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No te muevas —le ordenó una voz femenina suave y cantarina.

Syn alzó una ceja. No todos los días alguien conseguía pillarlo desprevenido, y menos una mujer con una voz tan seductora.

—¿O qué?

Deseó poder echar una ojeada a quien fuera que había sido más listo que él. Tenía que ser alguien muy especial, porque eso nunca antes le había pasado.

Ella quitó el seguro de la pistola de rayos.

Syn no se asustaba fácilmente y que alguien le apuntara con un arma era bastante habitual, pero no solía encontrarse con atacantes a los que no podía ver.

Sobre todo en su propia casa.

—¿Eres una asesina o una rastreadora? —preguntó.

—Rastreadora por libre.

A diferencia de los asesinos, los rastreadores por libre solían tener conciencia. Y como él seguía respirando y no estaba muerto, algo le dijo que ella estaba interesada en el contrato para capturarlo vivo, y eso le dejaba mucho margen de maniobra.

—Bien —soltó y de un manotazo, le quitó la pistola de la mano.

Un rayo rojo impactó en el techo, donde dejó una larga marca negra requemada en la pintura blanca. Syn maldijo al verla. Había luchado demasiado para salir de las calles y tener una casa bonita, para que ahora llegara alguien y comenzara a destrozársela.

—Nadie me estropea la casa.

Agarró una muñeca menuda y suave, y sacó a la mujer a la vista. Se quedó impresionado al mirar al rostro de un ángel sobresaltado.

Mierda, era hermosa.

En ese instante de vacilación, ella le clavó una rodilla en la entrepierna.

Syn sintió un intenso dolor por todo el cuerpo. Tragando aire, se dobló por la mitad, maldiciendo.

Shahara sacó la pistola de reserva de la bota y apuntó al C. I. Syn: violador, asesino, traidor y ladrón. Él era grande y fuerte. Tendría que vigilarlo muy de cerca si quería tener éxito. Sin quitarle el ojo, se puso de rodillas para recoger las otras dos pistolas del suelo.

El hombre que tenía delante no pertenecía a la clase de gente con la que estaba acostumbrada a tratar. No sólo era más refinado, sino que algo orgulloso y primigenio emanaba de cada molécula de su ser. Sólo una palabra podía definirlo: sexy.

Y ella no era nada inmune a eso.

A diferencia de los otros criminales de clase tres y cuatro a los que había perseguido, este poseía cierto aire de sofisticación. Cuando hablaba, no era en algún dialecto brusco e ignorante de las calles, sino con una fluida voz de barítono, que salía de lo más profundo de su interior. Su cadencia y sus sintaxis eran las de un hombre educado o un aristócrata, no las de un insignificante ratero.

Con una profunda inspiración, él se recuperó de la patada; algo que Shahara nunca había visto hacer tan rápido a hombre. Y, acto seguido, se apartó de ella con la gracia y fuerte de un depredador.

Aún cojeaba, pero había una inconfundible fluidez en sus movimientos.

Eso era. Eso era lo que ella había notado en él: tenía un magnetismo animal. Se movía como una pantera enjaulada: elegante, sinuosa, mortal.

Malvada.

Y rápida como el rayo. Antes de que se diera cuenta, ya la había desarmado de nuevo. Shahara le dio una patada, pero él se volvió y la empujó contra la pared.

Ella empleó el rebote para lanzarse contra él y propinarle un duro golpe en el mentón. Gruñendo, él la agarró. Shahara se echó hacia atrás y le dio otra patada.

Syn maldijo su agilidad. Resultaba increíble luchando. Y siempre que trataba de inmovilizarla, se le escapaba. Resopló cuando ella lo alcanzó con otro golpe en el estómago.

«¡Mátala!».

Pero tenía ciertas sospechas sobre su identidad y si era quien él creía que era…

Mejor dejar que lo machacara que la alternativa.

La joven hizo aparecer dos cuchillos de las mangas y fue hacia él dando tajos. Syn alzó el brazo para bloquear el ataque. Sus antebrazos chocaron, luego, ella le deslizó la hoja por el brazo, cortando la protección hasta la piel.

—Hija de…

Ella le pisó el pie con fuerza.

—Ríndete, presidiario. No tengo por qué cogerte vivo.

Syn la miró mientras una y otra vez trataba de inmovilizarla y fallaba.

—Entonces, será mejor que te dispongas a matarme, porque es de la única manera que saldré de aquí.

Shahara le dio un cabezazo antes de lanzarle una patada de tijera al pecho. Con una rápida voltereta, recuperó la pistola del suelo y lo apuntó.

Finalmente, él se quedó inmóvil.

—Bonito ataque —se burló ella y, con el cañón de la pistola, le indicó que entrara en el dormitorio. Esa vez mantuvo una buena distancia entre ambos.

Con los ojos ardiendo como fuego obsidiana, él obedeció de un modo que proclamaba bien a las claras que no estaba acostumbrado a obedecer órdenes.

