–Ya tengo ganas de disfrutar un poco de esto —dijo un hombre, y la voz se fue acercando lentamente hacia donde se hallaba Kiara—. ¿La has visto? Ese cuerpo terso es un sueño.
Ella entrecerró los ojos mientras la rabia y el temor la consumían. Nadie volvería a hacerla sentirse impotente.
Nunca más.
—No sé, Chenz —repuso otra voz de hombre—. Creo que deberíamos esperar a estar más lejos. No dejo de pensar en el mensaje de Poll, de que Némesis nos está siguiendo. Esto puede ser muy serio. No me entiendas mal, yo también quiero disfrutar un poco de ella, pero preferiría esperar hasta que estuviéramos más seguros.
A Kiara se le nublaron los ojos de furia. Quizá la mataran, pero tenía toda la intención de llevarse un buen trozo de ellos al irse.
La risa de Chenz resonó en el pasillo. El arrogante sonido la hizo estremecer.
—No hay nada que temer de Némesis. Ya nos han pagado, así que propongo que disfrutemos cada minuto de la situación.
Los engranajes de la puerta zumbaron mientras esta se abría lentamente.
Kiara se tensó, esperando para saltar.
Entraron dos de los seres más asquerosos que había visto nunca. Sí, su peste superaba con mucho a la de la basura. ¿Por qué habría tenido que acertar en eso? Era suficiente para provocarle náuseas. ¿Acaso no se habían dado un baño en toda su vida?
Vio que eran humanos, aunque ninguno de ellos hacía honor a su especie.
Torció el gesto al ver al más bajo y se preguntó cómo el tipo podría soportar contemplar aquella cara tan fea y llena de verrugas en el espejo durante el rato que tardaba en afeitarse. Aunque por la cantidad de barba mal cortada que lucía en sus fofas mejillas, entendió que no se miraba con mucha frecuencia.
El otro hombre era unos pocos centímetros más alto. Sus rasgos, largos, afilados y angulosos, le recordaron a una de las bestias que su niñera empleaba para asustarla cuando era niña.
Los ojos de ambos reflejaban una frialdad de alma que la dejó helada.
—Bueno, ¿y dónde está? —Era la voz de Chenz, el más bajo de los dos.
Sin darles tiempo a reaccionar, Kiara se lanzó sobre ellos. Le propinó una fuerte patada a Chenz, que cayó sobre su cómplice, y luego corrió hacia la puerta.
Antes de poder alcanzarla, alguien le puso la zancadilla. Sin embargo, con su formación de bailarina fue capaz de saltar por encima y seguir corriendo. Al menos hasta que algo sólido le dio en la espalda y la mandó contra el suelo.
Maldiciendo, se dio cuenta de que era el gordo cuerpo de Chenz lo que la retenía. Él la volvió con rapidez y le dio un fuerte golpe en la cara. Kiara sintió que todo le daba vueltas mientras el dolor le estallaba en la mejilla y el ojo y notaba el sabor de la sangre. Por un instante, se quedó sin sentido.
Sólo el ruido del camisón al ser rasgado la devolvió al momento y alejó su mente del dolor. Con una maldición nacida de la desesperación, le dio un puñetazo al hombre en la fofa barriga. Él la soltó y se dobló en dos, lo que le permitió salir de debajo de su cuerpo.
Su compañero fue hacia ella en cuanto estuvo en pie.
Kiara le dio una patada en el aire y le acertó en mitad del pecho. El camisón se le rasgó aún más mientras se alejaba de ellos como podía. De ninguna manera iban a tenerla.
Sería mejor que la mataran antes.
Nunca se volvería a someter a otro atacante.
Al menos, esa era su idea hasta que algo se le enredó en el cuello y la alzó del suelo. Cayó de espaldas, contra el mismo, tan fuerte que se quedó sin aliento.
—Pagarás por esto, puta —dijo Chenz apretando sus dientes podridos, mientras tiraba aún más del cable metálico.
Kiara intentó tragar aire mientras el cable se le hundía en la carne, ahogándola. Desesperada, trató de quitárselo. Dio patadas y probó a gritar.
Ni siquiera un susurro salió de sus magullados labios.
Estaba muerta, lo sabía.
—¡Mátala, Chenz! —lo animó el hombre más alto, mientras se frotaba el pecho, donde ella lo había golpeado. Los ojos le brillaban de satisfacción.
