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El infierno tenía muchas formas. Syn lo sabía mejor que nadie. Durante su vida, había conseguido sobrevivir a las variedades más comunes y descubierto una multitud de otras nuevas.

¿Por qué sería que siempre que pensaba que había domado la vida, esa bestia traicionera se revolvía y lo castigaba?

Inclinó la cabeza al detectar un sonido de pasos a su espalda, sobre el pavimento mojado, mientras se dirigía hacia el hangar donde había dejado su caza. La rabia lo abrasó. Deslizó la mano para acercarla a sus armas ocultas. Lo habían acosado suficientes veces como para reconocer el sonido de alguien siguiéndolo y tratando de pasar desapercibido al mismo tiempo.

Esa noche no estaba de humor para eso.

La luz de las farolas se reflejaba en los charcos que salpicaban bajo sus botas. El vapor siseaba al escapar de las calderas y las chimeneas, lo que daba un cierto toque inquietante a la noche, por lo demás tranquila.

Si no se equivocaba, cosa que no sucedía nunca, tenía a seis hombres tras él. Sólo ellos y Syn caminaban por la calle a esa hora tardía, otro detalle que le indicó que sus perseguidores querían una sola cosa: a él.

—Venid y veréis —murmuró para sí, incapaz de tener la más mínima paciencia con cualquiera tan estúpido como para tratar de matarlo.

De hecho, la poca paciencia que poseía se le había acabado hacía horas.

«Habéis cometido un grave error, chicos. Os aseguro que no me gustaría estar en vuestro pellejo».

Porque, esa noche, Syn quería sangre y no le importaba de quién fuera. No cabía duda de que aquellos hombres estaban en el peor lugar en el peor momento.

Nunca se debía atacar a un objetivo que ya estuviera cabreado con alguien o con el mundo en general; alguien que buscara pelea y un chivo expiatorio. Eso nunca beneficiaba mucho a los atacantes.

Durante los últimos dos días, Syn había tenido que soportar un flujo constante de irritaciones absolutamente estúpidas. Y la principal era la nueva recompensa que se ofrecía por su cabeza y que le había acercado a todos los rastreadores y asesinos a un tiro de piedra.

«Es tan bueno ser yo…».

Ya antes, ese mismo día lo había atacado un grupo de asesinos, causando desperfectos a su precioso caza. Pero lo peor de todo…

Su mejor amigo, Nykyrian Quiakides, no sólo se había acostado con la mujer a la que, según decían, Syn había violado y asesinado, sino que, además, había huido con ella, lo que aseguraba que la cabeza de Syn iba a ser el precio de su retorcida relación, sin duda destinada al fracaso.

En esos momentos, su vida era demasiado horrible como para expresarlo con palabras y estaba hasta las narices de bregar con ella. Ni una sola vez en los dos últimos dos días había podido echar una cabezada y la falta de sueño siempre lo hacía estar con los nervios más de punta que de costumbre, además de acortar aún más la mecha de su ya famosa irascibilidad.

Le quitó el seguro a su pistola de rayos y cerró la mano sobre la áspera culata de hueso.

Esa noche, sus perseguidores iban a aprender una buena lección sobre los ritadarios furiosos que no dormían lo suficiente.

Torció con rapidez y se metió en un callejón que se abría a su derecha. Había llegado el momento de parar toda aquella mierda y dormir un rato.

Se ocultó en un recodo sombrío y trató de ignorar el apestoso hedor de la basura podrida que se apilaba en el callejón. Había crecido en callejones asquerosos como aquel, con el hedor de la calle arrullándolo por las noches hasta dormirlo. Furioso, apretó los dientes; el olor y los recuerdos no mejoraron en absoluto su mal humor.

Quizá hubiera sido concebido en el arroyo, pero se negaba a morir en él.

Los pasos se acercaban. Syn apretó la mano sobre la pistola, aguardando.

¿Deberíamos ir tras él o esperar a que salga?

Él puso los ojos en blanco al oír la estúpida pregunta. El que había hablado era un hombre con un ligero acento de Trioson. A Syn se le fue calentando la sangre mientras se preparaba para la lucha.

—Ve a ver si es un callejón sin salida. Puede que ya se nos haya escapado.

—¿Yo? —La voz se quebró.

—¡Hazlo de una vez!