No, por su sonrisa arrogante y burlona, Shahara podía ver que aquel hombre era un líder o un solitario.

En absoluto el seguidor de nadie.

—No tan bonito como el tuyo. —Y se frotó la entrepierna significativamente.

Ella se encogió de hombros ante su sarcasmo.

—El que espera pierde.

El furioso cejo de él le dijo que no le gustaba en absoluto ese viejo proverbio gondario.

Sin hacer caso de su mirada, Shahara le lanzó un par de esposas que cayeron sobre la bota del hombre con un leve tintineo.

—Póntelas en seguida o te mando al infierno.

Syn cogió las esposas en el puño como si le molestaran. Su fría mirada se endureció, y ella hubiera jurado que podía oler el peligro que emanaba de cada poro de su masculino cuerpo.

Tensó el dedo sobre el gatillo, esperando que le tirara las esposas a la cara. No sería la primera vez que un presidiario había reaccionado así y ella tenía unos cuantos trucos por si se le ocurría hacerlo.

Un fuerte silbido llegó desde la sala que Shahara tenía a la espalda. Sorprendida, se dio la vuelta para asegurarse de que no llegaba nadie para ayudarlo. Antes de que pudiera identificar qué era ese sonido, las manos de él se cerraron sobre las suyas.

¿Cómo se había movido tan rápido? Aún debería estar al otro lado de la habitación.

Con el corazón acelerado, Shahara luchó por recuperar su arma, dándole patadas y puñetazos con toda la furia que sentía. Si él conseguía hacerse con su arma, seguro que la mataría.

El hombre le apretó la mano y a Shahara se le fueron durmiendo los dedos hasta que casi no pudo notar la áspera culata de la pistola. Trató de darle otro cabezazo, pero él se movió demasiado rápido.

Para su horror, la pistola cayó al suelo con un fuerte ruido.

Maldiciendo, recurrió a su estricto entrenamiento y lo golpeó en el cuello.

Sin embargo, él le detuvo la mano antes de que pudiera llegarle a la laringe. Luego le retorció el brazo dolorosamente detrás de la espalda, la levantó y se la cargó al hombro.

Shahara maldijo mientras se resistía. A pesar de sus esfuerzos y golpes, él se arrodilló, recogió las pistolas del suelo y luego la tiró a ella sobre la cama.

El suave colchón sin bultos la sorprendió por un instante, antes de que el pánico comenzara a hacer presa en ella. Él se quedó a unos pasos, mirándola con los oscuros ojos cargados de lujuria.

A Shahara se le nubló la vista. Rugiendo, se lanzó a por él con un solo objetivo: escapar con la vida y el cuerpo intactos.

Syn cambió el modo de la pistola de matar a aturdir y le disparó en el hombro antes de que ella pudiera reaccionar.

Un leve grito ahogado salió de labios de la mujer, que abrió los ojos sorprendida mientras se agarraba el hombro y se desplomaba en el suelo.

Syn experimentó una ligera sensación de culpa. Lo habían aturdido las suficientes veces como para saber que cuando la chica se despertara tendría un fuerte dolor de cabeza.

Pero ¿qué otra alternativa tenía? Aquella joven parecía ser una decidida cozu.

Negando con la cabeza con cierta amarga diversión, se arrodilló a su lado y le tomó el pulso. Después de cerciorarse de que no le había hecho daño, echó una buena mirada a sus rasgos, ya relajados. Maldita fuera si no era la mujer más atractiva que había tenido nunca en su habitación. Tampoco era que tuviera demasiada costumbre de llevar mujeres allí, pero aun así…

Le tocó la piel del cuello, cálida y suave bajo su mano, en contraste con lo dura que era. Le pasó un dedo por la blanca mejilla y se quedó mirándole los labios, ligeramente entreabiertos. No pudo evitar preguntarse lo suaves que serían, igual que otras partes más tiernas de su anatomía.

Notó un agudo dolor en la entrepierna.

«Vale, esto es justo lo que necesitas añadir a este jodido día».

Acostarse con una mujer que quería entregarlo a sus enemigos. Una mujer que no tendría ningún reparo en dispararle, o en cortarle alguna parte del cuerpo, pensó, mirándose la sangre que le cubría el antebrazo.

Si le quedara aunque fuera una sola neurona en la cabeza, debería borrarle la memoria y tirarla en el agujero más cercano. Pero le costaba ser tan cruel. A diferencia de ella, su conciencia no le permitía entregar personas a aquellos que las torturarían, las mutilarían y las matarían.

Suspirando, la levantó del suelo y la llevó del dormitorio al sofá.

No pesaba nada. ¿Acaso no comía? Si aún fuera médico, le haría un diagnóstico nutricional. Con ese peso, no podía estar sana.

Pero claro, igual que él, ella era una rata de alcantarilla y ahí era difícil encontrar comida. Además, ese tipo de hambre desesperada nunca desaparecía, incluso aunque hubiera comida por todas partes.

