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Dos meses después

Sentaos derecho en la silla.

«¿Qué soy? ¿Un niño de cinco años?».

Caillen apretó los dientes para no replicar e hizo lo que le decían. Un poco beligerante, sí, pero obedeció, como le había prometido a su padre que haría. Pero era difícil sentarse derecho cuando lo que realmente quería era meterle un enema al pomposo asno que tenía delante.

Se sentía como si se ahogara bajo millones de capas de ropa. La verdad, ¿cómo podían estar tan gordos los aristócratas si cargaban con todo eso durante todo el día? ¿Cuánto tenían que comer para ganar peso? A él no le hacía ninguna falta ir al gimnasio; era como si estuviera levantando una tonelada.

Y ni siquiera era peso que se pudiera emplear para hacer volar nada. Ese tipo de peso sí entendía que se cargara. Pero ¿aquello? Aquello era ridículo. Se frotó el cuello, donde le estaban saliendo ronchas por culpa del alto cuello almidonado.

«Al menos conservo la cabeza».

Sí, pero eso ya no era tan atractivo como lo había sido unos meses antes. Miró a dos de sus mejores amigos, que los observaban, a él y al consejero cultural, con un estoicismo que no cuadraba con el brillo divertido de sus traidores ojos. Cabrones, estaban disfrutando cada minuto de su padecimiento.

«Esperad, gilipollas. Cuando llegue la hora de mi venganza, sangraréis».

Pero él sabía la verdad: nunca les haría ningún daño. Habían pasado demasiadas cosas juntos como para tenerles en cuenta algo tan tonto como eso.

Esbelto y de cabello rojo, Darling Cruel era tan reservado y regio como lo sería cualquier monarca, lo que ya cuadraba, porque procedía de una de las familias más antiguas de la nobleza. Iba vestido impecablemente, con un traje negro con ribete blanco, cubierto con la negra túnica, ligera y vaporosa, de dignatario.

Al ser hijo de un gobernador real y príncipe por derecho propio, estaba acostumbrado a toda aquella mierda. Sin embargo, a pesar de toda la alcurnia de Darling, Caillen sabía la verdad sobre su renegado amigo: el lado rebelde que nadie sospechaba que tuviera.

Darling llevaba el cabello largo hasta los hombros, de modo que le cubría un lado de la cara y ocultaba una fea cicatriz de la que nunca hablaba.

Caillen era uno de los pocos que sabía cómo se la había hecho.

Maris Sulle, con unos rasgos perfectos e inmaculados que serían el orgullo de cualquier mujer, era mucho más ostentoso. Vestía una túnica de brillantes colores naranja y amarillo, cuya cola arrastraba por el suelo y se arremolinaba elegantemente alrededor de sus botas rojas. Era evidente que a Maris no le preocupaba mucho la movilidad, porque no había tenido que correr ni una sola vez en su extravagante vida. Hacía que otra gente corriera por él.

Darling y Maris eran amigos desde la infancia. Caillen conocía a Maris desde hacía unos diez años y al principio lo había odiado por su arrogancia de niño malcriado, evidente en cada gesto que hacía y en cada costosa prenda de ropa que lucía. Pero Maris era como la hierba araña de Gondara: se pegaba, y al cabo de un tiempo, se comenzaba a valorar la extraña belleza de su extravagante sentido del humor y su perspectiva única del mundo. Caillen había llegado a valorar su amistad casi tanto como la de Darling.

Ambos formaban un vívido contraste con el consejero cultural, Bogimir, con cara de palo y apagada vestimenta, que miraba a Caillen con un desdén no disimulado. El tipo no tenía una gran opinión de él, cosa que a Caillen le parecía bien, porque él, por su parte, tampoco tenía una gran opinión de Bogimir.

El consejero carraspeó. Ese sonido estaba comenzando a crisparle los nervios a Caillen.

—¿Me estáis prestando atención, alteza?