El cable se tensó aún más.
A Kiara se le nubló la vista mientras trataba de resistir.
«No moriré así. ¡No!».
Fue repitiendo esas palabras en la cabeza, como si fueran un mantra, mientras luchaba con todas sus fuerzas.
Tiró del cable.
Justo cuando pensaba que Chenz iba a acabar con ella, este la soltó. Kiara tragó aire y se llenó los ardientes pulmones, mientras tosía y carraspeaba. No veía bien y las sienes le zumbaban con fuerza. Se frotó el cuello y notó las marcas que le había dejado el áspero cable.
Chenz la agarró por el cabello, largo y rojizo, y tiró de ella.
—Tu vida no es nada para nosotros, nena. Pero según cómo nos trates en los siguientes minutos, decidiremos si te matamos de prisa o lo hacemos de una forma realmente dolorosa.
Ella se atragantó ante el hedor del aliento que le caía sobre la mejilla. Antes de que pudiera pensar qué replicarle, Chenz le cubrió los labios con los suyos, húmedos y partidos.
Kiara sintió arcadas.
Él la apartó para pegarle de nuevo.
Una brusca sacudida de la nave los hizo tambalearse a todos.
Al instante, una aguda sirena de alarma comenzó a sonar.
—Nos están atacando. —El hombre más alto salió de la sala, corriendo a toda velocidad.
Antes de que Kiara pudiera moverse, Chenz la cogió por el brazo y la empujó hasta un poste de acero oxidado de la pared. Aún tosiendo, ella intentó resistirse mientras él la esposaba, pero estaba demasiado débil por los golpes y el casi estrangulamiento como para hacerle el daño que deseaba causarle.
—¡Cabrón de mierda! —rugió y al instante trató de morderlo.
Chenz la agarró por el mentón y la empujó contra la pared, tan fuerte que por un momento Kiara perdió la visión.
—Acabaré contigo cuando esto pase —le prometió él y le apretó la cara con fuerza mientras le torcía la boca con la mano. Le hizo una mueca lasciva, la soltó y corrió a reunirse con su colega.
La puerta se cerró de golpe, haciendo temblar la sala.
Kiara soltó un grito de frustración mientras sacudía con fuerza las esposas de acero, que le arañaban la piel. Enloquecida por el miedo, la rabia y la determinación, siguió tirando, sin importarle si perdía la mano en el proceso. Lo único que quería era soltarse.
—¡No moriré aquí! —gritó, mientras su pesadilla de la infancia trataba de debilitarla.
«Haz lo que te dicen, Kiara. No te resistas —le susurraba la voz de su madre desde el pasado—. No pasará nada, preciosa. Te lo prometo».
Pero sí había pasado. Lo único que habían conseguido con su sumisión había sido una brutal ejecución. Su madre había muerto ante sus ojos de una bala en la cabeza y a ella le habían disparado tres veces, hasta que los enemigos políticos de su padre la dejaron, dándola también por muerta.
A los ocho años…
Ese día, su confiada inocencia había saltado hecha pedazos. Y cuando finalmente se había recuperado de las heridas físicas, había jurado solemnemente que nunca nadie volvería a controlarla.
Nadie.
Nunca obedecería a nadie y nunca volvería a ser una víctima.
No obstante, las esposas seguían en su lugar. Por más que luchara, por más que lo intentara, no conseguía soltarse.
Incapaz de soportarlo, se dejó resbalar hasta el suelo y se golpeó la cabeza contra la pared, para que el dolor acabara con su histeria.
—No te atrevas a llorar —se riñó a sí misma—. No te atrevas.
«Bu-bu-bu. —El jefe se había burlado de ella mientras las tenían prisioneras—. Llora todo lo que quieras, niña. Papá no va a venir a salvarte. No hay nada que me guste más que el sonido del miedo de otros. El sonido de alguien que me ruega por su vida. La vida es dolor, zorra. Una pena que no vayas a vivir lo suficiente para acostumbrarte».
Desde el día del funeral de su madre, no había vuelto a soltar una lágrima. Y no iba a permitir que aquella escoria inmunda que la había apresado cambiara eso.
Ella era más fuerte.
Las luces perdieron intensidad y la nave se sacudió con violencia hacia la izquierda cuando un disparo atravesó el campo de fuerza.