Se volvió a oír el pitido.

¿Syn?

Este dio las gracias de que Caillen Dagan hubiera tenido la gran idea de llamarlo en ese momento. Ese chico siempre había tenido el don de la oportunidad…

Después de echar una última mirada al bien torneado cuerpo tumbado en el sofá, fue al otro lado de la sala y cogió el auricular que lo mantenía en contacto con los pilotos que trabajaban para él.

—Sí, Dagan, ¿qué quieres?

—Kasen acaba de llamar; ha aceptado hacer un viaje a Lyrix. Quiere que vaya con ella y, por mi parte, no me atrevo a dejarla ir sola. Ya sabes cómo es ese lugar. Pero en principio tenía que encargarme de tu envío a Prinum esta noche y como no puedo estar en dos sitios a la vez… ¿hay alguna forma de que puedas encontrar a alguien para sustituirme?

Syn miró hacia atrás, a la rastreadora que tenía en el sofá, y consideró la sensatez de dejarla allí.

—¿Syn?

Él frunció el cejo ante la ansiedad en la voz de Caillen. A este no le gustaba nada pedir ayuda y Syn nunca había sido de los que niegan un favor a un amigo. Además, Caillen protegía a sus hermanas más que a nada en el mundo, y Syn respetaba su devoción. Entendía perfectamente que la familia era lo primero.

Y Caillen era como un hermano para él.

—Claro, ya lo haré yo.

—Gracias, colega. Te debo una.

Syn apagó el comunicador, lo tiró sobre la mesa y negó con la cabeza. Su amigo siempre había sido un poco exagerado cuando se trataba de sus hermanas. Tan exagerado que, en todos los años que hacía que se conocían, Syn sólo había visto a una de las jóvenes, Kasen, y eso por puro accidente.

Algo malo les había pasado cuando eran adolescentes, lo que había marcado profundamente a Caillen. Syn no tenía ni idea de qué era, ya que no solía meter las narices en la vida de la gente.

Suponía que si su amigo quería que lo supiera, ya se lo contaría. Mientras tanto, no era asunto suyo.

Un suave gemido devolvió su atención a su problema del momento. Regresó al sofá, intrigado por su prisionera.

La miró, esperando equivocarse sobre su identidad…

No parecía una Dagan; al menos no se parecía a Caillen ni a Kasen, pero los genes eran una cosa muy rara. Él tampoco se parecía a su hermana ni a su madre.

Excepto en los ojos…

Hizo una mueca de dolor al recordar. Su padre lo había castigado continuamente por compartir esa parte del ADN de su madre. Lo más triste era que el hombre la había amado de verdad y, mientras estuvieron juntos, no había sido tan psicópata. Pero cuando ella se largó, él volcó todo su odio en los dos hijos que había dejado atrás.

Syn desechó esos recuerdos y miró a la rastreadora.

Por el momento, esta se hallaba inmóvil, con la larga trenza rojo oscuro colgando sobre los cojines hasta el suelo. Se la tocó y lo sorprendió su sedosa textura. Nunca había visto a nadie con el cabello de ese tono. Mechones de un rojo oscuro mezclados con dorado, castaño, negro y ceniciento. Como ébano.

El traje de combate Armstich de cuero que vestía estaba pasado de moda; debía de tener unos diez años y, por cómo le quedaba, parecía haberlo comprado de segunda mano. Aun así, el corte favorecía su ágil y esbelta figura, aunque el color no resaltaba sus exóticos rasgos.

Aquella mujer tenía un cuerpo fuerte y prieto, y Syn pudo imaginársela rodeándolo con sus largas y sexies piernas mientras…

«Basta, gilipollas».

Eso era muy fácil de decir, pero mientras la miraba, el pene se le ponía tenso. Trazó la línea de sus carnosos y rosados labios con los nudillos, deleitándose en el ligero cosquilleo sensual que su aliento le producía sobre la piel. Llevaba bastante tiempo sin estar con una mujer. Demasiado tiempo, ahora que lo pensaba. Un hecho evidente, dada la forma en que deseaba a la mujer que había ido por su cabeza.

Para esa larga abstinencia, no había más razón que su desagrado por las relaciones personales, y las mujeres, aunque lo entretuvieran durante un par de horas, tenían la fea costumbre de fastidiarlo en cuanto les daba la más mínima oportunidad. Mara le había enseñado con absoluta claridad que, en su vida adulta, nunca podría hacer lo suficiente para compensar todo el mal que había hecho de niño.

O, mejor dicho, ninguna mujer le perdonaría nunca la conexión genética que compartía con un monstruo.

Así que siempre reducía sus aventuras a una sola noche y con desconocidas; mujeres con las que podía mantener una distancia emocionalmente segura.

Y, además, durante los últimos seis meses no había encontrado a ninguna que lo atrajera ni remotamente.

