta de sueño. Frunció el cejo al ver las marcas en el rostro de su hija mientras le cubría la amoratada mejilla con la mano.

Ella lo abrazó con fuerza.

—No me duele —dijo, pero vio la duda en los ojos castaños de su padre.

—La Sentella me ha dicho que mataron a los responsables —comentó el hombre.

Kiara tembló al recordar a sus secuestradores y su fin, aunque no podía decir que no se lo merecieran.

—Están muertos —confirmó.

Kiefer la estrechó tan fuerte que ella pensó que le iba a fracturar una costilla.

—En el futuro tendrás siempre un guardia armado vayas donde vayas. No sé qué le ha cogido a la Sentella para devolverte a casa, pero doy gracias a Dios de que estés a salvo.

A salvo. Kiara soltó una risita nerviosa. Le resultaba difícil creer que había estado dentro del legendario Centro de Mando de la Sentella, había visto a Némesis, y ninguno de los mercenarios había representado una amenaza.

De todas formas, no pensaba hablarle a su padre de ellos, o de lo poco que se había enterado. Les debía eso y mucho más.

Se volvió y vio a Nykyrian cerrando el techo de la cabina. En realidad, no sabía nada del hombre, pero por alguna razón se preguntó si volvería a verlos a él o a Syn en alguna ocasión.

• • •

Nykyrian se detuvo al ver que Kiara lo miraba. Su padre seguía abrazándola, como si tuviera miedo de soltarla; no podía culparlo por ello. Él haría lo mismo si tuviera un hijo y hubiera estado a punto de perderlo. Pero claro, él nunca tendría que enfrentarse a nada parecido con un hijo propio.

Pero silo tuviera, nunca le quitaría el ojo de encima.

Ella seguía mirándolo…

Maldición, era la mujer más hermosa que había visto nunca.

Incluso con un traje de combate que no era de su medida, el rostro amoratado y el cabello revuelto, lo dejaba sin aliento. Y, por un momento, no pudo evitar preguntarse cómo sería abrazarla…

«Deja de comportarte como un idiota. Eres un asesino, estúpido. Actúa como tal».

La alejó de sus pensamientos, y se preparó para despegar y abandonar aquel lugar antes de que lo convirtieran en un recuerdo y le dieran la razón a Syn; Él no tenía sitio entre la gente decente.

Era un animal y lo sabía.

En cuanto pudo, despegó.

El pequeño planeta fue desapareciendo, pero Nykyrian no podía quitarse de la cabeza la imagen de ella y de su padre. ¿Cómo sería esa clase de amor? No tenía la más mínima idea. Aunque algunas veces, soñando, había visto a una mujer andarion que le gustaba pensar que era su madre, cogiéndolo en brazos cuando era un bebé.

Pero sólo era un sueño.

Nadie nunca lo había abrazado y le había cantado. Muy pocas personas habían sido amables con él. Desprecio. Desdén. Brutalidad. Eso era lo único que había tenido después de que su madre lo abandonara en un orfanato humano. Ella ni siquiera lo había considerado digno de dejarlo allí personalmente.

Había enviado a sus criados a hacerlo.

«Ni siquiera tu propia madre te quería, monstruo». Se encogió al oír en su cabeza la cruel voz del comandante Quiakides.

Su padre adoptivo…

El hombre que no lo había querido más de lo que lo había querido su madre. El comandante sólo había deseado dejar un legado.

Y eso era lo que le habían grabado a golpes durante toda su infancia. «Eres mi regalo a la Liga, y llegarás a ser leyenda».

Una leyenda que se había convertido en una maldición…

Se rio de esos pensamientos sensibleros. ¿Para qué necesitaba él la amabilidad? Eso sólo hacia que un soldado fuera vulnerable, débil.

Cosas que harían que lo mataran. Y no tenía ninguna intención de morir.

Alejó de su mente esos pensamientos melancólicos, hizo virar la nave en redondo y se dirigió hacia su aislado hogar. El único lugar donde se sentía a salvo. El único del que se había sentido formar parte alguna vez.

No tardó mucho en llegar al planeta naranja y amarillo que no aparecía en la mayoría de los mapas. Tenía una órbita peculiar que, según los ingenieros de sistemas, hacía que su desarrollo fuera imposible. Eso le iba perfecto. Además, su hogar no estaba en el planeta propiamente dicho. Orbitaba en la capa superior de la atmósfera, donde su parte externa estaba cubierta por reflekakor, un mineral que impedía que apareciera en los escáneres.

