Desideria observó al gobernador slexan hacerle una profunda reverencia a su madre. Durante la última media hora, el hombre había estado disculpándose profusamente por las palabras del príncipe Caillen y le había asegurado a Sarra que los demás miembros del consejo no apoyaban su postura.
Malditos cobardes. No sentía respeto por ellos. Al menos, Caillen había dicho lo que pensaba. Y el hecho de que se hubiera quedado solo hacía que su actitud fuera más heroica a sus ojos.
El gobernador también le había prometido a su madre que el príncipe le pediría disculpas.
«Pagaría por ver eso», pensó Desideria.
El príncipe Caillen no parecía el tipo de hombre que se doblega ante nadie. Y mucho menos iba a presentarse allí en persona para disculparse, como exigía Sarra.
«Será entretenido».
Cuando el gobernador se fue, su madre se levantó del escritorio y las miró a todas enfadada. Aún echaba chispas por su humillación pública y había estado despotricando sin parar desde que había regresado a las habitaciones que le servían de oficina.
—Me marcharía de aquí ahora mismo, pero me niego a darle a ese cabrón la satisfacción de que crea que es por él. Me quedaré aunque sólo sea para que me sienta como una espina clavada en su culo.
Pero resultaba evidente que quedarse era lo último que deseaba hacer. Y Desideria no podía culparla por eso.
Ella tampoco quería quedarse allí, aunque una pequeña parte de sí misma que no quería reconocer había disfrutado viendo a su madre recibir un poco de lo que esta había estado lanzándole a paletadas durante años.
«Adelante, Caillen, adelante».
La puerta se abrió y entró Pleba. Se había marchado justo antes de que llegase el gobernador, para ocuparse de algún asunto misterioso que Sarra le había encargado.
La mujer le hizo una profunda reverencia y dijo unas palabras que hicieron trizas todo el mundo de Desideria.
—Tal como has ordenado, he enviado en busca de la sustituta de Desideria, mi reina. Burna llegará dentro de cuatro horas para sustituirla en su puesto.
Desideria fingió no haber oído esas palabras, que la habían herido tanto como si la hubieran alcanzado directamente en el alma. Lo peor eran las miradas satisfechas y burlonas que las otras le dedicaron. Estaban encantadas de ver que la enviaban de vuelta, caída en desgracia.
«Debería haberme quedado en mi cuarto».
Pero había pensado que demostraría su valía uniéndose con ellas para la reunión anterior y ocupando su puesto.
Gran error.
Era evidente que su madre ya había tomado la decisión de reemplazarla.
Seguramente la rebajaría de nuevo al estatus de niña en cuanto llegaran a casa. ¿Y por qué? ¿Por tratar de protegerla? Eso sí que le hacía sentir el impulso infantil de gritar que era injusto.
Fuera como fuese, no podía hacer nada.
«Tómatelo por el lado bueno; si la matan mientras no estás, no te ejecutarán por ello».
Cierto. Pero no era tan mezquina y, mientras flanqueaba la sala con el resto de la Guardia, sabía que al menos una de ellas era una traidora. Una estaba planeando su muerte de ella y la de su madre. En ese mismo momento. Mientras fingía hacer su trabajo, sólo estaba a un paso de atacar.
Esa hipocresía le revolvía el estómago.
Pero ¿quién era?
¿Quién?
Y, sobre todo, ¿cuándo atacaría la traidora?
El dormitorio de su madre sería el lugar más probable. Esta había requerido que allí no hubiera cámaras. Sólo un botón de alarma. Pero si no podía alcanzarlo…
O si estaba desactivado…
Tuvo un mal presentimiento. Tenía que comprobar las conexiones para asegurarse de que nadie las había alterado.
«Piensa lo que quieras de mí, pero no voy a dejar de cumplir con mi obligación».
Protegería a su reina como fuera. Mientras siguiese en aquella nave, haría lo que debía hacer, aunque todas se rieran de ella.
Carraspeó para llamar la atención de su madre.
—¿Puedo excusarme, mi reina?
Sarra ni siquiera se molestó en contestarle con palabras, sino que se limitó a agitar una mano. Desideria apretó los puños para no responder a ese gesto con otro obsceno, lo que la metería aún en más líos.
Sin decir nada, abandonó la estancia y recorrió el pasillo hacia los dormitorios para revisar la habitación de su madre. Después de eso, tendría que preparar sus cosas para regresar a casa.
Con deshonor.
Por su cabeza rondaban diversas cosas que le gustaría hacerle a su madre después de esa última afrenta. Sinceramente, estaba hasta las narices. Ya no era una niña y no iba a permitir que la trataran como tal. Demasiados años de humillaciones y condenas le habían dejado una descarnada amargura en el corazón. No se merecía eso.
No, cuando sólo había intentado cumplir con su deber.
Casi había llegado a las habitaciones de su madre cuando una puerta se abrió a su espalda. Por una fracción de segundo, el corazón le dio un vuelco, porque en su mente se le representó el príncipe Caillen. Se lo podía imaginar avanzando hacia allí con la mirada furiosa y la gracia letal de un guerrero para ir a disculparse con su madre…
Volvió la cabeza, esperando verlo otra vez.