Por un breve instante, Kiara pensó que podría ser su padre con un grupo de rescate. Pero sabía que no. Aún seguía en la reunión del consulado y creía que ella estaba bien vigilada en las habitaciones del hotel donde se alojaba la compañía de danza.
Al igual que el infausto día en que se las habían llevado a su madre y a ella del palacio de invierno, su padre no tenía ni idea de que la estaban atacando. No lo sabría hasta que le notificaran su muerte.
«No puedes protegerte. Por muy segura que creas estar. Por más precauciones que tomes, las ratas siempre encuentran la manera de entrar…». Kiara había escrito eso en su diario a los dieciséis años, cuando un asesino le había disparado mientras cenaba en un restaurante con unos amigos. Incluso rodeada de guardias y con su padre al lado, esa noche también había estado a punto de morir.
Su vida sólo era un cheque en blanco para la escoria del universo y pretendían cobrarlo al completo.
Las lágrimas contenidas se le atragantaron al darse cuenta de lo desesperado de su situación. Iba a morir allí, en el espacio, violada y torturada. Sola. La única esperanza que le quedaba era que quien estuviera atacando destruyera la nave.
«Por favor, que no sea doloroso…».
A diferencia de la muerte de su madre.
Esa había sido tan lenta y dolorosa como los mercenarios pudieron. La habían torturado durante días antes de acabar finalmente con su vida y con los gritos de piedad para ella y su hija, que se habían grabado para siempre en la mente de Kiara.
Lo que habían llegado a hacerle a su madre.
Lo que habían llegado a hacerle a ella…
El nudo que tenía en la garganta se hizo más grande mientras oía los sonidos de la batalla. Las viejas paredes de la nave crujían ominosamente. Impacto tras impacto sacudían el vehículo haciendo que se balanceara. Aquella nave oxidada no podría soportar muchos más daños. Era un milagro que hubiera aguantado tanto.
Kiara cerró los ojos y pidió una muerte rápida.
Pero ese alivio tampoco llegó.
En vez de eso, oyó el chasquido de los circuitos eléctricos del pasillo. Toda la energía de las puertas habría sido ya transferida a las armas y los escudos de la nave.
Las luces se apagaron.
Kiara se quedó sumida en la total oscuridad, mientras se preparaba mentalmente para lo inevitable. No oyó más rayos láser disparados contra la nave.
El final ya estaba cerca.
¡Dios, cómo iba a echar de menos a su padre y el baile! Añorar la sensación de la primera brisa de primavera sobre la piel mientras leía sentada en el jardín.
Respiró hondo y controló el miedo. Era la hija de un comandante. Su padre había nacido en la pobreza y había ido escalando puestos en el ejército gracias a su inteligencia y su habilidad, hasta acabar siendo presidente de su planeta. Aunque a muchos podía no gustarles, todos estaban de acuerdo en una cosa: su padre desconocía el miedo y había transferido ese valor a su única descendiente. Kiara se enfrentaría a la muerte con calma y dignidad. Por más que le costara, nunca rogaría o suplicaría.
—Haré que mis padres se sientan orgullosos.
De repente, todo se quedó inmóvil y en silencio. El olor a cables quemados y humo se filtró en la sala e hizo toser a Kiara hasta que volvió a arderle la garganta.
Oyó el ruido de pasos aproximándose y luego varios disparos. Se tensó, pero quien fuera pasó rápidamente ante la puerta.
Continuó tratando de sacar las ensangrentadas manos de las esposas.
Al menos hasta que oyó que se acercaba alguien.
El corazón le golpeó el pecho con latidos secos y cortos al oír el chisporroteante sonido de un soplete láser cortando el acero.
—Ahora lo compruebo —dijo una voz de hombre en el pasillo, en el lenguaje universal que permitía al Imperio comunicarse con todas las especies racionales—. Hay alguna forma de vida del tamaño de un humano pequeño. Incluso podría ser otro niño… Sólo quiero…
La voz se quedó en silencio durante unos minutos mientras seguía cortando el acero.