Un sucio humano de mediana edad entró tambaleándose en el callejón como si alguien lo hubiera empujado. A diferencia de Syn, que veía mejor de noche que de día, el hombre, gordo y bajo tendría que esperar unos segundos para que la vista se le adaptara a la profunda oscuridad.

Sonrió. ¿Cómo reaccionaría aquella rata gorda si supiera que sólo un metro los separaba?

—No parece un mal sitio para tu funeral, ¿verdad? —se burló entonces.

El hombre se volvió sobresaltado y trató de escudriñar el oscuro recodo que protegía a Syn.

Cuando fue a sacar la pistola, él le cogió el brazo, le arrebató el arma de la funda de la cadera y la tiró a un contenedor que había al otro lado del callejón, donde aterrizó con un repiqueteo metálico.

—¡Durrin! —gritó el hombre con voz temblorosa.

Syn lo apartó de un empujón y se volvió hacia el oscuro hombre partini, un humanoide, que iba hacia él, a la cabeza de cuatro humanos.

Durrin, el feo humanoide de piel color naranja, los superaba mucho en altura. La mueca retorcida de sus finos labios amarillentos hubiera hecho caer de rodillas, temblando de miedo, a la mayoría de los hombres. Pero Syn reconocía las tácticas para atemorizar y no quedaba gran cosa en el mundo que pudiera asustarlo.

Aun así, no sucedía con frecuencia que al lado de alguien pareciera un enano y eso sí le resultaba un poco inquietante.

—C. I. Syn —dijo el partini con mucho acento—. Considérate bajo custodia gouran… considérate muerto.

—Porque, seamos sinceros, muerto es más fácil.

O eso pensaban ellos.

Syn casi no tuvo tiempo de esquivar el cuchillo que se dirigía a su cuello. Los partini tenían aversión a las pistolas de rayos, pero, por otro lado, su habilidad con las dagas y los cuchillos era tal que no podía considerarse que estuvieran en desventaja.

Lo que el idiota no sabía era que Syn se había criado en una prisión, donde o aprendías a usar el cuchillo… o morías.

Chasqueó la lengua mientras el extraterrestre se echaba hacia atrás para lanzar otro ataque.

—¿Has fallado desde tan cerca? ¿Cómo? ¿Te saltaste las clases de entrenamiento como asesino? —Negó con la cabeza—. ¿Te molestaste en asistir alguna vez? ¿O simplemente eres un incompetente? —Puso un poco más de distancia entre él y la negra hoja envenenada del cuchillo del asesino. Un solo arañazo y sería hombre muerto. Al instante.

Y de una forma muy dolorosa.

Se mofó del partini.

—Creo que debería advertirte que estoy de muy mal humor.

El hombre bajo se puso junto a los otros mientras todos se quedaban atrás, convencidos tontamente de que Syn iba a caer bajo el cuchillo del partini.

Ya verían…

—Pues ¡aún estarás de peor humor cuando te llevemos muerto!

Syn hizo una mueca ante un comentario tan estúpido que ni siquiera merecía una réplica irónica.

¿Con qué se drogaban? No había sobrevivido todo ese tiempo en las calles para dejar que aquellos gilipollas lo mataran.

El partini atacó.

Con facilidad, Syn se apartó de su camino y le dio tal patada que el otro se estrelló contra la pared, rebotó y fue a dar contra el contenedor. Cayó al suelo como un saco.

—¿Siguiente?

Los otros corrieron a atacarlo. Syn dio un taconazo en el suelo para sacar la cuchilla que tenía bajo la punta de la bota, alzó la pierna y alcanzó al primer atacante en el cuello. Este cayó al suelo, gritando de dolor.

El siguiente trató de dispararle, pero él esquivó el rayo y el láser alcanzó a otro miembro del grupo, que murió tan de prisa que ni tuvo tiempo de decir nada. Syn agarró entonces la muñeca del tipo que había disparado y lo obligó a disparar a otro asesino, antes de golpearlo en el cuello y hacerlo caer.

Sólo quedaban dos. El partini y la gorda rata humana que había entrado primero en el callejón. El humano sacó su pistola y le apuntó a la cabeza.

Harto de ellos, Syn sacó su propia pistola y disparó al humano en la mano con la que sostenía el arma. Esta rebotó ruidosamente sobre el suelo, donde quedó olvidada mientras el cobarde se dejaba caer sobre la sucia calle, gimiendo como un bebé.

Syn se volvió entonces para enfrentarse al partini, que ya había conseguido levantarse. Con una rápida ojeada a los otros, vio que tres humanos seguían vivos, pero estaban fuera de combate.