Pero no era Caillen, sino alguien envuelto en una capa gris oscuro, con la capucha puesta, que la adelantó a rápidas zancadas.
Sin darle mayor importancia, se dispuso a seguir su camino, pero se encontró con que la persona se había detenido, cerrándole el paso, y torcía como si se fuera a dirigir hacia su propia habitación.
—Perdone —dijo ella, tratando de pasar junto al desconocido.
Este se le puso delante, cerrándole el paso intencionadamente.
Un repentino destello plateado llamó la atención de Desideria; una daga salió de debajo de la capa y se dirigió hacia su cuello.
Sus entrenados reflejos reaccionaron; agarró al atacante y le dio un cabezazo. Otro cuchillo apareció entonces en la otra mano dispuesto a darle un tajo en el brazo.
Ella se agachó para esquivarlo y se lanzó a las piernas del agresor. Pero mientras lo hacía, alguien llegó por detrás y le rodeó el cuello con un cable. Medio asfixiada, la empujaron hacia atrás, la levantaron y se la llevaron por el pasillo hacia su cuarto. Trató de gritar pidiendo ayuda, pero el lazo en el cuello le impedía emitir poco más que un ronco graznido.
—La queremos muerta. Recuerda: tiene que parecer que se ha suicidado por la vergüenza.
A Desideria se le iba nublando la vista, pero seguía pateando, luchando por su vida. No moriría. No de ese modo. No a manos de un cobarde que la había atacado por la espalda.
Desesperada, trató de agarrar el cable con ambas manos, pero no consiguió sujetarlo bien. La furia ardió en su interior. No podía soportar que alguien la venciera así, y que su vida fuera lo que estaba en juego aún lo empeoraba todo.
Ya casi no veía nada.
Iba a perder esa pelea…
De repente, su atacante voló contra la pared. El cable le cayó del cuello y ella pudo volver a respirar. La repentina entrada de aire en sus pulmones hizo que la cabeza le diera vueltas. Resolló y tosió mientras trataba de recuperarse y ponerse en pie. Pero lo único que veía era una especie de mancha oscura que atacaba a sus asaltantes y los arrojaba al suelo.
Hasta que su salvador agarró al primer agresor enmascarado y lo estampó contra la pared, ella no vio que se trataba de Caillen.
Y tal como había supuesto, luchaba como un experto soldado, no como un aristócrata.
Desideria acababa de ponerse en pie cuando vio a Pleba y Tyree corriendo por el pasillo para ayudarlos. Bien, sus atacantes lo pagarían caro y su madre sabría que ella no había sido una estúpida por tratar de protegerla.
Pero su alivio desapareció al ver que las mujeres iban a por Caillen y no a por los atacantes.
Dioses santos…
¡Formaban parte del complot!
Caillen vio que los ojos del asesino al que tenía sujeto miraban más allá de su hombro. Como la guardia qillaq estaba delante de él, supo que aquello sólo podía significar que llegaban refuerzos por detrás. Se volvió justo a tiempo de atrapar al primero y enviarlo contra la pared. Era una mujer.
La segunda disparó una pistola, pero Caillen esquivó el rayo un segundo antes de que le volara la cabeza.
La que lo había lanzado activó su comunicador y gritó llamando a seguridad.
—¡Ayuda! ¡Nos está atacando el príncipe exeterio! ¡Se ha vuelto loco! Está tratando de asesinar a nuestra princesa. —Le apuntó de nuevo con su pistola y cortó la comunicación—. Dales recuerdos a los dioses de mi parte.
Él soltó un gritó ahogado y esquivó el rayo, mientras comprendía que le habían tendido una trampa.
—¡Qillaq de mierda! —rugió en dirección a la guapa guardia a la que había creído estar salvando al meterse en aquella pelea.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido como para pensar que una qillaq necesitaba ayuda?
¡Idiota!
No sólo avergonzaría a su padre una vez más, sino que estaban a punto de acusarlo de un delito que no había cometido. Y todo por ella.
Bonita venganza de la cabrona de su reina.
Desideria se quedó anonadada ante el insulto y la mirada de odio en los ojos de él. Pero olvidó su confusión al ver que Pleba ponía el arma en modo matar y abría fuego sobre ambos. Tenía que hacer algo o acabarían con los dos.
Su reacción instintiva fue tirarse sobre Caillen y empujarlo contra la pared, fuera de la línea de fuego. En cuanto lo hizo, la pared brilló y se abrió y ambos cayeron dentro una cápsula de huida.
Gracias a los dioses. Ni se había dado cuenta de que el portal estaba allí.
Pero tenía que sellarlo antes de que Pleba y las otras lo atravesaran también. No podía leer los paneles de mando, escritos en un idioma que desconocía, así que tuvo que suponer qué botón sería el que cerraba la puerta y enviaba un aviso a seguridad. El rojo seguramente los haría despegar, de modo que apretó el naranja. La puerta se cerró, protegiéndolos de las atacantes.
Desideria lanzó un largo suspiro de alivio y se sentó a esperar a los de seguridad.
Hasta que se dio cuenta de que los motores se encendían y que la cápsula se estaba poniendo en marcha con ellos dentro.