Hasta ese instante.

«Soy un psicópata… como mi padre».

Tenía que serlo para siquiera mirar a una mujer como ella, que lo perseguía para arrestarlo.

Y, sin embargo, lo atraía por motivos que no podía comprender. Sus furiosos ojos almendrados estaban cerrados en ese momento, pero Syn recordaba perfectamente su extraño color dorado. Había algo en esos ojos que le resultaba familiar, pero no conseguía recordar qué.

También tenía algo que lo hacía pensar en su propia hermana. La forma en que había alzado la cabeza al desafiarlo, como si se hubiera enfrentado a las peores pesadillas posibles y aún tuviese el valor de continuar en el brutal sendero de la vida. Algo que una persona corriente no notaría, pero que para los que habían cruzado valerosamente el infierno, los que habían sido probados y marcados por su fuego, resultaba evidente.

Era una pena que su hermana hubiera perdido ese valor.

Notó que se le desgarraba el alma y trató de superar ese dolor implacable que el tiempo no parecía capaz de suavizar. El cuerpo sin vida de su hermana empapado de sangre…

Los remordimientos lo asaltaron y cerró los ojos, deseando poder volver atrás y salvar a Talia.

Tal vez si hubiera sido más mayor, habría podido hacer algo para ayudarla.

Una mierda. Nada hubiera podido ayudar a ninguno de los dos. Lo sabía con seguridad, pero aun así se culpaba por ello una y otra vez. Odiaba la parte de sí mismo que no podía superar el pasado. Pero aquella rastreadora no era Talia. La joven nunca se pondría ante él para salvarle la vida. Para ella, él sólo era una paga, un fugitivo que debía volver al encierro porque no merecía vivir entre la gente decente.

Hiciera lo que hiciese, no podía permitirse relajarse mientras ella siguiera en su casa.

Con eso en mente, la registró buscando más armas, para asegurarse así de que no tenía ningún otro medio de atacarlo. Trató como pudo de no notar las suaves curvas bajo sus manos mientras se las pasaba sobre el áspero cuero del traje de combate e iba sacando arma tras arma.

Joder, era como desarmar a toda la Liga…

O a sí mismo.

«Concéntrate…».

Aunque la chica era demasiado delgada para su gusto, tenía músculos firmes, sin duda, fruto de largas horas de entrenamiento. Empezó a imaginar lo atractiva que estaría con ese cuerpo envuelto tan sólo con una sábana.

La sangre le ardió en las venas como lava y el pene se le endureció como una piedra.

«Contrólate No eres un adolescente calenturiento que corre detrás de la primera chica que te sonríe».

Cierto, pero aquella mujer tenía algo. Algo que le hacía arder la sangre.

«Sí, que quiere patearte el culo, estúpido masoquista».

Al pasarle la mano por la firme pantorrilla, Syn localizó un cuchillo metido en el interior de la pernera. Lo sacó y observó los intrincados dibujos.

«Mierda…».

—Lo sabía.

El arma que tenía en la mano era legendaria. Un pájaro y una víbora entrelazados, grabados en la empuñadura de plata: el símbolo de un seax de Gondara. Y sólo una persona de su generación había superado el entrenamiento de seax.

«Shahara Dagan».

Al verse confirmadas sus sospechas, suspiró molesto.

«La vas a palmar…».

Se sintió invadido por el disgusto y la sorpresa.

«Bueno, ¿no es típico? Después de meses de celibato, finalmente encuentras a una mujer que te pone las hormonas a cien y no sólo va detrás de tu cabeza con saña, sino que es la queridísima hermana de uno de tus mejores amigos».

—Más me valdría pegarme un tiro y acabar de una vez.

Porque eso no sería nada comparado con lo que Dagan le haría si descubría que Syn le había disparado a su hermana mayor, a la que adoraba.

Sujetó la precisa hoja entre los dedos y observó a la rastreadora cuyo solo nombre hacía que la mayoría de los fugitivos se rindieran inmediatamente.

Lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta cómo luchaba.

—Así que tú eres la famosa Shahara… —Negó con la cabeza, asombrado de que aquella pequeña belleza pudiera tener una reputación tan letal—. Me pregunto qué diría Caillen si supiera que estás aquí.

«Te cortaré las pelotas, Syn».

Sí, probablemente diría algo así.

Eso si su amigo estaba de buenas y Syn tenía suerte. Pero si Dagan tenía un mal día…

Se estremeció.

Puso los ojos en blanco pensando en su mala suerte. Dejó el cuchillo sobre las otras armas y artilugios que le había quitado a la joven. Luego, cogió las pistolas y las guardó, junto con el resto, en una caja fuerte que tenía en la pared de su dormitorio.

¿Qué iba a hacer con ella?

Sin previo aviso, su imagen removiéndose desnuda en su cama le pasó ante los ojos y Syn sonrió maliciosamente. Sin duda, eso era lo que quería hacer con ella.