Él soltó un resoplido de fastidio.

—Sí, sí, Boggi. —Era un imperativo moral usar el apodo que sabía que ponía furioso al hombre—. Te sigo.

Bogimir entrecerró sus ojillos, con una mirada que hizo que Caillen deseara ponerle el pie en un lugar del cuerpo que le resultaría de lo más incómodo.

—Habéis querido decir: «Sí, ya lo veo».

Caillen apretó los dientes antes de corregir su entonación y palabras.

—Sí, ya lo veo.

«Gilipollas».

Boggi señaló la mesa.

—Ahora, bebed un poco de vino.

Con el bíceps aullando por el peso de la ropa y todo su interior rogándole que lanzara el vino al desdeñoso rostro de Boggi, Caillen cogió la copa.

Al instante, el hombre comenzó una agitada danza que sólo tendría sentido si estuviera caminando sobre carbones ardientes o tratando de patear un nido de serpientes.

—No, no, no. La forma correcta de coger la copa es esta.

Le cogió la copa de la mano para mostrarle cómo se hacía.

Caillen puso los ojos en blanco. Era realmente patético que hasta beber algo requiriese todo aquel montaje. ¿Qué demonios le pasaba a aquella gente? ¿De verdad importaba tanto cómo cogía una puta copa y bebía de ella? ¿Esas eran sus principales preocupaciones en sus inútiles, privilegiadas y caprichosas vidas?

Boggi dejó la copa y lo miró enfadado.

—Probad de nuevo.

Caillen hizo una mueca.

—Ah, a la mierda.

Sacó la pistola de entre los pliegues de su túnica y le disparó a la copa. Se echó a reír cuando esta saltó de la mesa y él pudo dispararle tres veces más. En el último disparo, se rompió y sembró de fragmentos todo el suelo antes de que el tallo de la misma cayera a los pies de Boggi.

Eso sí que era entretenido.

Pero el consejero no pensaba así. Resopló enfadado y luego salió por la puerta, sin duda para chivarse de él, como hacían sus hermanas cuando eran niños.

Bueno, con tres hermanas mayores, Caillen estaba acostumbrado a que le echaran sermones. Y, para ser sinceros, su padre era un amateur comparado con ellas.

Darling permaneció en silencio hasta que los tres estuvieron solos. Cuando Boggi hubo salido, Maris y él estallaron en carcajadas.

—Eres malvado hasta la podrida médula.

—Absolutamente. —Caillen sopló sobre la punta de la pistola, luego se sacó la molesta ropa por la cabeza y la dejó en un montón en el suelo. Desnudo excepto por los pantalones negros y las botas, enfundó el arma y luego miró la expresión divertida de Darling.

—¿Cómo es que seguís cuerdos? La verdad, os compadezco enormemente por la infancia que habéis debido de tener. No toques eso. No hagas aquello. Coge la copa así —dijo con voz aguda y burlona, mientras curvaba la mano como una garra. Luego su voz volvió a su tono de barítono habitual—. Nunca pensé que me alegraría de la pobreza. Pero ¿sabéis qué?, compadezco a los ricos. No tenéis ni idea de cómo vivir.

Darling sonrió.

—Por eso yo voy por ahí con escoria como tú.

Maris negó con la cabeza, mirándolos a los dos.

—Tu padre va a tener un arrebato cuando se entere.

Tenía que ser Maris quien usara una palabra como «arrebato».

—Maris tiene razón, Cai. Sólo te quedan dos días para dominar todo esto antes de tu presentación en sociedad. ¡Que Dios nos ayude a todos y a ti en especial! —Darling se sacó su ligera túnica y se la pasó—. Créeme, no puedes ir disparando contra copas indefensas delante del emperador y los gobernadores. Puedes provocar un incidente interestelar.

Él resopló.

—No me había dado cuenta de que las copas fueran una especie protegida. Bien. ¿Puedo dispararle a la vajilla o también está protegida?

