Dos semanas más tarde
Caillen se ajustó el pequeño comunicador que llevaba oculto en la oreja, con el que Darling y Maris le estaban pasando instrucciones sobre cómo debía comportarse.
«En realidad, sí soy un maldito niño pequeño…».
«Procura no babearte la camisa, guapo».
No, no lo haría, al menos no estando sobrio.
Por no mencionar que aún sentía como si se ahogase bajo las pesadas capas de tela. Había intentado por todos los medios convencer a su padre de que alterara quinientos años de protocolo real de Orczy en el vestir, pero él se había negado. Por lo visto, era un símbolo de honor parecer un bicho raro andante de diez toneladas.
Boggi no paraba de lanzarle miradas de advertencia.
Tenía tantas ganas de hacerle algún gesto obsceno que no sabía cómo lograba contenerse. Pero ese día no pensaba avergonzar a su padre. Ese día iba a exhibirse y comportarse como un príncipe, incluso si eso lo mataba.
Y realmente podría matarlo. Sobre todo si su asesino decidía actuar mientras él tenía las extremidades casi inmovilizadas por el peso. Pero en ese caso, lo único que tendría que hacer sería echarle encima toda aquella ropa y aplastarlo.
—No te preocupes, Cai. Estamos contigo.
Como estaba en público y rodeado de otros dignatarios, no respondió a las palabras de Darling. Su padre se había colocado en su lugar oficial, al lado de la entrada, para poder recibir a los gobernadores territoriales, embajadores, senadores y otros representantes de diversos planetas, que formaban la más alta jerarquía de los Nueve Sistemas; la última vez que Caillen había visto tantos aristócratas juntos, tenía la cabeza bajo una cuchilla de tres metros que estaba a punto de caer sobre él y cortarle el cuello.
Sí, y se sentía casi igual de mal. Pero al menos nadie había atacado a su padre. Por el momento, el asesino se mantenía oculto.
Cobarde cabrón.
Caillen se hallaba a la derecha de su padre, y Boggi a la izquierda, para presentar a los hombres y mujeres que querían hablar con el emperador. Las luces estaban al máximo, tan brillantes que rodeaban a todo el mundo con una especie de halo y hacían relucir las telas y destellar las joyas. Un ladrón se hubiera sentido en el nirvana en aquella reunión.
Mientras que las paredes de las naves corrientes eran de un gris apagado, las de aquella estaban recubiertas de oro y resplandecían. Los criados se mezclaban entre la élite con bandejas de oro cargadas con canapés de numerosos mundos y bebidas alcohólicas, lo que parecía una mala idea. Varias personas estaban bebiendo en exceso y hablando con demasiada libertad.
Caillen recorrió la sala con la vista, haciendo lo que siempre hacía entre un gentío: buscar a alguien que pretendiera matarlo o atacarlo. Pero no había ninguna amenaza visible. Al menos, aún no. Bueno, aparte de Darling y Maris en un rincón al fondo, riéndose de él mientras permanecía con los pies juntos y las manos cogidas y tensas delante.
Qué postura tan estúpida. Parecía que estuviera en una caja, en un estante de una tienda de juguetes.
«Hola. No tengo genitales y puedo repetir tres cosas programadas en mi chip».
—Te está matando, ¿verdad? —Darling soltó una maliciosa risita, interrumpiendo esos alegres pensamientos.
Maris se unió a la broma.
—Tengo que decir que sólo tú podías conseguir que esa llamativa indumentaria resultara sexy —ronroneó como un gato satisfecho con un pez en la barriga.
Caillen soltó una maldición por lo bajo y se pasó las manos por el pelo para hacerles un disimulado gesto obsceno.
—Ah, eso ha sido de lo más grosero —soltó Darling, chasqueando la lengua—. Sigue así y te abandonaremos a tu suerte.
Maris se burló.
—Habla por ti. Si eso es una invitación, yo me apunto en el cuarto trasero, nene. Cai, no es justo que me tientes así, cuando sabes que me tienes bebiendo los vientos por ti.
—¿No es cierto, Caillen?
La pregunta de su padre lo sobresaltó, mientras dos pares de ojos lo miraban expectantes. Mierda. ¿Qué habían estado diciendo y quiénes eran la pareja de ancianos que tenía delante?
Por suerte, Darling había prestado atención.
—Son los Ferryn. El embajador torren y su esposa. Di: «Sí, totalmente». Y sonríe como si la quisieras tener a ella en la cama.
Caillen no tenía ni idea de a qué venía esa última parte, pero hizo exactamente lo que su amigo le decía.
La mujer se sonrojó.
—Sois muy amable, alteza. Es un placer conoceros. Sólo he oído cosas maravillosas de vos.
«¿De verdad? Pues sería la primera vez. Seguro que esas cosas no han salido de la boca de Boggi. Ni de la de mi tío».
Lo cierto era que este último había hecho todo lo posible para que Caillen no asistiera a la cumbre. Pero como él estaba convencido de que el asesino atacaría a su padre durante la misma, había insistido en estar a su lado.
—Bésale la mano —susurró Darling.
Caillen obedeció. La mujer se sonrojó aún más y luego su marido y ella se alejaron.