Pero dejando a un lado sus hormonas, tenía que ser práctico.

Aquella mujer quería entregarlo a las autoridades. Por desgracia, los seaxes eran famosos por su inquebrantable sentido de la justicia y del honor. Y a ella, ese honor la obligaba a entregarlo, por mucho que él dijera.

Pero no estaba dispuesto a que lo ejecutaran por crímenes que no había cometido y, por otro lado, seguro que no podía matarla sin destrozar a Caillen.

Entonces, ¿qué le quedaba?

Quizá debiera llamar a su amigo…

Resopló sólo con pensarlo. Conociéndolo como lo conocía, sabía que Caillen lo mataría sólo por aturdirla.

¿Y eso qué alternativas le dejaba?

«Mátala y oculta el cadáver».

Si pudiera… Maldita, estúpida conciencia. ¿Por qué los dioses les habrían hecho ese regalo? Ojalá hubiera tenido la posibilidad de devolverlo.

Lo cierto era que no tenía elección. Cuando ella recuperara el sentido, en una hora o dos, él tendría que tratar de convencerla. Con un poco de suerte, tendría el mismo sentido común e inteligencia que su hermano.

Dios, esperaba que fuera más razonable que Kasen o, de otra forma, tendría que acabar matándola.

Y mentirle a Caillen durante el resto de su vida.

Sí…

Pensando eso, fue hasta la puerta de entrada y volvió a conectar el escáner. Shahara Dagan no tendría más remedio que quedarse allí hasta que a él se le ocurriera alguna manera de escapar con vida de aquella enrevesada pesadilla.

• • •

Shahara gimió; las sienes le latían dolorosamente. Abrió los ojos parpadeando y se preguntó por qué se encontraba tan mal. Enfocó la vista en la pared de estuco blanco que tenía delante y de la que colgaba un hermoso cuadro de Chinergov. Mientras contemplaba la interpretación impresionista de un enorme pájaro negro en vuelo, recordó de repente lo que había pasado.

Y dónde estaba.

¡Ese cabrón repugnante le había disparado!

Con un grito ahogado, se incorporó de golpe, a pesar de las protestas de su cabeza por el movimiento repentino. Sin pensar en el dolor, se aclaró la visión y observó la habitación.

Por suerte estaba vacía.

El silencio hacía que le zumbasen los oídos, y se preguntó adónde habría ido Syn.

¿Por qué la habría dejado sola?

Bueno, no importaba la respuesta. Mientras él no estuviera allí, no podía matarla ni impedirle que se marchara. Con sigilo, por si acaso se hallaba en el dormitorio o en el cuarto de baño, se levantó del sofá.

Sin hacer ruido, llegó hasta la puerta y se dispuso a apretar los controles. Pero antes de que llegara a tocar el teclado, miró el panel y apretó los dientes, frustrada. Syn había reactivado el escáner.

«¡Cabrón de mierda, rata de alcantarilla! Bueno, no habrías creído de verdad que te lo iba a poner fácil, ¿no?», se dijo.

No, pero siempre cabía esperar que una lesión cerebral lo hubiera vuelto idiota y eso le facilitara a ella las cosas.

Si sólo…

Quiso maldecir y golpear las barras casi invisibles que cruzaban la puerta, pero sabía que, si lo hacía, se quemaría más que con cualquier fuego. Y, peor aún, dispararía una alarma.

Estaba a su merced.

Instintivamente, buscó sus armas. Como suponía, habían desaparecido junto con el artefacto que había usado antes para desactivar el sistema de seguridad.

Apartó los puños, deseando poder estrangular a Syn. Sin su artefacto no podría averiguar el código del escáner. Grimson había diseñado los sistemas de seguridad de Syn con mucho cuidado y las secuencias de números eran demasiado complicadas para acertarlas por casualidad, o para recordarlas para más tarde.

«Había un nueve en alguna parte».

Sí, eso ayudaba mucho.

Miró por la sala, suspirando. No se iba a quedar allí, esperando a que Syn volviera y la encontrara despierta. En alguna parte de aquel enorme mausoleo debía de haber armas.

Se dirigió a la cocina.

«Primero deberías buscarlo a él…».

No, mejor encontrar un arma. Si resultaba que su objetivo se hallaba en una de las habitaciones, no quería que supiera que estaba despierta hasta que pudiera protegerse de algún modo.

«Cómo me duele la cabeza.

»Es lo que te mereces por dejar que te aturdiera y tienes suerte de que eso sea lo único que ha hecho».

Muy cierto.

Con cuidado y en silencio, fue abriendo armarios y cajones en busca de un cuchillo, pero sólo encontró estantes vacíos. Nada de cubertería, ni siquiera una cucharilla oxidada.

Frunciendo el cejo, abrió la nevera, que halló igualmente vacía. ¿De qué vivía aquel hombre? ¿De aire?