Darling rio de nuevo, pero no respondió a su sarcasmo.

Caillen se puso la túnica para que Boggi no lo llamara salvaje… de nuevo.

—Esto —dijo, señalando la ornamentada sala del palacio, que era mayor que la mayoría de sus antiguos apartamentos—, no es mi estilo. No es mi sitio y todos lo sabemos. —Su sitio era su nave, saltándose bloqueos y provocando infartos a las autoridades. Y, sobre todo, su sitio era en la cama, con una mujer que estuviera más interesada en seguirle el ritmo que en atusarse el pelo.

Quería largarse de allí y volver a casa, tanto que hasta le dolía. Pero no era tan fácil. Lo cierto era que le gustaba el padre que acababa de encontrar.

Y lo peor: le había prometido que lo intentaría durante un año antes de decidir si se quedaba.

«¿Por qué dije todo un puto año?».

Después de su encierro, no le había parecido tanto tiempo.

Pero en ese momento se extendía hacia el infinito y odiaba todo lo que lo rodeaba. Casi no veía a su padre y, cuando lo hacía, hablaban de lo inaceptable que era su comportamiento.

«Trágatelo, Cai. Has firmado para esta misión».

Y la cumpliría. Aunque eso lo matara.

• • •

—Os lo dije, señor. Es un animal y este no es su sitio. Me doy cuenta de que es vuestro hijo, pero, sinceramente, tendríais que enviarle de nuevo al arroyo del que salió.

Evzen meneó la cabeza ante las acusaciones de Bogimir, mientras miraba a su hijo por el monitor de la consola de su oficina. Caillen reía con sus amigos, mientras mantenía la mano en la culata de la pistola como si estuviera a punto de defenderse. Era una pose altanera digna de un granuja fuera de la ley, no de un príncipe.

Pero él era un príncipe…

Y su deber como padre era hacer que aceptara su destino.

—No es ningún animal, consejero. Y a usted le iría bien recordar que es el príncipe de este imperio y, por lo tanto, merece que se refieran a él con un tono más respetuoso.

Mientras Bogimir palidecía por haberse pasado de la raya, Evzen miró el monitor donde Caillen seguía sonriendo con orgullosa satisfacción por los destrozos que había causado. A él también le divertían los modales de su hijo. Groseros aunque impresionantes.

—De acuerdo que falta pulirlo…

—Señor, por favor… Tiene los modales de un rufián y el sentido común de…

—Es mi hijo. —Al que había creído perdido durante tantos años. Muerto porque él había fracasado a la hora de defenderlo.

Tenerlo de vuelta era un milagro y no se lo tomaba a la ligera. No le importaba que no supiera nada de la aristocracia o de diplomacia.

Y además eso no era cierto y Evzen lo sabía.

—Caillen habla perfectamente treinta y ocho idiomas y varios dialectos de cada uno. Y no sólo las versiones que se aprenden en los vídeos de instrucción y con profesores. Conoce los idiomas y la cultura además de a los nativos. Comprende las complejidades de su política y sus leyes incluso mejor que yo. —Le lanzó una significativa mirada a Bogimir—. Mejor que la mayoría de consejeros culturales que he conocido.

Más que eso, Caillen sabía cómo luchar, con más destreza que los mejores operativos de sus fuerzas de élite. El primer día que pasó en el palacio, halló doce fallos en la seguridad y les mostró cómo mejorar sus defensas.

Su hijo era brillante.

—Señor…

—No. —Alzó la mano para callar a Bogimir—. Le preparará y tratará como al príncipe que es. Y no quiero más discusión.

—Sí, señor. —El hombre hizo una reverencia y se fue.

Evzen suspiró mientras se volvía hacia el comunicador de su escritorio, mediante el que había estado hablando con su hermano antes de que Bogimir le interrumpiera.

—¿Has oído todo eso?

—Claro.

—¿Y qué piensas?