Y con mil cuatrocientos metros cuadrados, la casa era lo suficientemente grande para cumplir su misión de refugio, hogar y cámara de aislamiento.

La única persona que sabía que la casa existía era Syn.

Lo que a Nykyrian ya le convenía, porque no le gustaba nada relacionarse con otras personas. Por el momento, ya había tenido demasiada gente por un día. Necesitaba tiempo para sí mismo.

Pasó ante la casa y atracó en el hangar adyacente.

Apretó el botón de su panel de control que cerraba el portón detrás de la nave y esperó a que el aire artificial reemplazara al natural y letal. Cuando la luz se encendió para indicarle que era seguro salir, bajó del caza.

En cuanto entró en la casa, sus cuatro mascotas lo recibieron con alegres saltos y lametazos.

Los lorinas eran criaturas felinas que muchos creían imposibles de domesticar. Nykyrian había tardado en conseguir que fueran dóciles, pero como con la mayoría de los seres, en cuanto aprendieron que podían confiar en que no les haría daño ni los descuidaría, se acomodaron a una tranquila camaradería.

Eran el único bálsamo que se permitía contra la soledad. Eran ferozmente leales y no se los podía sobornar o volver en contra de él por ninguna razón, a diferencia de los humanos u otros seres supuestamente civilizados. Cada día que sobrevivía sin que Syn o alguno de los otros miembros de su organización le pegara un tiro por la espalda, le parecía un milagro.

Mientras rascaba a los lorinas en el suave pelaje de la cabeza, Nykyrian dejó el casco junto a la puerta, Agradeció que aún fuera de noche en esa parte del planeta. Con un poco de suerte, podría dormir un rato.

Las estrellas titilaban brillantes a través del techo transparente mientras su hogar flotaba plácidamente sobre el mundo gaseoso de abajo. Era un lugar tranquilo y relajante, que nunca dejaba de aflojarle la tensión de los músculos olas preocupaciones.

Había comprado el planeta hacía ya varios años, después de decidir que estaba cansado de vivir apiñado en pisos de ciudades ruidosas y plagadas de crimen. No era posible que nadie lo encontrara allí. De que un asesino o un oficial entrara en su línea de fuego.

Por primera vez en su vida, podría dormir en paz y no despertarse sobresaltado por cada pequeño sonido.

Cansado, Nykyrian subió la escalera de la izquierda. Su gran cama lo recibió. Se soltó la trenza, sacudió la cabeza para que se le deshiciera y luego se tiró sobre el cubrecama de pelaje negro.

Oh, sí… Aquello era, lo que realmente necesitaba. No a una bailarina que lo odiaba. Ni el consuelo de un amigo.

Sólo su cama y unas cuantas horas de sueño.

Se tumbó de espaldas y pasó horas contemplando el cielo en lo alto, mientras el precioso sueño se negaba a hacer acto de presencia. Tuvo que contenerse para no gritar de frustración. A pesar de la tranquilidad del firmamento, no había ninguna en su mente. Los lorinas se acurrucaron a su alrededor y le ofrecieron el consuelo que podían, pero eso no impidió que sus pensamientos fueran a lugares a los que él no quería que fueran.

Mientras acariciaba a sus mascotas, pensó en unas ondas saltarinas, de un color caoba oscuro, mientras la esbelta bailarina corría hacia su padre. Se imaginó cómo sería hacerle el amor hasta que ambos se quedaran doloridos durante días…

Puf, eso era una auténtica tortura.

Mientras el cielo comenzaba a aclararse, vio una nave pasar a toda velocidad por encima. Reconoció las marcas del esbelto caza.

Syn.

Qué raro que no lo hubiera llamado. Pero claro, Syn probablemente estaba borracho y no pensaba. Pasaba más a menudo de lo que él quisiera.

Nykyrian no se movió mientras esperaba que Syn aterrizara y entrara en la casa. Los lorinas oyeron el fuerte petardeo de los motores de su nave y saltaron de la cama, ansiosos por saludar a su otro amigo. Nykyrian gruñó cuando emplearon su estómago como trampolín para saltar.

—¡Kip! —gritó Syn desde abajo, asediado por los lorinas—. ¿Cuándo vas a atar a estas bestias?

Él se pasó la mano por el pelo suelto y se sentó en la cama. Los lorinas saltaron escaleras arriba, seguidos de Syn.

Nykyrian apiló las almohadas contra la pared y se apoyó en ellas.

—¿Y bien? —preguntó, mientras su amigo se tumbaba a los pies de la cama.