Su padre lo miró ceñudo.
—Pareces preocupado. ¿Te encuentras bien?
—No estoy preocupado. Es sólo que no estoy acostumbrado a tener tanto aristo alrededor sin que estén comprobando continuamente si aún tienen la cartera en el bolsillo o estén llamando para que me arresten.
Darling tosió por el intercomunicador.
—Ya veo que te has dejado muchas de las otras veces más especiales —dijo.
Caillen lo fulminó a distancia con la mirada.
Su padre le dio unas palmaditas en la espalda.
—Lo estás haciendo muy bien, hijo mío. Como sabía que sucedería.
Sí… Aún no se había meado en la alfombra.
Pero otra copa de licor y quizá lo hiciera.
Aunque deseaba estar en cualquier otro sitio, Caillen se obligó a prestar más atención a lo que estaba ocurriendo, sintiéndose como un maldito estúpido metido en aquel traje delo más hortera.
• • •
Desideria estaba al final del grupo de la Guardia de su madre. Aún tenía que ganarse un puesto delante, pero no pasaba nada, lo haría en las próximas semanas. De eso no tenía ninguna duda.
Sobre todo, porque los otros miembros no paraban de tratarla como si fuera inferior por ser pariente de la reina. Suponían que su nombramiento era puro nepotismo.
Como si su madre supiera lo que era eso.
«Vamos, seguid mirándome así».
Con eso sólo lograban alimentar su rabia y reforzar su decisión de desafiarlos a todos en cuanto la cumbre hubiera terminado. Lo único que le había impedido lanzar un reto aquellas dos últimas semanas había sido su inexperiencia en los acontecimientos sociales. Como hasta hacía quince días la habían considerado una niña, nunca había asistido a nada semejante, y prefería quedarse en segundo plano y saber qué suelo pisaba antes de ponerse demasiado en evidencia.
Pero antes de que acabara el año se convertiría en la Jefe de la Guardia y todos se enterarían de que era el respeto por su capacidad y su habilidad lo que la había llevado a donde estaba, y no su relación familiar con la reina.
—Míralos —dijo su madre en su idioma nativo, mientras le sonreía falsamente a Pleba, una de las más veteranas de su Guardia—. Pavos reales presumidos todos ellos, y ni siquiera tienen un gallo.
Desideria alzó una ceja al oír el insulto de su madre. Por desgracia, era cierto. Incluso sus mimados compañeros, que eran de lo más afeminados para lo habitual entre los qillaq, eran mucho más masculinos que cualquiera que Desideria hubiera visto desde que habían salido de casa. Aunque nunca habría considerado afeminado a su padre, empezaba a entender por qué su familia y sus amigos eran tan duros con los extraplanetarios como él.
Sencillamente, no daban la talla. Era bastante inquietante. Aunque tampoco es que tuviera interés en encontrar un amante, ya que tendría que pasar años como adulta antes de que se le permitiera considerar tener uno, y eso sólo si se ganaba ese derecho en combate.
Definitivamente, no era algo que le quitara el sueño en ese momento. Tenía muchas más cosas en la cabeza que entablar una relación.
El sexo podía esperar. Los hombres estaban bien, pero nada…
Perdió el hilo de sus pensamientos cuando, al doblar una esquina, su mirada se tropezó con alguien.
«Oh, Dios».
Sin aliento, se quedó mirando lo último que habría esperado encontrar a bordo de aquella nave.
Un dios masculino totalmente desarrollado…
Sin duda, era el hombre más guapo que había visto nunca y al parecer no era la única de esa opinión. Todas las mujeres de la sala le estaban lanzando disimuladas miradas de lujuria, mientras él permanecía ignorante de su observación. Varios grupos de mujeres estaban aparte y hacían comentarios procaces sobre lo que les encantaría hacer con él y a él.
Pero no era sólo su hermosura lo que le había llamado la atención, sino la fuerza de su presencia. Aunque llevaba tantas túnicas que no se le veía el cuerpo, tenía el peso apoyado en una pierna, la cabeza gacha, la mirada intensa…
La postura de un soldado.
Y más que eso, era la expresión impasible de su apuesto rostro, mientras barría la estancia con la vista. Alerta. Penetrante.
Un depredador. Era evidente que estaba valorando a todos los presentes en la sala en cuanto a su potencial como amenaza. Un aura de guerrero letal lo rodeaba y advertía a todos que sólo golpearía una vez y que esa vez sería fatal.
Un escalofrío le recorrió la espalda mientras el corazón se le aceleraba por la subida de la adrenalina.
Era guapísimo. Su corto cabello negro enmarcaba unos rasgos bien esculpidos, tan deliciosos que hasta costaba mirarle.
Provocó en Desideria un temblor desconocido.
Y cuando los oscuros ojos de él se encontraron con los suyos, sintió un escalofrío que hizo que se le pusiera la piel de gallina por todo el cuerpo.
Oh, sí… Por aquello sí estaría dispuesta a luchar y más que eso incluso.
• • •
—¡Caillen! Relaja las facciones. Estás asustando a los nativos.