Los otros dos seguían muertos.

Bien.

Observó al partini mientras este se lanzaba hacia él; pero lo agarró por la muñeca antes de que la hoja del cuchillo pudiera tocarle la piel.

—El partini trató de soltarse, pero Syn lo sujetó con una mano con fuerza.

—Dime —le preguntó sarcástico—, ¿qué huele a mierda y grita como una niñita?

Le disparó en la rodilla.

El partini gritó estridentemente y se desplomó sobre la calzada; el cuchillo envenenado se estrelló sobre el cemento con un tintineo metálico.

De una patada, Syn lo lanzó a la oscuridad, fuera del alcance del asesino.

—Has acertado: tú.

El otro lo miró furioso.

—Una pistola contra un cuchillo no es juego limpio.

Syn se le acercó lentamente.

—No me digas… Pues he perdido el interés en luchar limpiamente. Si quieres juego limpio, juega con niños. Si quieres ir contra mí, haz testamento.

Miró la herida abierta de la rodilla del extraterrestre, y alzó las cejas al ver el huso escamoso que sobresalía.

—No sabía que los partinis tuvieran huesos articulados. Muy interesante. Me pregunto cómo será el resto de tu esqueleto.

El miedo destelló en los ojos del otro.

Syn deslizó hacia atrás la placa de su pistola de rayos y comprobó su munición. Tenía suficiente para varias descargas más; soltó la placa y esta volvió a su sitio con un sonoro chasquido. Eso haría que se mearan encima.

Al menos los que aún seguían con vida. Los otros ya lo habían hecho antes.

Miró fríamente a los asesinos.

—Sugiero que rompas tu contrato sobre mí en cuanto te hayan curado la rodilla. De lo contrario, la próxima vez que me ataques, las autoridades tendrán que hacer una prueba de ADN para identificar tus restos.

El partini lo miró con odio, pero Syn vio el miedo que se escondía bajo ese odio. Por su parte, había dejado las cosas claras. Esos asesinos nunca volverían a molestarlo.

Satisfecho, miró de nuevo al humano, que seguía gimiendo. El tipo había conseguido atarse una vieja bufanda en la mano herida y lo observaba como si esperara que Syn los matara a todos.

Y probablemente debería hacerlo, pero no era tan sanguinario.

Al menos no esa noche.

—Hay un hospital a un par de manzanas a la derecha. Os sugiero que lo visitéis.

Los dejó para que se curaran las heridas.

«Ninguna buena acción queda sin castigo», pensó.

Sin duda, llegaría a lamentar su piedad de esa noche, igual que lamentaba todas las veces que había sido bueno con alguien. Siempre acababan por perjudicarle.

Bueno, pues que así fuera.

Cansado de la imparable oleada de asesinos y rastreadores que no dejaban de buscarlo, se dirigió al muelle de atraque, al final de la calle, y subió a su elegante caza negro, que aún tenía marcas de quemaduras en la pintura del ataque anterior. Con suerte, quizá pudiera pasar unas cuantas horas sin que nadie más tratara de matarlo.

Aunque lo dudaba.

—Vaya momento para quedarme sin whisky… —Sorprendentemente, tenía la petaca vacía.

Pero una cosa era segura: la próxima vez que alguien lo atacara, no sería tan amable. Estaba harto de que lo culparan de crímenes que no había cometido, cansado de luchar por una vida que no parecía merecer la pena.

Básicamente, estaba cansado y punto.

«Sí, bueno, es tu penitencia por todos los crímenes que sí cometiste y de los que saliste bien librado».

Eso siempre era una posibilidad.

Claro que su peor delito había sido sobrevivir en un entorno que debería haberlo matado antes siquiera de que aprendiera a caminar…

«Te crees muy especial, ¿verdad? Tú y esos arrogantes ojos tuyos, iguales a los de tu madre. Pero no eres nada, chico. Tienes mis genes, estás cortado por mí mismo patrón. Igual. Que. Yo. Así que no te creas que eres mejor, porque no lo eres. Somos mierda y eso es lo único que siempre seremos. Al menos yo sé cómo hacer dinero. Tú ni siquiera aguantas un tortazo sin echarte a llorar, como tu hermana. Cabrón despreciable».

Syn aún podía ver el odio en el rostro de su padre. Y notar el impacto de su puño siempre que había cometido el error de acercarse demasiado a él.

