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Nykyrian acariciaba el suave vientre de Ulf mientras contemplaba a grabación de los ballets de Kiara. Le pesaba el corazón; sabía que debía ir a buscarla. No, que necesitaba ir a buscarla, se corrigió, pero no podía.

Era mejor para ella que creyera que estaba muerto. Que siguiera con su vida sin que la retuvieran los recuerdos. Era lo mejor.

Y como si estar sin Kiara no fuera ya suficiente infierno, Syn también había desaparecido. Habían destrozado su piso y nadie tenía ni idea de quién había sido. Llevaban semanas buscándolo, pero no habían encontrado ni rastro de su paradero.

Seguramente estaría muerto, de otro modo se habría puesto en contacto con él.

El dolor lo embargó y bebió otro trago de whisky. Estaba solo, como siempre había querido estar. Pero nunca se había imaginado lo dolorosa que podía ser la soledad.

O tal vez fuera porque Kiara le había enseñado el cielo y luego él se había arrojado al infierno.

Suspiró de cansada frustración mientras la observaba. Pero aquello ya no lo satisfacía. Sabía cómo eran sus caricias. El sonido de su risa y de sus lágrimas.

«No lo soporto…».

Al menos, esa noche ella actuaba en Gouran. Había recuperado su antigua vida.

Sintió una ligera satisfacción. Sus amenazas habían funcionado. Némesis había sido capaz de intimidar a los probekeins lo suficiente para que retiraran su contrato. Kiara estaba a salvo y ya nadie la perseguía.

Había tanto que deseaba poder decirle… Si pudiera acariciarla una vez más…

Pero… ¿qué importaba? Se había pasado toda la vida deseando que las cosas hubieran sido de otra manera. Como diría Syn si estuviera allí, tenía dos opciones: o seguía revolcándose en su inútil autocompasión o intentaba ver a Kiara.

Y, por el momento, ninguna de las dos parecía muy prometedora.

• • •

Los flashes destellaron ante el rostro de Kiara, cegándola. Volvió la cabeza, dejando caer unas cuantas respuestas publicables para los reporteros mientras se abría paso con la ayuda de sus guardias de seguridad y se dirigía al camerino.

Después de su breve y misteriosa desaparición, parecía ser la noticia más candente de los medios. Bueno, que chismorrearan. ¿A ella qué le importaba?

Y cuando se enteraran de lo del bebé…, entonces sí que los tendría rondándola como abejas en busca de cotilleos jugosos.

Con un cansado suspiro entró en el vestuario y cerró la puerta a todos los insistentes periodistas, mientras su gente los contenía.

Se apoyó contra la madera cerrada y respiró hondo varias veces para calmarse, agradecida de estar unos minutos sin un flash en la cara y sin que nadie la abrumara con preguntas.

¿Cómo había podido pensar alguna vez que aquello era agradable?

Esa noche le había resultado especialmente dura y estaba harta de todos los políticos y sus murmuraciones, de todas las jóvenes bailarinas que querían verla fracasar, de todos los promotores hipócritas que querían saludarla con una mano y meterle la otra por el escote.

«Esto es lo que querías».

No tenía derecho a quejarse y sin embargo…

No quería pensar en Nykyrian. No todavía, con toda la rabia y el dolor tan a flor de piel.

Se apartó de la puerta, cogió una toalla del tocador y se secó el sudor de la frente.

—¿Kiara?

Se quedó helada; era la voz profunda y con acento que la perseguía en sueños.

Nykyrian salió de entre las sombras de su izquierda. Vestido completamente de negro y con las gafas puestas, era la personificación de la gracia letal y fiera. Ella se lo quedó mirando y notó la tensión en sus labios. Tenía el rostro cubierto de una barba incipiente, como si no se hubiera afeitado en varios días.

A pesar de su furia y su dolor, su cuerpo palpitó de deseo. ¿Cómo era que aún deseaba hacer el amor con él después de lo que le había hecho pasar?

La había abandonado sin siquiera decirle adiós y también al bebé.

Pero a pesar de todo, Kiara deseaba correr hacia él y abrazarlo con fuerza. Rogarle que se la llevara lejos de todo aquello y la hiciera sentirse a salvo.

«No te quiere».

Si la quisiera, nunca la hubiera hecho pasar por el dolor de creerlo muerto.

Al pensarlo, se endureció. No iba a dejarle saber lo dolida que estaba.

—¿Qué quieres?

Él tendió una mano para acariciarla, pero la retiró.

—Darte una explicación.

Kiara se apartó y se bajó de golpe la cremallera del vestido; maldijo cuando se pilló el cabello arrancándole un pequeño mechón.

—No quiero oír tus excusas. Lo que hiciste estuvo mal. Dejaste que pensara que habías muerto.

Como esperaba, el rostro de Nykyrian seguía impasible.

Lágrimas contenidas le emborronaron la visión mientras recordaba cómo lo había visto morir. La agonía de ese momento y el odio que sentía hacia su padre por ello… Todo mientras él podía haberla llamado para hacerle saber que estaba bien. Se sintió arder de furia.

—Pensaba que habías muerto por mi culpa. Cabrón egoísta, ¿cómo pudiste hacerme eso?

Él apartó la vista y se pasó la mano por el pelo suelto.

—¿Acaso crees que yo no he sufrido? —Su voz era débil, un susurro sin emoción que a duras penas podía oír—. Estuve a punto de morir.

—Desearía que así hubiera sido.

Aparte de su tic en la mandíbula, no le vio ninguna otra reacción. Sin decir nada, desapareció por la puerta abierta del balcón.

Kiara se dijo que se alegraba de que se hubiera ido. No quería volver a verlo después de lo que le había hecho.

La había dejado.

Pero su corazón no la escuchó.

Corrió al balcón para llamarlo.

—¡Nykyrian!

Pero era demasiado tarde. Él ya se había ido.

La calle estaba tan vacía como su alma, como su vida. No se lo veía por ningún lado. Se había desvanecido en la noche, de la que formaba parte.

Mientras seguía en el balcón, tratando de encontrarlo, una ligera brisa le agitó el cabello y le recordó sus dedos que solían juguetear con él.

—¿Qué he hecho?

Pero ya sabía la respuesta. Había destrozado su vida y no había forma de arreglarla.