Él parpadeó al oír la voz de Darling. Su amigo tenía razón. Estaba mostrando el profundo ceño que llevaba como una armadura para la gente indeseable que poblaba los lugares de reunión que antes solía frecuentar. Era su expresión habitual siempre que dejaba su casa o estaba incómodo en un lugar. Iba de duro para que nadie se metiera con él.
Si iba de homicida, lo evitaban completamente.
Lo que no estaba bien era poner aquella cara ante el grupo de ancianos que se reunía con su padre. Con su suerte, le provocaría a alguien un infarto y acabarían demandándolo.
—Ahora parece que te hayas tomado un kilo de antidepresivos.
Caillen suspiró. No podría conseguirlo. Al menos, eso era lo que pensaba, hasta que notó el familiar cosquilleo que lo alertaba de que alguien lo estaba observando.
Un rápido vistazo y se centró en…
Oh, sí. Eso le alegraría el día. Era exquisita. Vestida con un ajustado, realmente ajustado, traje de combate de cuero color borgoña guarnecido de alguna designación militar, sus atractivas curvas le hicieron la boca agua. Llevaba el oscuro cabello recogido en un severo moño en la nuca, lo que dejaba despejado su exótico rostro. Era difícil que una mujer tuviera demasiado buen aspecto con un peinado tan severo, pero ella lo llevaba bien y eso le hizo preguntarse cuánto mejor estaría desnuda, con el cabello cayéndole suelto sobre los hombros.
Su piel tenía un intenso color moreno y parecía tan suave que le hizo ansiar probarla. Pero fueron sus labios los que más le llamaron la atención. Un arco perfecto que rogaba ser besado hasta magullarlo. Sí, se podía imaginar la sensación de las uñas de ella sobre la piel, clavándoselas en la espalda, con la cabeza echada hacia atrás mientras él…
La voz de Darling en su oído sonó con el tono de una severa reprimenda.
—Déjatela dentro de los pantalones, Cai. Es fruta prohibida.
Y una mierda.
—De verdad, Caillen —intervino Maris—. Abandona, chico. Es qillaq.
Él hizo una mueca de disgusto. Tenían razón. Las qillaq eran la peor especie de mujeres jamás nacida: violentas, engreídas y odiaban a los hombres. Por lo que había oído, habían sido normales hasta hacía unos doscientos años, cuando una guerra acabó con gran parte de la población y con casi todos los hombres. Las mujeres que sobrevivieron bombardearon a sus enemigos hasta acabar con ellos y luego cogieron como esclavos a los suficientes para repoblar el planeta. La siguiente generación había criado a propósito hombres y mujeres tan feroces que nunca volverían a ser derrotados por otro ejército. De hecho, las artes marciales y la guerra eran la base de todos los aspectos de su civilización.
También se habían encerrado en sí mismos y muy pocas veces se involucraban en la política de otros planetas. Aunque tenían algunos hombres en el gobierno, no era lo más corriente. A ellos los reservaban para ser soldados y sementales mantenidos.
«Bueno, a mí no me importaría que esa me mantuviera una noche o dos».
Pero no se engañaba. Por muy apetecible que fuera, Caillen odiaba a las mujeres que querían darle órdenes. Demasiados años bregando con tres hermanas mayores, que pasaban de ser como su madre a sus guardianas, le habían dejado un mal sabor de boca en lo referente a ese tipo de mujeres. No se sentía amenazado por compañeras fuertes. Las prefería. Pero no quería que trataran de controlar su vida ni de atarle los zapatos. Mientras se ocuparan así de otros, todo iba bien. Pero cuando decidían que necesitaba que le cortaran la carne en el plato…
Una lástima. Porque aquella mujer era un pedazo de tía con la que no le importaría pasar unas horas.
Pero no era tan tonto como para ir detrás de algo que sabía que sólo iba a volverlo loco. Ya había pasado por eso demasiadas veces. Así que, en vez de seguir por ahí, le sonrió a una añosa pantera que lo estaba mirando como si fuera el último solomillo de la jaula.
«¡Socorro!».
• • •
Desideria notó una sombra sobre ella. Parpadeando, enfocó y vio la furiosa mirada de su madre.
—¿Ahora te tenemos que esperar a ti? ¿Me he perdido el decreto en que te designaba como reina?
Un cálido rubor le cubrió el rostro al darse cuenta de que se había quedado totalmente embobada mirando al apuesto hombre del rincón.
«No puedo creer lo estúpida que llego a ser».
Sin embargo, era tan tentador e irresistible. Como demostraba la senadora que le estaba pasando la mano sobre el pecho, mientras él trataba de hablar con ella.
—Perdóname, mi reina. Había creído ver algo.
—Pues a mí me pareció que estabas soñando despierta, Desideria. ¿He cometido un error al ascenderte?
Esas palabras hicieron que desapareciera todo su interés por el hombre y fueron como un jarro de agua fría.
—No, señora.
La mirada furiosa de su madre se intensificó.
—Entonces, será mejor que prestes atención o te encontrarás camino de casa en la siguiente nave.
Con deshonor. Eso volvería locas de alegría a sus hermanas y a su tía.