Sí, el viejo de mierda tenía razón. Al final, sí había llegado a ser despreciable.

No quería seguir con eso, así que comprobó sus coordenadas.

No tardó en llegar al cercano planeta de Kildara, donde tenía su hogar. Por desgracia, el sol de mediodía se alzaba sobre la ciudad y sus brillantes rayos hicieron que sus ojos ritadarios, muy sensibles a la luz, le lagrimearan en protesta.

Odiaba el día, el calor, el ruido, la luz, que mostraba toda la fealdad de la calle.

Aun viviendo en el mejor distrito de Broma, le bastaba con caminar tres manzanas para ver suficiente gente pobre y sin hogar como para que se le retorciera el estómago. Había hecho todo lo posible para olvidar su pasado, pero no parecía conseguirlo. Siempre que pensaba que había conseguido enterrar toda esa mierda tan hondo que no podría volver a subir, algo o alguien se la recordaba con despiadada brutalidad.

Asqueado, entró en su enorme apartamento. Había tenido demasiados problemas y estaba demasiado cansado como para pensar.

Se quitó la chaqueta y la tiró sobre el sofá de cuero negro; luego, cogió el control remoto para bajar las persianas ante el brillante sol.

Apoyó la cabeza sobre los fríos listones de metal. Nunca en su vida se había sentido más molesto. Nykyrian se había enamorado de Kiara Zamir y el padre de esta estaba dispuesto a crucificarlos.

¿Por qué Nykyrian no le hacía caso y la devolvía antes de que fuera demasiado tarde? ¿Qué clase de loco con su cabeza puesta a precio se enamoraba de la princesa de un planeta que lo quería ver muerto?

Syn se frotó las sienes para combatir una repentina migraña, asqueado por la devoción de su amigo hacia una mujer que les acarrearía la muerte a todos.

¡Qué idiota! Las mujeres eran traicioneras. Todas. Y Kiara ya se había mostrado tal como era. En cuanto había visto lo que realmente eran, lo que su pasado los había obligado a ser, había vomitado y los había maldecido, como todo el mundo.

Mentirosa harita.

Pero después de que él mismo hubiese sido una vez tan estúpido como para pensar que una mujer podía mirar más allá de su pasado y ver a la persona en que se había convertido, entendía la estupidez de Nykyrian mejor de lo que quisiera.

Sin embargo, todo era una mentira. Nadie escapaba de su pasado. Por mucho que lo intentara.

Los hombres eran unos idiotas ciegos y las mujeres les debilitaban el alma y les robaban el corazón. Y luego, cuando ya tenían ambas cosas, las pisoteaban.

«Zorras».

Incapaz de soportarlo, fue al bar y cogió un vaso y una botella del whisky más fuerte que tenía. Mientras lo servía, su mirada cayó sobre el peluche y la foto enmarcada de su hijo.

Paden.

Hizo una mueca de dolor mientras los amargos recuerdos lo asaltaban.

«—Mara, escúchame. No soy mi padre. Yo nunca te haría daño.

»—No, eres peor que tu padre. Al menos, él se quedó en el arroyo, donde debía estar. Tú… tú en cambio me has hecho creer todas tus mentiras. Que eras un hombre decente y respetable. Dijiste que tu padre era un hombre de negocios. ¡Cabrón! —Su esposa lo había mirado con una mueca tan llena de odio que a él se le había grabado para siempre en la memoria—. ¿Cómo pude dejar que entraras en mi vida?

»—Nunca te haría daño, ni tampoco a Paden. Por favor, escúchame».

Ella lo había abofeteado tan fuerte que le había partido el labio. Si cualquier otra persona se hubiera atrevido a hacer eso, Syn la habría despedazado. Pero como un patético tonto, a ella se lo había permitido.

«¡Márchate de aquí! Ya he llamado a las autoridades para que te arresten. ¡Y si vuelvo a verte, cosa que ojalá no ocurra, yo misma te mataré!».

Eso había dicho la mujer a cuya felicidad él había dedicado su vida. La mujer a la que se lo había dado todo: su corazón, su alma, su vida.

Al final, no había importado que la hubiera tratado como a una princesa o que hubiera sido capaz de vender su alma por darle cualquier cosa que la hiciera sonreír. Mara lo había traicionado y le había quitado todo lo que él quería sólo porque su padre había sido un cabrón de primera, y él, en vez de tumbarse a morir, había luchado para labrarse una vida mejor.