Talian reflexionó un momento para escoger las palabras antes de contestar.

—¿Quieres que te responda como tu principal consejero militar o como tu devoto hermano?

—Como ambos.

—Como hermano, estoy totalmente de acuerdo contigo. Aunque no tiene nada de diplomático, Caillen es brillante evaluando situaciones y decidiendo cómo encararlas, aunque no siempre cómo calmarlas. No podrías pedir un sucesor mejor.

—¿Y como consejero?

—Es impulsivo y brusco, con una libido desmadrada que lo lleva a perseguir cualquier cosa con pechos. Si no lo controlamos, nos arrastrará a una guerra por algo totalmente estúpido, como seducir a la esposa o a la hija de alguien, seguramente al mismo tiempo. Posee potencial, pero creo que Bogimir tiene razón: ha vivido demasiado tiempo en el arroyo. Si lo hubiéramos encontrado antes, podríamos haberlo recuperado. Ahora… no pertenece a nuestro mundo y no se está adaptando a él en absoluto. Para serte sincero, no creo que quiera. Déjale volver a su casa, Ev. Por el bien de todos.

Evzen notó que se le tensaba el pecho de dolor al oír esas palabras. No soportaba la idea de volver a perder a Caillen. Sí, era brusco y grosero, pero también divertido y muy inteligente.

«Es mi hijo».

Y, sobre todo, confiaba en él. Con el tiempo, sin duda se adaptaría.

«Tengo que intentarlo».

Evzen miró a su hermano a los ojos a través del monitor.

—Veamos cómo lo hace en el Arimanda.

Talian soltó un suspiro de arrepentimiento y desagrado que revelaba que él no estaba ni mucho menos tan encantado como Evzen de tener a Caillen de nuevo en la línea sucesoria.

—Le asignaré una patrulla extra.

—¿Por qué?

—Los qillaq. ¿Recuerdas?, van a enviar un grupo completo a la asamblea. Y veo venir el desastre. Ya sabes cómo visten sus mujeres… o mejor dicho, cómo no visten. Sea como sea, tenemos que mantener a Caillen lejos de ellas.

Su hermano tenía razón. Los qillaq eran una raza guerrera que no toleraba a los otros con facilidad, sobre todo a los hombres o a los extraplanetarios. Una mala mirada y atacarían.

Y eso mismo haría Caillen.

Evzen frunció el ceño.

—Pensaba que habían declinado asistir a la cumbre.

—Lo hicieron al principio. Pero esta mañana me han informado de que la mismísima reina va a venir. Al parecer, hay algo de gran importancia que desea exponer ante el consejo. Con nuestra suerte, seguramente será una declaración de guerra. Esperemos que tu hijo no consiga que nos declare una también a nosotros.

Por la pantalla, Evzen observó a Caillen discutir con Bogimir. Quizá debería dejar a su hijo en casa mientras él asistía a la cumbre. Pero no quería estar dos semanas lejos de él, sobre todo cuando aún se estaban conociendo; por no mencionar que Caillen era un experto en negociar con los krellin y que conocía bien a su príncipe coronado.

Necesitaban desesperadamente el tratado comercial con ellos, en el que llevaban tres años trabajando sin grandes progresos. Si no conseguía que se aprobara durante la cumbre y que el consejo lo ratificara, pasarían tres años más antes de tener otra oportunidad. Para entonces, sus colonias, que precisaban suministros y protección, estarían ya destruidas y todos sus habitantes esclavizados. Su gente no podía esperar ni seis meses más, mucho menos tres años.

Caillen era la única esperanza que tenían.

Por tanto, tendría que llevárselo con él y vigilarlo.

Muy de cerca.

Confiaba en que todo acabaría saliendo bien.

Hasta que recordó el lema favorito del joven: «Nunca infravalores la capacidad de un Dagan para estropear los mejores planes».

Y, por el momento, Caillen seguía considerándose un Dagan.