Desideria deseó que se la tragara la tierra al ver las sonrisitas burlonas de los otros miembros de la Guardia. Para ellos, eso sólo confirmaba que aquel no era su sitio.
¿Y todo por qué? ¿Por un desconocido? Sí, era sexy y estaba bueno, pero no valía la pena arriesgar su carrera y su reputación por él. Ningún hombre lo valía.
Creía que se iba a morir de vergüenza. Pasara lo que pasase, no podía permitirse otra distracción. Se puso detrás de su madre y siguió a los demás soldados fuera de la sala, decidida a no prestar atención a nadie más, fuese hombre o mujer.
Ni aunque estuviesen en llamas y corriesen diciendo que eran el mismísimo diablo.
Pero no pudo resistirse a lanzarle una rápida ojeada al hombre antes de salir. Al mismo tiempo que ella lo miraba, él la miró y sus ojos se encontraron.
Lo vio elevar una de las comisuras de la boca en la sonrisa más fascinante y, al mismo tiempo, extrañamente burlona que Desideria había visto nunca. Era como si tuviera un secreto y la estuviera invitando a compartirlo. Y maldita sea: cómo le gustaría acercarse a él y preguntarle cuál era.
«He perdido la cabeza».
Si no la recuperaba pronto, perdería su puesto y el poco respeto que por fin había conseguido del duro corazón de su madre.
Nada valía eso. Nada.
Rompió aquella momentánea conexión con él y salió de la estancia.
Caillen notó un sentimiento de decepción por la marcha de la desconocida qillaq. No tenía ni idea de por qué. No era su tipo ni de lejos.
Aunque al menos no sería aburrida, como las mimadas mujeres que lo rodeaban. Estas eran inteligentes y hermosas, pero no tenían ni idea de cómo era el mundo real. Caillen consideraba no sólo horrible e irresponsable a la gente que hacía las leyes que gobernaban a los demás, sino también ingenua. Confundían los viajes de placer y la educación cara con la experiencia. En el mundo de él, ser alguien valioso era ser capaz de juntar un puñado de judías para alimentar a cuatro personas durante diez días y reparar tu casa y tu nave a un coste mínimo.
Los que ahora lo rodeaban creían que sabían lo que eran los problemas, pero tenían menos idea que un niño de tres años llorando por un juguete roto como si fuese el fin del mundo. Nunca habían tenido que hacer frente a realidad. No de verdad. Su dinero los aislaba detrás de un muro protector que mantenía fuera todo lo feo.
No tener el amor de mamá y papá, o no entrar en la escuela elegida, o no tener el cargo de mayor responsabilidad en un trabajo no eran tragedias. Caillen consideraba una maldita vergüenza que padres egoístas no pudieran dejar espacio en sus caprichosos corazones para sus hijos, pero no era la catástrofe que decían que era.
Tragedia era ver a un ser querido morir porque no se podía pagar un día más de hospital, después de haberse quedado sin dinero y haber perdido hasta la casa para pagar su tratamiento, o gente que vendía su cuerpo por una comida cada dos semanas. Era enterrar a tus padres antes de cumplir diez años y luego tener que pagar el alquiler. Vender sangre para pagar la medicina de tu hermana, a la que una enfermedad incurable mataría si no lo hacías. Era no comer durante días para que esa hermana pudiera hacer la necesaria visita al médico, que ya había retrasado durante semanas, y luego esperar poder convencer a este de que aceptara un pago parcial y no te echara a la calle ante una sala de espera llena de gente.
Esos eran horrores reales. No poder comprar un cuadro que te encantaba porque alguien se te había adelantado, no lo era.
Pero para la gente que lo rodeaba, esto último se consideraba una desgracia de proporciones épicas.
«Este no es mi sino».
Y, la verdad, tampoco quería que lo fuera.
Se notaba el estómago revuelto y carraspeó para llamar la atención de su padre.
Este lo miró expectante, y eso fue como un puñetazo en el estómago para Caillen. Aunque sólo hacía unos meses que conocía a aquel hombre, había llegado a quererlo y respetarlo, a pesar del mundo en que vivía. Su padre lo quería y él no quería decepcionarlo.
Pero todo aquello…
Necesitaba un descanso.
—No me encuentro muy bien…
—¿Qué te pasa? —La preocupación en los ojos del hombre le tensó el estómago aún más.
—No es nada. ¿Puedo excusarme?
Odiaba sonar así. En su mundo, ese intercambio hubiera sido completamente diferente: «Eh, papá, creo que voy a vomitar. Voy al váter y luego me echo un rato, ¿vale?».
Pero tanto su padre como Boggi se habrían desmayado si hubiera hablado así en medio de aquel grupo.
Su padre le hizo un gesto a un guardaespaldas.
—Tómate el tiempo que necesites. Por favor, hazme saber si no puedes asistir a la cena para que pueda informar a los demás.
—Sí, señor; —Caillen se fue alejando de la multitud con el molesto guardia a la espalda. Como si necesitara que alguien lo protegiera.
«¿Y de paso me quieres sonar la nariz?».
Darling y Maris se reunieron con él en el pasillo.
—¿Estás bien? —le preguntó Darling con el ceño fruncido—. Pareces a punto de potar.