—Le he dicho a Zamir que estamos ocupados. Sin hacerme caso, nos ha ofrecido un montón de pasta y le he dicho que eso no cambiaba nada. Ha hecho otra enorme contraoferta que me he sentido tentado de aceptar y quedarme a vigilarla yo mismo. No me importaría tener un planeta mío, ¿sabes? Por no decir que valdría la pena vigilar a la princesa sólo por el placer de mirarla; ¿te imaginas estar con eso día tras día…?

Se detuvo y lo miró.

—Me pregunto si dormirá desnuda… —continuó—. Al menos se duchará así. Seguramente todos los días. Piénsalo. Apostaría incluso a que no lleva nada debajo de la ropa.

Nykyrian puso los ojos en blanco. Como de costumbre, el informe de Syn era breve, eficiente y cómico. Dobló la pierna y apoyó un brazo en la rodilla.

—¿Y qué pretenden los probekeins?

—Quieren que Gouran les ceda todos los derechos sobre Miremba IV. No te equivocabas al decir que tenía que ver con el arma. Al parecer, los probekeins necesitan los recursos de ese enclave para completar el explosivo.

—No sabía que hubiera surate en Miremba —respondió Nykyrian frunciendo el cejo. Repasó mentalmente todos los productos químicos que el arma necesitaba; surate era lo único que los probekeins no tenían en sus territorios.

Syn no hizo ningún comentario. Se dio la vuelta y se apoyó en los codos, mirando el cielo rayado en rosa y ámbar.

—Realmente es una vista magnífica. Deberías admirarla cuando estés bien trompa.

—Y tú deberías probarlo sereno.

—¡Ah! Eso ha dolido —bromeó Syn—. Estoy sobrio ahora y debo decir que no es ni mucho menos tan interesante. —Se movió para mirar a Nykyrian—. No he tomado un trago desde hace más de tres horas. Me estoy portando bien.

—Podrías portarte mejor.

El otro soltó una carcajada.

—Dejaré de beber el día de tu boda.

Nykyrian se puso en pie, serio.

—Tengo que comer.

Fue hacia la escalera.

—Espera —dijo Syn, deteniéndolo—. Creo que querrás saberlo. Los probekeins han subido el contrato por la vida de Kiara. Tanto Pitala como Aksel Bredeh han firmado para ocuparse.

Nykyrian se quedó helado. Pitala era un imbécil, pero cruel y letal. En cuanto a Bredeh… ese cabrón estaba loco. Brutal.

Y aún más, había sido entrenado por lo mejor de la Liga y, aunque no había logrado que lo admitieran entre sus asesinos, era peligroso en extremo.

—¿Cuándo te has enterado?

—De camino hacia aquí.

Nykyrian comenzó a darle vueltas al asunto. Seguramente, a Pitala lo podrían detener.

Pero a Bredeh…

Este podía esquivar cualquier sistema y no pararía hasta que su objetivo estuviera mutilado y muerto. Nykyrian sabía de primera mano lo cruel y despiadado que era. Cómo le divertiría hacer que Kiara le suplicara una piedad de la que carecía por completo.

La imagen de la muchacha muerta le encogió el estómago. Había pasado la primera mitad de su vida matando por la Liga y sabía muy bien lo que un asesino, sobre todo Pitala o Bredeh, le harían antes de acabar con ella. Parte del trabajo de un asesino era hacer que la muerte fuera lo más espantosa posible, para así intimidar a los familiares y aliados de la víctima.

Se odiaba a sí mismo por ese pasado, aunque se le hubiera impuesto.

Pero ahora Nykyrian se había convertido en un vengador y había dejado de ser un asesino. Al abandonar la Liga, había jurado que protegería a las víctimas inocentes que elegían tanto la Liga como otros asesinos…

No podía dejarla morir.

«Ya no eres la ley —le dijo en su cabeza la voz de Syn, al recordar una discusión que habían tenido hacía años—. Dejaste eso atrás en el momento en que te arrancaste el rastreador».

Syn tenía razón. Él no era la ley. Se había convertido en la venganza y la justicia. La venganza solía llegar demasiado tarde y la justicia nunca permitiría que Kiara muriera por algo en lo que no tenía nada que ver.

Indeciso, miró a Syn. No era su trabajo o su responsabilidad vigilar ala chica. Ya había cumplido sus años en el infierno cuando estaba en la Liga. Estar solo con ella y no poder tocarla sería una tortura incluso peor que cualquier misión de las que había tenido que cumplir en contra de su voluntad.

El rostro golpeado de Kiara pasó ante él. De haber llegado unos minutos más tarde, la habrían violado y asesinado…

En ese instante, tomó la decisión.

—Llama a Zamir.