—Ah, que te jodan, Hauk. Algunos de nosotros no somos el mismo tipo de animal rastrero que —continuó la voz y se detuvo como si escuchara algo antes de bramar—: Claro que no estoy sobrio. ¿Crees que estaría haciendo esta mierda si lo estuviera? Y me doy cuenta de que no veo tu gordo culo aquí en las trincheras, así que más te vale cerrar el pico antes de que me olvide de que se supone que me caes bien.
¡Por las galaxias conocidas! Aquel hombre no sonaba como un rescatador. Aunque no sonaba exactamente como un buen tipo.
Kiara no estaba segura de si su situación estaba a punto de mejorar o…
Empeorar mucho más.
Se oyó un fuerte chasquido justo antes de que un gran trozo de la puerta cayera hacia adentro. Aterrizó con un repiqueteo metálico mientras entraba humo por el círculo irregular que el hombre había dejado.
A ella se le encogió el estómago.
La luz de una pequeña linterna recorrió la sala y se detuvo al iluminarla.
A pesar de lo que le dolían los ojos al acostumbrarse, Kiara trató de ver, más allá del resplandor, a quien sostenía la linterna, pero lo único que distinguió fue una mancha grande y negra.
La mancha cruzó la puerta por el agujero y entró en la habitación.
Ella dobló las piernas para poder levantarse de prisa si hacía falta. Un hilillo de sudor le cayó por la sien. Se tensó, dispuesta a atacar con la fuerza que su cansado y magullado cuerpo pudiera obtener.
Las luces del techo se encendieron de nuevo y notó un ardor en los ojos. Parpadeó varias veces y la mancha se convirtió en un soldado vestido con un traje de combate negro cubierto con una chaqueta acolchada de aviador. Un grueso casco negro le cubría el rostro, impidiendo a Kiara ver a qué raza pertenecía. No llevaba ninguna insignia o bandera en el uniforme.
¿Quién sería?
¿Qué sería?
¿Humano? ¿Humanoide? ¿O alguna criatura que no podía ni imaginar?
Lo miró fijamente todavía sin saber si pretendía ayudarla o hacerle más daño. Hasta que supiera la respuesta, se fingiría dócil, engañándolo para que la creyera inofensiva. Y si pretendía hacerle daño, le clavaría la rodilla con fuerza en aquella parte de su anatomía que los hombres más valoraban y esperaba que, fuera de la especie que fuese, eso tuviera el efecto deseado.
Pero él no se acercó.
La sorprendió apagando la linterna y guardándosela en el bolsillo de la pierna derecha. Luego se movió despacio, como si intentara tranquilizarla. Se desabrochó el casco de las cinchas que lo sujetaban al traje de combate y se lo sacó.
Kiara se sorprendió ante lo apuesto que era. El cabello negro, largo hasta los hombros, estaba recogido en una coleta y dos aros de plata le colgaban de la oreja izquierda, la misma oreja en la que llevaba un auricular y un micro con los que aún se comunicaba con quien fuera que hubiese estado hablando antes. Los oscuros ojos estaban perfilados con una gruesa línea hecha con kohl, lo que aún le daba un aspecto más salvaje y peligroso. Una costumbre común entre los ladrones y los criminales.
Él la recorrió con la mirada, captando todos los detalles con una exactitud que envidiaría cualquier mecánico.
Cuando volvió a mirarla a la cara, ella vio lástima y preocupación.
—Soy Syn —se presentó él amablemente en el idioma universal, como si estuviera tratando de convencer a un gatito asustado—. No voy a hacerte daño. Te lo prometo.
Por alguna razón que Kiara no llegaba a imaginarse, lo creyó, aunque aquel hombre tenía algo que decía que podía ser letal si hacía falta.
El alivio la recorrió por entero.
Syn fue hacia ella con cautela y la amabilidad de sus gestos le puso un nudo en la garganta.
—¿Puedes entenderme?
Kiara notó que tenía acento de Ritadario, un planeta aliado del suyo.
—Sí —contestó.
Él asintió con la cabeza mientras se quitaba la chaqueta y se la ponía a ella sobre los hombros.
—Todo irá bien, te llevaremos a casa —le prometió el hombre. Se arrodilló para examinar las esposas e hizo un gesto de pena al ver lo ensangrentadas y magulladas que tenía las muñecas.
Kiara soltó un siseo cuando el acero le rozó uno de los cortes. Una vez a salvo y sin sentirse aterrorizada, el dolor era insoportable.
—Tenemos un pequeño problema.