Al menos, Darling empleaba un lenguaje más corriente.
—¿Cómo es que eres tan normal, habiendo crecido en medio de esta mierda?
Darling le sonrió de medio lado.
—Gracias a vosotros, mis grandes amigos. Os debo mi cordura, tíos.
Darling llevaba una doble vida. Allí, para todos era un aristócrata. Pero sus amigos sabían que era un renegado buscado, que protegía a las víctimas inocentes elegidas por la Liga. Y que su cabeza tenía un precio impresionante.
Caillen miró a Maris.
—Tú ya sé que no eres normal.
El otro se echó a reír.
—La verdad es que a mí me gusta la pompa y el boato. Me parece refrescante tener urbanidad en un mundo donde la gente se mata de forma rutinaria por dinero.
—Sí, pero por si no lo has notado, toda esta urbanidad es falsa.
Maris arqueó una altiva ceja.
—Falso es pretender entregarle flores a alguien y luego dispararle en la cara cuando abre la puerta. Sonreír mientras escuchas compasivamente los problemas de una persona y finges que eres su mejor amigo y luego hacer todo lo posible a su espalda para labrarle la ruina. Aprovechar la información que te ha confiado y volverla contra él. Exponer sus secretos personales a los demás sin otra razón que pura maldad y crueldad. O incluso peor, mentir sobre alguien que lo único que ha hecho ha sido tratar de ayudarte, porque tienes celos y sabes que no puedes lograr lo que él ha logrado.
Maris señaló a los asistentes a la fiesta con el pulgar, por encima del hombro.
—Todo el mundo sabe que los aristócratas van a la suya y son despiadados. No fingen preocuparse por ti y sabes que no puedes decirles nada que no quieras que se haga público. Nadie oculta lo que es. Sin embargo, nos respetamos mutuamente y respetamos todas las maquinaciones políticas que se suceden. En mi opinión, es una traición sincera. Nadie se sorprende si un senador busca la ruina a otro. O si un emperador ordena la muerte de su rival. Sin embargo, la gente siempre se queda anonadada cuando su mejor amigo habla mal de ella a su espalda o intenta arruinarla sin más razón que los celos o la pura maldad.
Caillen se asustó al darse cuenta de que Maris tenía razón.
—¿Sabes que, de una manera retorcida, lo que dices tiene sentido? Sólo tú podías explicarlo desde esa perspectiva.
El otro se encogió de hombros.
—Todo es cuestión de perspectiva, amigo mío. Eso y tener la habilidad de agacharte de prisa cuando la vida te lanza excrementos.
Caillen rio ante esa inesperada réplica. Entraron en su habitación y su guardia se quedó en el pasillo. No era nada normal en Maris hablar así.
—Creo que finalmente lo hemos corrompido, Darling.
Antes de que Maris pudiera replicar, Darling lo cortó.
—¿Quieres que nos quedemos o necesitas descansar un poco?
—Necesito estar solo un rato.
Darling le dio una comprensiva palmada en el hombro.
—Se va haciendo más fácil. Te lo prometo.
Caillen no se lo creyó, pero le agradeció la amabilidad. Aunque, desde luego, si alguien sabía llevar una doble vida, ese era Darling.
—Gracias.
Esperó hasta que sus amigos se hubieron marchado antes de quitarse la ropa y dejarla caer en un montón a sus pies. Tuvo el impulso infantil de pegarle una patada. Lo más triste era que aquellas malditas cosas costaban tanto como su nave y hubieran podido alimentarlos a sus hermanas y a él durante seis años.
Se pasó las manos por el pelo y se dirigió al armario donde había guardado su mochila. Negra y gastada, lo había acompañado durante años. Un artilugio para cada ocasión. Aquel era su saco mágico que le había salvado de más de una situación peliaguda.
Sonrió mientras la abría y rebuscó entre las cosas que pertenecían a su pasado. Armas, comida deshidratada, ropa…
Y finalmente…
—Ahí estás. —Sacó su viejo comunicador y se lo puso en la palma de la mano. Aquello era lo que necesitaba.
Lo cambió por el que llevaba en la oreja y llamó a su hermana. Aún estaba enfadado con Shahara y las otras por no haberle dicho nunca que era adoptado, pero lo entendía.
Para ellas, Caillen era de la familia. No importaba cómo hubiera ocurrido. En el momento en que su padre apareció con él en brazos, las tres dieron la bienvenida en su corazón y ya nunca miraron atrás.
—¿Cai? —Shahara tenía una voz muy grave y profunda para una mujer, lo que él había agradecido de pequeño, porque así no le había gritado con voz chillona, como Kasen o Tessa—. ¿Eres tú, osito? ¡Te he echado mucho de menos! ¿Por qué no me has llamado para ponerme al día de cómo te va en tu nueva vida?
Caillen sonrió ante aquel apelativo cariñoso que sólo su hermana mayor podía emplear sin temer por su integridad física.
—Hola. He estado muy liado con toda la… carga que mi padre me ha estado echando encima. ¿Y tú qué?
—Nada. —Una respuesta escueta que rápidamente hizo que la voz de Shahara bajara dos octavas—. Dime qué te pasa.