Molesta al no encontrar nada, tuvo que contenerse para no dar un portazo al cerrar el armario, por si él se hallaba en una de las habitaciones. Se cruzó de brazos y miró la encimera, donde vio una botella de vino cerca del fregadero.

No era exactamente el arma que hubiera elegido, pero en caso de apuro…

Una sonrisa de determinación le curvó los labios. Al menos le serviría para dejarlo inconsciente unos momentos. Eso debería ser suficiente para cogerle alguna de las armas que llevaría encima.

Agarró la botella y miró la etiqueta azul y dorada.

«Hum, reserva». Y de un buen año, además. Aquella única botella podría cubrir los pagos de su casa durante seis meses. Qué pena tener que desperdiciar un gondario de primera con un despreciable criminal.

Bueno, que así fuera.

Cerró los dedos sobre el cuello fresco y liso de la botella y salió de caza. Con pasos sigilosos, avanzó lentamente hacia el dormitorio y luego se detuvo. La puerta del cuarto se deslizaba hacia arriba, lo que le daría a él tiempo más que suficiente para apuntarle con la pistola y dispararle de nuevo.

La cabeza le dolía cada vez más, recordándole que lo que menos necesitaba era otra descarga.

Tenía que haber alguna otra forma…

Sonrió al ver que la puerta del cuarto de baño estaba entreabierta… quizá también diera al dormitorio.

Era lo mejor que podía intentar.

Cambió de rumbo y se dirigió hacia allí.

Trató de calmar los fuertes latidos del corazón, que le enviaba palpitaciones aún más dolorosas a la cabeza que casi le interferían con la visión. Maldito fuera por eso. Agarró la botella con manos heladas y sudorosas y se coló en el cuarto de baño.

Estaba vacío.

Respiró hondo para calmarse los nervios y fue hasta la puerta del lado opuesto, que también tenía pomo. Por el momento, todo iba bien.

Empezó a abrir la puerta tan silenciosamente como pudo, aliviada al ver que las bisagras no chirriaban.

Dio un paso dentro del dormitorio y se quedó inmóvil de incredulidad. No sabía qué había esperado, pero sin duda no lo que estaba viendo.

Al otro lado de la habitación, Syn estaba arrodillado sobre una alfombrilla de oración bordada en rojo, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados con actitud reverente. El cabello, color ébano, recogido en una coleta, le colgaba justo por debajo de los hombros.

Llevaba unos pantalones de cuero y una amplia camisa de seda negra, con los puños remangados por encima de la muñeca. Pudo verle un trocito de venda blanca en el brazo, donde ella lo había cortado antes, y un poco del tatuaje que la venda cubría. Tenía las manos enguantadas apoyadas sobre las rodillas, con las palmas hacia arriba, y ante él había un libro de oración abierto. La luz se reflejaba en los dos aros de plata que le colgaban de la oreja izquierda.

Incluso así de relajado, Shahara pudo notar el aura de poder letal que lo rodeaba. Podía ver el perfil de sus músculos de acero bajo el cuero y la seda y, por alguna razón desconocida, deseó poder oír la cadencia masculina y musical de su voz mientras susurraba las plegarias.

«¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loca?

»Es un criminal».

Apretó la botella con más fuerza. ¿Rezar? ¿Cómo podía ser tan hipócrita alguien con su reputación de brutalidad?

Esa idea la enfureció.

Miró la pistola que él llevaba colgaba de la cadera izquierda y una lenta sonrisa se le dibujó en el rostro. Ahí tenía el billete a la libertad.

Sin hacer ni un ruido que lo alertara de su presencia o sus intenciones, Shahara se movió sigilosamente por la habitación y trató de cogerle el arma. La mano de Syn se cerró sobre la suya antes de que pudiera quitarle la pistola y posó en ella unos ojos que eran… Bueno… tan negros como el pecado.

E igual de fríos y malvados.

Maldiciendo, ella alzó la botella para golpearlo.

Pero antes siquiera de que pudiera parpadear, él sacó la pistola y se la puso bajo la barbilla.

—No me gustan las cicatrices —masculló él con aquella voz de barítono que produjo en Shahara un escalofrío—. Y odio a la gente que me revuelve la casa. Deja la botella despacio y da un paso atrás.

Ella calibró sus opciones mientras notaba el frío cañón de la pistola contra el mentón. Alrededor, el aire chisporroteaba de furia y ferocidad. Dos cosas que desmentían los ojos vacíos y carentes de emoción que la miraban fijamente.

Sabía que él la mataría sin pensarlo.

Se tragó el nudo de temor que se le había formado en la garganta. Debía de haber alguna manera de tomar el control.

De súbito, se le ocurrió una idea: distracción.

Sí, pero odiaba lo que representaría, ya que sólo podía usar una cosa.

«Antes prefiero que me dispare que insinuarme a un presidiario.

»Si no le quitas el arma de la mano, eso es lo que pasará».