A Syn nunca le había importado que todo el mundo lo considerara una mierda. Ya estaba acostumbrado. Pero lo que había acabado con él había sido ser una mierda también para su esposa y su hijo.

Lo único que deseaba era conocer a alguien que no lo culpara por ser hijo de quien era. Una mujer que lo viera como a un hombre y no como a un monstruo dispuesto a hacerle daño.

Syn le había hecho a Mara la pregunta más estúpida, más lamentable que cabía pensar:

«—¿Alguna vez me has amado… aunque fuera un poco?

»—¿Cómo podría nadie amar a alguien como tú? Eres un mentiroso, un ladrón y un presidiario. Lo único que yo quería era tu dinero. Pero si hubiera sabido la verdad… Me das asco. ¡Vete de aquí!».

Sí, no existía eso del amor. Era un mito inventado por gilipollas que sólo querían venderles anillos a crédulos idiotas que ni siquiera podían pagarlos.

Él no entendía el amor. Los dioses eran testigos de que nunca lo había visto en toda su vida. Era algo que lo esquivaba, igual que el sueño.

Su furia se evaporó con esa última idea; cogió la foto de su hijo, el peluche y la botella y rodeó los dos sofás encarados para encaminarse hacia su dormitorio, en la parte de atrás, conteniendo un bostezo.

Después ya machacaría a Nykyrian para que entrara en razón. En ese momento, lo que necesitaba eran ocho horas de descanso sin pensar en nada.

«Sabes que aquí no estás seguro».

Sí, su apartamento ya no era un lugar desconocido, pero maldita fuera si algo lo iba a hacer salir corriendo de su casa. Si iban allí a por él, ya verían…

Y si lo mataban, la verdad, ¿a quién le importaría?

Sin desvestirse ni dejar la pistola, se tumbó boca abajo sobre el ligero colchón de plumas, que se hundió bajo su peso. Se puso la suave almohada asimismo de plumas bajo la cabeza y suspiró satisfecho antes de darse la vuelta y quedar tendido sobre la espalda.

Unas cuantas horas así y estaría como nuevo.

Se incorporó para dejar el retrato de Paden y el peluche en la mesilla, dio un largo trago de whisky directamente de la botella y la dejó al lado.

Se tumbó de nuevo en la cama y cerró los ojos.

«Uff, no hay nada mejor que esto…».

Pero justo cuando comenzaba a dormirse, oyó un seco clic procedente de la sala, que sonó como si alguien hubiera desactivado el sistema de alarma y hubiese abierto la puerta principal.

Se tensó, inmediatamente alerta, y se obligó a permanecer quieto y escuchar. Al no oír nada más, se preguntó si se lo habría imaginado. Mierda, seguramente no era más que una alucinación debida a la falta de sueño, o a sus agotados nervios, que lo hacían oír asesinos atacándolo desde cualquier sombra.

Claro que el alcohol tampoco ayudaba.

El sonido amortiguado de unas botas sobre la madera del suelo era casi inaudible, pero no tenía nada de imaginario. Sin duda, alguien estaba entrando sigilosamente en su apartamento.

Maldición… ¿Alguna vez conseguiría volver a dormir una noche seguida?

Con los dientes apretados, sacó la pistola de la funda de cuero.

Sólo había una cosa que lo enfureciera de verdad: desconocidos en su casa. Él no se metía en la casa de la gente, maldita fuera, y esperaba la misma cortesía.

Bueno, quienes fuera que estuvieran allí, estaban a punto de recibir una memorable lección de modales.

Se levantó de la cama y se acercó sigilosamente a la puerta, con la pistola en la mano. Se aplastó contra la pared y apretó el botón que descorría el panel.

Nada.

Frunció el cejo, confuso, y recorrió la sala principal con la vista desde la seguridad de su posición parcialmente oculta tras la pared. No se veía ni una sombra a la tenue luz de su apartamento.

Se burló de su propia paranoia.

Sin duda era la falta de sueño.

¿Qué se imaginaria después? ¿Pequeñas bestezuelas peludas bailando claqué sobre el sofá? ¿Criaturas etéreas asaltándolo en la ducha?

Volvió a poner el seguro a la pistola de rayos mientras la bajaba y fue a correr el panel.

En ese momento, una luz destelló contra el cañón plateado de una pistola de rayos; lo apuntaba directa al pecho, oculta en la pared de enfrente.