Caillen se humedeció los labios resecos, mientras el estómago se le encogía aún más al oír la querida voz de su hermana. ¡Dios, cuánto la echaba de menos!
—¿Y quién dice que me pase algo?
—Cariño, te conozco. Conozco tu tono. Estás triste y dolido. ¿Qué pasa, hermanito? ¿Quieres que vaya y mate al alguien por ti?
Él sonrió ante la amenaza, no tan vacía. Shahara había sido una cazadora de recompensas y seguramente había matado a más gente que él.
—No necesito que luches por mí. Sólo necesitaba oír una voz amiga.
Se oyó un ruido como si ella estuviera abriendo algo.
—Ya sabes que siempre estoy disponible para ti.
—Lo mismo digo.
Era maravilloso saber que, aunque estuviera en la otra punta del universo, su hermana estaría a su lado hasta la muerte. Caillen se podía imaginar perfectamente su aspecto en ese momento. Su largo cabello rojo y sus ojos dorados, siempre llenos de cariño maternal cuando lo miraban. Seguramente tendría un lado del pelo detrás de la oreja mientras hablaba con él y mantendría una mano alzada, cerca del comunicador. No había ninguna razón para ello, sólo era una manía que tenía. Y seguramente llevaría puesto un cómodo vestido de estampado floral que la haría parecer amable y tranquila. Una total contradicción en una mujer que podía derrotar a la peor escoria que el infierno había escupido en el universo.
—¿Vas a decirme algo o sólo a respirarme en la oreja? —preguntó ella.
—Me gusta respirar en tu oreja.
—Estás enfermo, Cai. Pensaba que te había criado mejor.
Por lo general, eso le hubiera hecho gracia, pero en ese momento esas palabras lo hirieron.
—No hagas eso.
—¿Hacer qué?
—Sacarme faltas. Ya sé que estás bromeando, pero no quiero que te metas conmigo, ¿vale?
—Ya está. Ahora estoy oficialmente preocupada. ¿Tengo que ir a verte?
¿Alguna vez lo vería como a un adulto?
—Ya no soy un niño, Shay.
—Lo sé. Eres el único ser humano, exceptuando a mi esposo, del que he sido capaz de fiarme. Y no puedo soportar oírte así. Me entran ganas de hacerle daño a alguien. Te quiero, Caillen, y quiero que lo sepas.
Él se agarró a esas palabras como si fueran un salvavidas.
—Yo también te quiero.
Entonces oyó a Syn al fondo.
—Tengo sus coordenadas. Podríamos estar ahí en dos horas. ¿Pongo carburante en la nave?
Eso sí consiguió hacerlo reír.
—Dile al demente de tu marido que no necesito ayuda. Si veo aunque sólo sea su sombra, yo mismo le pegaré un tiro. —Era tan agradable tener una conversación sin fingir y sin preocuparse por el vocabulario, la sintaxis y la pronunciación…—. Bueno, chicos, no os entretengo más. Sólo quería saludar.
—De acuerdo. —El tono de su hermana era serio y él supo que seguía preocupada—. Ten cuidado, y recuerda que sólo tienes que llamarme si me necesitas. Si cambias de opinión, ya sabes que el demente de mi marido me puede plantar ahí en dos horas.
Él negó con la cabeza antes de apagar el botón del comunicador.
—Gracias.
Cortó la comunicación y suspiró mientras seguía sonriendo ante sus últimas palabras.
¿Cómo se le había complicado tanto la vida? Muchas veces en el pasado, había deseado tumbarse en el arroyo y dejar que el universo se llevara su alma. Momentos en que toda la mierda con la que tenía que tratar se le había caído encima con una furia tan odiosa que lo había amargado durante un tiempo.
Lo que estaba viviendo ahora no era nada comparado con esas otras veces, y sin embargo se sentía vencido. Perdido.
Dolido.
No podía explicar las emociones que experimentaba. Pero estaban ahí, socavando su confianza en sí mismo, haciéndole desear que su verdadero padre nunca lo hubiera encontrado.
«Ya basta de quejarte. Mierda, Cai, te estás volviendo un aristo. Agh. ¿Qué diablos me pasa?».
No se reconocía. Tenía dinero y poder. Lo único que le pasaba era pura estupidez.
Como no quería seguir pensando en ello, cerró la mochila y luego se tumbó en el sofá para poder mirar por el ventanal las estrellas que lo habían guiado, protegido y calmado cada uno de los días de su vida adulta. Qué no daría por estar de vuelta en su nave, en pleno viaje, transportando carga por algún sector hostil…
Pero mientras las contemplaba, sus pensamientos se fueron diluyendo y una imagen apareció en su mente procedente de algún lugar que ni siquiera quería empezar a imaginarse.
Era la imagen de la qillaq con su descarado caminar que parecía decir que antes le patearía el culo que besarlo en los labios. La verdad, no le importaría lo primero si pudiera conseguir lo segundo.
«Soy un cabrón realmente enfermo».
No tenía ni idea de por qué aquella mujer le había llamado tanto la atención, pero una cosa sí sabía seguro: él se iba a comportar como un estúpido por ella y ella sin duda lo iba a meter en todo un mundo de dolor.