Se obligó a ocultar su rabia y su frustración. Le gustara o no, sólo le quedaba una posibilidad y si no le arrebataba la pistola estaría a su merced todo el tiempo que él quisiera.

Y nadie sabría ni por dónde empezar a buscarla.

La primera regla de un seax era emplear cualquier medio que tuviera a su alcance…

Eso la decidió. Esbozó una seductora sonrisa y luego, lenta y sugerentemente, se deslizó la botella por delante del traje de combate dejándola sobre el suelo de madera con un ligero ruidito. Dio un paso atrás mientras lo miraba tentadora.

Él enfundó el arma y se puso en pie.

Shahara se tensó de incertidumbre al ver su altura. Ella sólo le llegaba a la mitad del pecho. Su seguridad llenaba la sala. Una seguridad que lo hacía parecer incluso más formidable.

La observaba como una víbora letal a su presa: calculador y expectante. Dispuesto a saltar en cualquier instante.

Pero los hombres eran estúpidos. Incluso los peligrosos. Vivían para sus hormonas y mientras ella conservara la calma, él sería una presa fácil para sus tácticas.

Su vida y la de Tessa dependían de lo buena actriz que fuera.

Abrió la boca, se humedeció los labios con la lengua y le recorrió el cuerpo con una mirada voraz de la que cualquier prostituta se hubiera sentido orgullosa.

—Podríamos negociar —susurró, con una voz cargada de fingido deseo, mientras le miraba directamente el bulto que él tenía en los pantalones y luego la cama.

Syn la miró incrédulo y con los sentidos aguzados ante la versión real de su fantasía. Recordaba muy bien las historias que contaba Caillen sobre su famosa hermana y también los rumores que circulaban sobre su ferocidad.

Sabía muy bien que Shahara Dagan no se dedicaba a la política de dormitorio.

Ella comenzó a deshacerse la trenza. A medida que Syn la observaba soltarse los gruesos mechones, sus argumentos fueron perdiendo fuerza. Todo su cuerpo ardía de deseo por ella mientras se imaginaba aquellos largos y ágiles dedos acariciándole la piel con la misma ternura con que se destrenzaba el cabello.

Shahara se subió a la cama.

«Oh, sí, nena…».

Se puso de rodillas, arqueó la espalda y se pasó las manos por el suave cabello alborotado que caía enmarcándole el rostro a la perfección.

¿Acaso tenía idea de lo que aquella imagen le podía hacer a un hombre?

A Syn se le secó la garganta y se sintió arder. Dio un paso hacia ella, pero luego se detuvo.

Era un truco.

De acuerdo que muchas mujeres habían intentado seducirlo cuando menos se lo esperaba, pero no era tan tonto o tan arrogante como para creer que podía hacer que la seax Shahara Dagan olvidara su obligación.

A diferencia de la mayoría de idiotas, él nunca caería en una trampa tan evidente. Pero no iba a ser quien se lo dijera a ella.

Sonrió malicioso, pensando hasta dónde llegaría la joven con su farsa. Porque ese espectáculo sí pensaba disfrutarlo.

Ella echó la cabeza hacia atrás para mostrar su elegante cuello y agitó el cabello sobre los hombros antes de pasarse lentamente las manos por los muslos y sus pechos.

Vaciló al llegar a los cierres del traje de combate.

¿Se atrevería?

Sí. Sufriendo como si lo torturaran, Syn siguió con la vista el camino que ella recorría con las manos mientras se bajaba el cierre del traje y dejaba al descubierto la ropa interior de encaje. Y la deliciosa curva de los pechos.

—¿Bien?

Su tentadora voz estuvo a punto de hacer que Syn perdiera el control, mientras se imaginaba metiendo la mano bajo el traje y cubriéndole un seno.

Ella se inclinó hacia adelante; los pechos casi se le salieron del sostén de encaje negro cuando contoneó unas caderas demasiado atractivas.

—¿Quieres unirte a mí?

«Sí…».

De haber sido cualquier otra mujer, Syn no hubiera vacilado en aceptar la invitación.

Maldición, si casi ni siquiera la podía rechazar con todo lo que sabía.

Pero bueno, ya estaba acostumbrado a la decepción.

Era hora de que Shahara Dagan aprendiera lo que les pasaba a los seaxes que se metían en juegos peligrosos. Atravesó la estancia en tres Zancadas para ir a cogerla, pero justo cuando estaba a punto de tocarla, ella reaccionó como el rayo. Con una sonora palabrota, se cerró el traje de combate y saltó de la cama.

Syn esquivó la patada de barrido y se alejó a una distancia prudencial.

—No intentes esa mierda conmigo —gruñó; su deseo murió al instante, reemplazado por su voluntad de vivir—. Soy un luchador de las calles y te harás daño.

—Yo también lo soy y tú también te harás daño —replicó ella.