Siempre que Evzen oía ese nombre, se ponía furioso. Su hijo era un De Orczy. Una de las casas más antiguas y nobles. Un legado por el que la gente mataría.

Pero no Caillen. Era el único hombre que conocía al que no le importaba la riqueza ni lo que esta traía consigo. Aunque podía disfrutar teniendo lo mejor, era igual de feliz, o más, no teniéndolo.

Incomprensible.

Eso le hacía tener ganas de llorar. Su hijo era un completo desconocido y él estaba intentando comprenderlo. Lo intentaba, pero cuanto más tiempo pasaban juntos, más inevitable le resultaba enfrentarse a la verdad.

Cuando todo aquello acabara, lo más probable era que lo volviese a perder…

• • •

Caillen suspiró aliviado cuando Boggi se marchó, de nuevo muy enfadado, y lo dejó solo con sus amigos. En cuanto la puerta se cerró, se quitó las pesadas túnicas y las tiró al suelo. Luego inhibió la señal de la habitación para que ni su padre ni el equipo de seguridad que este le había asignado pudieran espiarlos. Realmente odiaba toda aquella mierda.

Maris chasqueó la lengua, mirándolo.

—Eres de lo más cruel mostrándome ese cuerpo tuyo todo el tiempo, Cai. Juro que nunca he querido ser una mujer más que ahora. —Se mordisqueó el labio y miró a Darling—. Esos abdominales. Es criminal estar tan bueno y ser hetero. ¿No te pasarías la noche lamiéndole esos músculos?

Darling hizo una mueca de asco.

—Agh, no. Para mí es como un hermano. La verdad es que lo que dices me resultaría repugnante.

Maris sacudió el cuello y la muñeca en un gesto puramente femenino.

—Te quito el carnet de socio. —Luego volvió a mirar a Caillen y soltó un ronroneo gutural—. Una noche, nene, y podría cambiarte de religión.

Caillen rio de buen humor.

—Siempre dices eso, pero te conozco. Te gusta ir detrás de alguien, Maris. En cuanto alguien va a por ti, sales corriendo.

Darling, riendo ante esa verdad, se quitó la túnica de encima y se la pasó de nuevo a Caillen.

—¿Sabes?, Maris tiene razón. No puedes seguir desnudándote cada dos segundos y, sobre todo, no durante la celebración de una cumbre donde estarán controlando todas las dependencias. Si lo haces allí, acabarás saliendo en las noticias, con una marca para toda la vida.

A él eso no pareció preocuparle.

—Inhibiré la señal.

Darling negó con la cabeza.

—Te habla el técnico experto en armas y explosivos: eso no va a pasar. Tú inhibe algo e inmediatamente se activarán todo tipo de alarmas. Ni siquiera Syn podría colarse sin que lo pillaran.

Eso le dio que pensar. Su cuñado podía piratear cualquier sistema sin que lo detectaran; que ni él pudiera hacerlo le decía todo lo que necesitaba saber sobre aquel viaje al infierno.

—Así que me quedo con los pantalones puestos, ¿no?

—A no ser que quieras ser el próximo vídeo viral porno. Sé que te resultará duro…

Caillen arqueó las cejas ante la palabra que había elegido Darling.

Este puso los ojos en blanco.

—Siempre estás pensando en lo mismo.

—Bueno, sabes que tengo arrugas por ahí a las que les gusta, y a mí también.

Maris soltó un leve suspiro.

—Déjalo, Dar. No olvides que estás hablando con el único hombre al que he visto acercarse a una mujer a la que acaba de conocer, decirle que necesita que le revisen los bajos y, en vez de soltarle ella una bofetada o hacer que lo arresten, irse con él a la cama.

Darling cruzó los brazos sobre el pecho.

—Eso es porque la mayoría de los hombres tienen más sentido común y no dicen cosas así en voz alta.

«Sí, claro». Caillen sabía bien que no.