Algunas tentaciones eran más de lo que un simple mortal podía resistir, y la qillaq era una de las mayores con las que se había topado. Sí, la próxima vez que se vieran, estaba totalmente dispuesto a dejar que lo llevara por el mal camino.
• • •
Desideria entró en la gran suite de su madre para buscarle el medicamento para la migraña, que, según decía Sarra, era producto de estar rodeada de hombres tan poco viriles.
Se acercó a la mesilla de noche y buscó entre varios frascos hasta que encontró el correcto. Mientras cerraba el cajón, el frasco se le resbaló de la mano.
—Genial —susurró.
Desde que se había despertado, se le caía todo. Sin duda era por los nervios y por estar tan pendiente de no cometer ni el más mínimo error, por temor a que su madre la volviera a insultar delante de los demás miembros de la Guardia.
El frasco rodó bajo la cama hasta el otro lado, fuera de su alcance. Se agachó para recogerlo, pero cuando acercó la cabeza a la rejilla de ventilación que había debajo de la cama, se quedó helada. Oyó una tenue voz diciendo lo más sorprendente que había oído en toda su vida.
—Sarra estará muerta antes de que abandone esta nave. Si de paso puedes llevarte a Desideria por delante, mejor. Hasta estoy dispuesto a dejar que se convierta en una heroína nacional que murió valientemente tratando de salvar a su madre si me traes las dos cabezas.
—Es más difícil de lo que crees. Hay cámaras y seguridad por todas partes.
—¿Me estás diciendo que eres demasiado incompetente para burlarlas?
—En absoluto.
—Entonces, te sugiero que empieces. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.
—Así se hará.
—Más te vale, porque si la siguiente transmisión no es un avance de noticias para decir que han muerto, habrá una sobre cómo cierta persona ha sufrido un accidente en un acceso y ha salido disparada fuera de la nave.
Desideria se apartó, con el corazón latiéndole con fuerza dentro del pecho. Alguien iba a matar a su madre…
Su propia vida no le importaba. Bueno, eso no era del todo cierto. No quería morir, pero su vida era insignificante al lado de la de su madre. Como miembro de la Guardia, había jurado dar la vida para defender a su reina y, si no lograba mantenerla a salvo, también ella estaría perdida.
Si la reina resultara asesinada durante su vigilancia, todos los miembros de la Guardia serían ejecutados.
Tenía que avisar a su madre antes de que fuera demasiado tarde. Se acercó de nuevo a la rejilla y trató de seguir escuchando, pero las voces eran demasiado tenues. Apagadas, como si se dieran cuenta de que alguien podría estar espiando.
Desideria se acercó más.
Las voces habían callado totalmente.
Maldición.
Cogió el medicamento y volvió rápidamente a la sala delantera de la nave, donde su madre estaba hablando con Pleba mientras otros aristócratas pululaban cerca. No sabía por qué, pero sus brillantes ropajes le recordaban a pájaros acicalándose.
Sarra, en cambio, vestía de marrón oscuro y negro.
Los qillaq creían que el cuerpo era una obra de arte y que debía ser mostrado y apreciado. ¿Por qué esforzarse en perfeccionar algo sólo para esconderlo bajo capas de tela? Por eso el vestido de su reina estaba hecho de tiras de cuero que apenas le cubrían partes del cuerpo que otras razas consideraban vulgar exhibir.
Desideria era muy conservadora comparada con el resto de su grupo. Aunque estaba orgullosa de su físico, sentía cierta timidez a la hora de mostrarlo. Era muy musculosa, pero comparada con las otras mujeres de su familia era bastante más gruesa, y tantos años de burlas de su madre y sus hermanas con motivo del su peso la habían hecho sentirse cohibida, y no quería mostrar mucho el cuerpo por si las pullas volvían a comenzar.
Su madre se detuvo al verla acercarse. Tendió una mano con un gesto imperioso que molestó a Desideria.
Esta vaciló un momento.
—¿Podría hablar contigo un momento, mi reina?
—Habla.
Desideria echó un vistazo a la Guardia y anotó mentalmente quién no estaba presente.
—¿Dónde están Xene y Via?
Una de las dos tenía que ser la apagada voz femenina que había oído a través de la rejilla de ventilación. Nadie más podría acercarse a su madre lo suficiente como para matarla.
—Han tenido que ir al baño. ¿Te gustaría ir con ellas? —Volvió a tender la mano—. Mi medicina.
—Madre…
Sarra carraspeó sonoramente al oír a Desideria emplear un título que tenía prohibido cuando estaban en público.
Ella apretó los dientes, frustrada.
—Perdón, mi reina, pero tengo noticias muy importantes.
—Entonces dilas y dame mi medicina para que pueda aplacar el dolor de cabeza en vez de aumentarlo.
—Yo…
Se mordisqueó los labios, indecisa. ¿Y si la asesina no trabajaba sola? Otro miembro de la Guardia podría estar conchabado con ella. En ese momento no se atrevía a confiar en nadie; primero tenía que comprobar su lealtad.
—Es de carácter privado.
—No hay nada privado para mi Guardia. Lo sabes bien.