Se abalanzó sobre él y le golpeó en el cuello. Syn le agarró la muñeca con la mano y tiró de ella hacia sí. Shahara casi se quedó sin aliento al chocar contra aquella sólida pared de músculo. El corazón le martilleaba en los oídos y el miedo le quemaba la garganta.

Él le agarró el brazo con mano de acero.

—¡Suéltame! —Le pisó el empeine y retorció el brazo para soltarse.

Syn soltó una palabrota mientras se apartaba de la salvaje byrollo. ¿Qué clase de zapatos llevaba? Cortaban como cuchillos incluso a través de sus pesadas botas.

Ella lo miró con ojos llenos de odio. Tan rápido que él no pudo reaccionar, se lanzó por la botella y se levantó con esta en la mano.

—Suéltala. —Syn mantuvo un tono neutro—. Si vuelvo a desenfundar, te mataré.

La joven alzó más la botella.

—Abre la puerta principal —exigió con un tono estridente que le indicó a Syn lo desesperada que estaba.

Comprendía perfectamente su miedo. A él tampoco le gustaba estar acorralado.

—No te haré daño. Deja la botella en el suelo y hablemos.

Shahara hizo una mueca de desprecio. ¿De verdad la creía tan estúpida como para soltar su única arma? ¿Sobre todo después de su amenaza?

—Vete al infierno.

—Vale, quédate pues con la botella, pero hablemos como dos personas razonables y quizá podamos hallar una solución a este problema. ¿Trato hecho?

Ella apretó la botella con más fuerza y deseó tirársela a la arrogante cabeza.

—No hago tratos con violadores y asesinos presidiarios; los llevo ante la justicia.

Él dejó de sonreír.

—Nunca he violado ni asesinado a nadie. Y estoy seguro de que nunca me han condenado por ello.

Los demás cargos eran otro tema que no tenía intenciones de sacar.

—Eso no es lo que dice el contrato por tu vida.

Syn tensó el mentón.

—No he matado ni violado a Kiara Zamir.

—Cuéntaselo a la Supervisora.

Syn reprimió una palabrota. ¿Acaso no había ni una persona en el universo que creyera la verdad cuando él la decía? Aquello no estaba yendo como quería. El padre de Kiara no desearía atender a más razones que aquella obstinada rastreadora.

Y en cuanto al sistema judicial… dada la reputación de su padre, no le darían ni una oportunidad. Lo condenarían y ejecutarían sólo por su nombre.

Si lo entregaba al Consulado de Gouran, lo destriparían mucho antes de que el padre de Kiara se diera cuenta de que esta seguía viva. Y si, en cambio, el hombre ya había descubierto que su hija seguía con vida y se estaba acostando con Nykyrian, nadie podría decir lo que le haría a él por el papel que había jugado en el asunto.

Syn había sido quien había firmado el contrato para proteger a Kiara… lo que lo convertía en el único responsable de su bienestar.

Por otra parte, si los ritadarios le ponían las manos encima… Bueno, la reacción de estos era algo que más valía dejar para las películas de terror.

—Muy bien. —Apartó la mano de la pistola, esperando que eso la calmara—. Quédate con la maldita botella. De todas formas, no te protegería.

Al parecer, hubiera sido mejor no decir eso.

Antes de que Syn pudiera reaccionar, ella se lanzó contra su estómago, haciéndolo soltar todo el aire de sus pulmones con un sonoro «uff», mientras perdía el equilibrio. Ambos cayeron al suelo, donde ella trató de golpearlo con la botella.

Syn le cogió la muñeca.

—Deja de luchar contra mí. —Le quitó la botella de la mano.

Shahara no respondió con palabras, sino que le arañó el cuello con fuerza, marcándole un ardiente camino en la piel.

La furia oscureció la visión de Syn y, por un momento, en lo único que pudo pensar fue en matar a aquella mujer que tenía encima. Estaba cansado de que le hiriese siempre que podía.

Rodó por el suelo y la inmovilizó debajo de él. Ella se debatió, tratando de quitarse su peso de encima, pero era inútil. La superaba en más de cuarenta kilos.

Le cogió las dos muñecas antes de que ella pudiera sacarle la pistola de la funda y se las sujetó junto a la cabeza.

—¡Basta ya!

Shahara se quedó inmóvil. Su corazón latía con miedo y los ojos se le llenaron de lágrimas de frustración. Se negaba a seguir siendo humillada.

Sólo otra vez en su vida alguien la había sujetado de esa manera y ella no lo soportaba. Odiaba al hombre que lo había hecho.

Con valentía, lo miró a los ojos.

Incluso tan cerca, casi no podía distinguir los negros iris de las pupilas del hombre. La sorprendía que no le hiciese daño al agarrarle las muñecas y que su peso no la aplastara.

—¿Qué vas a hacerme? —preguntó, temiendo la respuesta.

Para su absoluta sorpresa, él agachó la cabeza. Y, antes de que Shahara pudiera pensar en apartar la cara, le cubrió los labios con los suyos.