—No, es porque la mayoría de los hombres no tienen mis habilidades. Tú sabrás manejar explosivos, Dar, pero yo sé tratar a las mujeres. En lo que se refiere a la población femenina, soy un maestro.

—Por favor… —replicó Darling, riendo—. Te he visto con tus hermanas. No tienes ni idea de cómo tratarlas. Te las cuelan por todos lados.

—Totalmente falso. Sólo les dejo que se lo crean. Eso, amigo mío, es lo bueno. No ha nacido mujer a la que no pueda manipular y tener comiendo de mi mano.

Darling negó con la cabeza.

—Algún día vas a encontrar a una que sea inmune a tus encantos. —La voz de su amigo tenía un extraño tono compasivo, pero como Caillen sabía que Darling nunca había tenido una relación seria, no le hizo caso.

—Eso no pasará. Puedo encandilar a cualquier nena para que me dé su sonajero y su leche.

Maris rio por lo bajo.

—Estoy contigo, Dar. Me gustaría verle recibir alguna factura kármica, pero en esto tengo que darle la razón a Cai. Como he dicho, he visto a demasiadas mujeres, de todas las edades, caer a sus pies en cuanto esboza esa sonrisa de «ven aquí y desnúdate para mí».

Darling no cambió de opinión.

—Lo que yo digo es que siempre hay una excepción a la regla. Y cuando menos te lo esperas. Créeme, si Nykyrian y Syn han podido encontrar una mujer que los aguante a ellos y sus psicosis, tú también podrás.

Caillen no discutió porque sabía que no sería así. Se había pasado la vida teniendo que responder ante sus hermanas por todo, teniendo que cuidarlas y soportar sus dramas. Por no mencionar la única vez que había tratado de ir en serio con una mujer…

Sí, eso le había enseñado, y había acabado con cualquier idea que pudiese haber tenido sobre el compromiso. Las mujeres estaban locas.

Por eso no tenía ningún interés en estar con una. Nunca. Ni siquiera en tener una cerca durante más de un par de horas para aliviar sus necesidades fisiológicas. Lo único que las mujeres querían era domesticar al hombre y él era demasiado salvaje para eso.

No quería hijos ni esposa. Sólo quería vivir la vida a su manera, sin tener que responder ante nadie.

Libertad. Eso era lo que ansiaba. Vivía por el peligro del contrabando, que hacía que la sangre se le acelerara en las venas. Volar rápido. Vivir a tope, siempre a un paso de la muerte. Ni siquiera sus hermanas, que eran las mujeres más duras que había conocido, podían mantener su ritmo. Y si ellas no podían, sabía que no habría ninguna que pudiera.

Deseoso de cambiar de conversación, volvió al tema que los ocupaba y que había hecho que inhibiera el visual de vigilancia.

—Mirad, vosotros sabéis que no me importa una mierda comportarme como un completo cretino en público, lo hago la mayor parte del tiempo. Mi filosofía es muy sencilla: ¿Quieres ser mi amigo? Pues tomemos una copa. ¿Quieres juzgarme? Pírate. Pero todo este asunto de ahora no es por mí. A pesar de ser un aristo, mi padre parece un hombre decente y no quiero humillarlo delante de toda su corte de pretenciosos, haciendo algo estúpido como creer que el cuenco del agua de las manos es una sopa y tratar de bebérmela… de nuevo. O contraviniendo cualquier otro protocolo del que no tengo ni idea. De modo que ¿podéis enseñarme cómo ser uno de vosotros?

Bueno, había sido más fácil de lo que había creído. Casi no se había atragantado con su dignidad.

Darling le palmeó la espalda.

—No te preocupes, hermano. Estaremos contigo durante todo el camino.

Maris esbozó una sonrisa maliciosa.

—Y no dejaremos de reírnos a tu costa. Sin embargo, te prometemos que no se notará… casi nunca.