¿Por qué su madre estaba siendo tan ridículamente obstinada? ¿Era para evitar que los demás pensaran que la favorecía por ser su hija? ¿O estaba siendo simplemente estúpida?
Desideria no sabía qué hacer. Al final tendría que hablar. Cuanto más tiempo guardara silencio, más cerca podría llegar la asesina. Respiró hondo, le entregó el frasco y le dijo:
—Tengo razones para temer por tu seguridad.
Sarra se quedó totalmente inmóvil y luego se echó a reír.
—¿Mientras estamos aquí? Por favor. Sé que quieres demostrar lo que vales, pero aquí no hay ninguna amenaza, a no ser que planeen matarme de aburrimiento.
Varios miembros de la Guardia se rieron.
Desideria se sintió humillada por la brusca respuesta.
Peria, la jefa de la Guardia, avanzó hacia ella.
—¿Por qué no te tomas un descanso, niña?
Lo último que Desideria necesitaba era esa última humillación. Se hubiera echado a llorar, pero no les iba a dar esa satisfacción.
—Acabo de oír por casualidad un plan para matarte.
Con eso sí se ganó la atención de su madre.
Hasta que esta volvió a echarse a reír.
—No seas tonta, niña. Aquí nadie tiene lo que hay que tener para ir a por mí. Ahora ve a descansar un rato y déjanos.
Desideria se sintió totalmente humillada; recurrió a la poca dignidad que le quedaba y se dio la vuelta mientras los demás se reían de ella.
—¿Un intento de asesinato en una cumbre? —El tono de burla de Peria le hizo sentir náuseas—. Pero ¿en qué estará pensando?
—Quizá me he mostrado demasiado impulsiva y la he nombrado demasiado pronto. —Sarra suspiró—. Tengo tantas esperanzas puestas en ella. Oh, bueno. Sólo espero que Narcissa y Gwenela no acaben decepcionándome también. Nunca debería haber concebido con su padre. Mira lo que sale de querer mezclar nuestra sangre con un extraplanetario. Debería haberlo sabido.
Esas palabras fueron para Desideria como una patada en el estómago.
«Te odio, zorra mojigata», pensó.
Pero no la odiaba. No de verdad. Sólo estaba dolida y furiosa.
Ya era bastante malo que otra gente se burlara de ella. Pero cuando quien lo hacía era su madre, era mucho peor. Lo único que quería era que estuviera orgullosa. ¿Por qué parecía una tarea tan imposible?
«¿Cómo voy a volver a mirar a la cara a los otros?».
Ninguno le tenía el menor respeto. La consideraban una inepta.
Peor, la consideraban débil.
Perdida en sus pensamientos, no se fijó por dónde iba hasta que se estrelló contra una sólida pared. Al menos, eso fue lo que creyó que era hasta que se dio cuenta de que se trataba de un hombre.
Un hombre enorme y fuerte con un cuerpo tan duro que era como tocar granito.
Con un grito ahogado, alzó la vista y se quedó parada.
Unos ojos castaño oscuro la miraron con calidez, mientras una lenta sonrisa se abría paso en el devastador rostro masculino en el que se había fijado antes. Y su choque resolvió cualquier especulación sobre su cuerpo, antes oculto bajo las voluminosas túnicas. Lo tenía tan trabajado como cualquier guerrero.
La simpática luz de sus ojos se transformó en una mirada de preocupación.
—¿Estás bien?
Era difícil pensar una respuesta cuando tenía la cabeza llena de su agradable olor y sus ojos la habían cautivado. Oh, era espectacular.
—Bien.
La mirada inteligente del hombre se agudizó.
—No pareces estarlo… Quiero decir, estás muy bien, de aspecto, pero creo que algo te molesta. ¿Te puedo ayudar?
Odiaba ser tan transparente.
«Genial. Verdaderamente genial. Ahora me humillo también delante de desconocidos».
Era lo que le faltaba.
—Tienes razón. Eres tú quien me está molestando. Ahora, sal de mi camino.
Su tono fue más áspero de lo que pretendía, pero no podía controlar la rabia que le provocaba su propia estupidez y vergüenza.
Él alzó las manos y se apartó para dejarla pasar.
—Perdón por tratar de ayudar.
Desideria dio tres pasos y luego se volvió para disculparse por su grosería.
Pero él ya no estaba.
Qué raro. Tan rápido y silencioso. No habría pensado que pudiera moverse así, sobre todo con toda aquella ropa.
Le molestaba haber sido tan brusca con él. No se lo merecía.
Le fastidiaba mucho descargar su rabia sobre quien no se lo había buscado, como siempre hacía su madre. Desideria se esforzaba mucho por no comportarse así, pero acababa de morder a alguien que sólo intentaba ser amable.
—No es mi día —musitó.
En ese momento, lo que realmente le apetecía era meterse en un rincón y morir.
Morir.
Le había contado a su madre lo que había oído. Si la asesina se había enterado… morir era una posibilidad muy real.
¿Qué había hecho? Era muy posible que sus actos hubieran facilitado las cosas.
«Tengo que averiguar quién es. Inmediatamente».
Porque si no lo hacía, ambas morirían.