—Ya veo. Estabas decidida a soltarte, ¿no?
Mientras asentía, Kiara notó el olor a alcohol en el aliento de él, aunque parecía totalmente sobrio. No vacilaba ni se desequilibraba en absoluto.
—Me da la sensación de que tú también hubieras intentado escapar si te hubieran encerrado aquí —dijo ella.
Una chispa de diversión brilló en sus oscuros ojos mientras sacaba unas tenazas de otro bolsillo. Sonriéndole, las hizo rodar en los dedos antes de colocarlas sobre la cadena.
Su aire distendido desapareció un instante después.
Dio un golpecito a su auricular para abrir un canal.
—¿Has hecho qué? —gruñó a quien estuviera en el otro extremo—. Maldita sea. Cruel, estúpido hijo de… Tengo aquí a una prisionera a la que estoy intentando quitarle unas esposas. ¿No podrías haberme advertido un poco antes? Te juro por los dioses… Y luego, gilipollas, os preguntáis por qué hago esta mierda así. ¿Cuánto?
Kiara tragó saliva con fuerza, mientras un nuevo temor la atenazaba.
—¿Cuánto para qué?
—¿Tres minutos? —Syn gruñó—. Te odio. De verdad que te odio. —Soltó otra palabrota mientras trataba frenéticamente de cortar las esposas.
—Son del equipo militar —le dijo ella. Iba a hacer falta algo más potente que aquella herramienta para cortarlas—. La nave está a punto de estallar, ¿no?
Él le lanzó una mirada que se lo confirmó y comenzó a tirar de la cadena que unía las esposas. Sí, claro, como si pudiera romperla con las manos.
Después de todo, estaba muerta.
El alma se le cayó a los pies. No podía creer que hubiese estado tan cerca de la salvación para perder de nuevo. Le cubrió las manos con las suyas.
—Vete mientras puedas. Y te agradezco que al menos hayas intentado salvarme.
La mirada rabiosa y decidida de él la emocionó.
—No voy a dejarte aquí para que mueras.
—Ya has hecho tu buena acción del día. No deberías morir por ello.
El hombre rio con amargura mientras seguía con las esposas.
—Ninguna buena acción queda sin castigo. Créeme, lo sé.
—Por favor, vete. —Se le quebró la voz, pero lo decía de corazón. Ya se había resignado a su destino—. No hace ninguna falta que muramos los dos.
La mirada salvaje de él la atravesó.
—Juré que salvaría todas las vidas que pudiera. No pienso echarme atrás ahora. Puedo ser muchas cosas, pero ser un cobarde nunca ha estado entre ellas.
Kiara iba a seguir discutiendo, pero antes de poder hacerlo, una oscura sombra se proyectó sobre ambos.
Con una mueca de dolor, alzó la vista, temiendo que fuera Chenz.
Pero aquel algo era mucho más siniestro y mil veces más letal.
Era también lo último que esperaba ver.
Némesis.
Por un instante, pensó que, a pesar de todo, sí iba a desmayarse. Némesis era el asesino más temido que jamás había existido. Todos los gobiernos conocidos, incluido el suyo, lo querían muerto y el precio por su cabeza era exorbitante. Nadie nunca había alcanzado uno mayor.
Nadie.
«Quizá no sea él…».
Pero sabía que sí. Toda persona de más de tres años conocía las historias de la criatura que vestía un traje negro de combate cubierto por una chaqueta con una calavera de metal, un halo de acero y las espadas cruzadas de la Liga al fondo. Era la marca que aparecía en todos los cadáveres de sus víctimas. Némesis se enorgullecía de su brutal oficio, sobre todo cuando mataba a otros de su clase.
Por lo que ella sabía, nadie había sobrevivido a un encuentro con él.
Como esperaba que los matara a ambos, se quedó de piedra cuando Syn se apartó y Némesis rompió las esposas usando tan sólo las manos enguantadas. La cogió en brazos como si no pesara nada y la envolvió con su chaqueta.
—¿Qué estás esperando, Syn? —gruñó por el auricular una voz distorsionada electrónicamente—. Mueve el culo.
Syn resopló mientras recogía el casco del suelo.
—Estoy esperando —dijo.
—Cincuenta y cinco segundos y contando. Más vale que empecéis a correr, cabrones. Estáis a punto de freíros.