Caillen rio por la forma en que Maris lo había dicho. Tenía suerte de tener a dos amigos en los que poder confiar. Cuatro, si contaba a Nykyrian y Syn. Ya tenía suficiente gente que lo apuñalaría por la espalda como para tomarse su lealtad a la ligera. No había muchas personas dispuestas a arriesgar su vida por otro, pero cualquiera de los cuatro lo haría por él.

Y él moriría igual de rápido por ellos.

Darling enarcó las cejas y miró a Maris.

—No sé. Un completo cretino en público podría ser de lo más entretenido.

Caillen le dio un empujón, y el otro rio mientras se tambaleaba.

—Sois un par de pervertidos. No sé por qué estoy con vosotros.

Darling soltó un bufido.

—Seguramente porque somos los únicos que estamos contigo. Por no mencionar que yo era un niño bueno e inocente, sin rastro de depravación, hasta que empecé a relacionarme contigo y con tu gente.

Maris asintió.

—Yo soy testigo de ello. Tú y tus amigos habéis corrompido a mi amiguito.

Darling se tensó.

—¿Amiguito? Parezco tu mascota.

Maris le pasó un brazo por los hombros.

—Eso también lo sigo intentando, pero no estás más dispuesto que Caillen. De verdad, habría que ponerle un hábito de monje.

Caillen dio una palmada.

—Y dicho esto, me voy a buscar a aquella guapa criada que he visto antes y averiguar si está soltera. —Chasqueó la lengua dos veces y les guiñó un ojo—. Os veo luego, chicos.

Ya fantaseando con los encantos de la criada, los dejó y se fue por los pasillos hacia el invernadero, donde había visto por última vez a aquella rubia bajita que le había dedicado una sonrisa de lo más lasciva.

—Ven con papá, muñeca.

Estaba deseando quedarse a solas con ella y el plumero que había visto emplear sobre las estatuas de su padre. Había otra cosa dura en la que él quería que lo usase.

Mientras pasaba por la galería de cristal que conducía al jardín trasero, sus sentidos captaron un leve desajuste. Era una mancha pequeña y sutil en uno de los vidrios. La mayoría de la gente no lo habría notado, pero la mayoría de la gente no estaba acostumbrada a luchar por su supervivencia y tener que mirar a sus espaldas a cada momento.

Aquella mancha no debería estar allí.

Caillen frunció el ceño. Las sirvientas habían estado en el lugar aquella misma mañana, limpiando a fondo…

Apartó la cortina para echar un vistazo al cierre electrónico.

Estaba desactivado y habían dejado el ventanal sin cerrar para poder salir con rapidez.

Sí, había alguien allí dentro que no debía estar.

Una calma fría y letal lo invadió mientras se activaba su modo soldado. Sabía que el intruso no había ido hacia el estudio, donde estaba él. La otra dirección llevaba al ala privada de su padre.

«Vamos, Cai, no seas ridículo. Hay seguridad por todas partes. Puede que uno de los guardias estuviera haciendo la ronda y tocara la ventana».

Pero él se había criado con gente que entraba en lugares como aquel para robar y matar a sus ocupantes, así que sabía lo inútil que resultaba la seguridad. Las alarmas eran sólo para los honrados. Los asesinos profesionales y los ladrones se las saltaban cuando querían.

«Más vale prevenir…».

Recorrió el amplio corredor, flanqueado por retratos oficiales de antepasados de los que no podía recordar los nombres, pero no vio nada fuera de lo normal. Las blancas paredes y los suelos brillaban hasta el punto de que podía ver su ropa negra reflejada como en un espejo. El aroma de numerosas flores frescas en elaborados jarrones de bronce impregnaba el aire.

«Estoy siendo un estúpido. Aquí no hay nada, sólo una imaginación hiperactiva, alimentada por una gran paranoia».

Estaba fuera del dormitorio de su padre y a punto de ir a buscar a la criada, cuando oyó caer algo.

Un segundo más tarde, su padre gritaba pidiendo ayuda.