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Tres semanas después

¿Dolería mucho la decapitación?

Desde la ventana de su diminuta y espartana celda, donde casi no cabían el camastro, el lavabo y el retrete, Caillen miraba, a través del patio lleno de gente, la pesada hoja electrónica que estaban cargando y afilando para su ejecución.

Sí, sin duda eso tenía que dejar marca.

«No te preocupes, Cai. En pocos minutos todos tus problemas se habrán terminado».

Para siempre.

El cuello le hormigueaba, como esperando el golpe que se avecinaba y que acabaría con una vida que en realidad no había sido tan estupenda. Aunque, curiosamente, por mala que hubiera sido, él aún no estaba listo para que se acabara. Ni de lejos.

«Yo podría haber sido algo».

Ah, mierda, ¿a quién quería engañar? Era un contrabandista de tercera generación, con un problema con el juego del que su familia no sabía nada…

«¿Sí? ¿Y qué?».

También era el puto mejor piloto de todos los Sistemas Unidos. No había nada que él no pudiera hacer volar y nadie que pudiera superarlo en una maniobra cuando pilotaba una nave. Nunca fallaba su objetivo, Nunca.

«Nada de eso importa ahora».

No mientras estuviera a las puertas de la muerte. Qué forma de dejar el mundo para un guerrero…

A la porra la última comida, lo que realmente quería antes de despedirse para siempre era echar un buen polvo. Un último revolcón final.

Soltó una risita maliciosa mientras recordaba la mirada de anonadada sorpresa del alcaide cuando este le había preguntado su última voluntad.

—¿Alguna de tus hijas es una calentona?

Eso le había valido un violento golpe de la cabeza contra la pared como respuesta. Aunque él habría hecho lo mismo, o incluso algo peor, si alguien le hubiera preguntado eso de una de sus hermanas. Pero…

Siempre había sido un grano en el culo para aquellos a los que odiaba, y esos eran, básicamente, cualquiera que tuviera algún tipo de autoridad.

«Sí, bueno, eso también está a punto de acabar».

Suspiró mientras miraba por el ventanuco con barrotes y observaba a los soldados apresurarse con los últimos preparativos. A una parte de él le aterrorizaba morir. De acuerdo, a una gran parte de él le aterrorizaba morir. Siempre había esperado que ocurriera cuando fuera realmente viejo y estuviera durmiendo. Aunque, hablando en un sentido práctico, su alternativa preferida habría sido morir en una brutal pelea en la que se llevara a tantos enemigos por delante como pudiera.

«Al menos no voy a morir solo en un callejón mugriento».

Hizo una mueca ante el recuerdo que siempre hacía lo posible por bloquear. Aunque viviera mil años, nunca olvidaría que había visto a su padre morir solo, como si fuera basura.

Pero entre todas las morbosas situaciones que había imaginado para su propia muerte a lo largo de los años, nunca había contado con la ejecución.

Incluso en ese momento podía oír la desesperada petición de su hermana: «Cai, estoy en el sector Garvon huyendo de los agentes. ¿Puedes ayudarme?».

Kasen había omitido decirle que estaba transportando prilion, un antibiótico tan potente que estaba prohibido por todos los gobiernos, que cobraban comisiones de las comunidades médicas y temían el recorte que representaría eso en su margen de beneficios. Pero para los contrabandistas como él y su hermana, era una mina de oro. Un cargamento podía dejarte forrado durante al menos un año.

Pero pasarlo por ciertos sistemas representaba la pena de muerte.

Garvon resultaba ser uno de ellos.

Sin embargo, si cuando Kasen le llamó le hubiera dicho lo que tenía a bordo, eso no habría cambiado nada. Igualmente la hubiera reemplazado en el patíbulo.

El altruismo era una mierda.

En ese momento, Caillen estaba pensando que debería haber aprendido a cuidarse un poco mejor y haber llegado unos diez minutos tarde. Pero a fin de cuentas, sus hermanas eran su mundo y, aunque le gustara fingir lo contrario, no habría sido capaz de seguir viviendo si hubiera dejado morir a una de ellas.

Incluso al grano en el culo que era Kasen.

Miró su cronómetro y sintió náuseas de nuevo. Treinta minutos más y todo habría terminado.

Treinta minutos.

Recordó las veces en las que, en el pasado, ese rato le había parecido una eternidad, y ahora…

Deseó tener el poder de detener el tiempo; de teletransportarse fuera de allí y ver su antro de mala muerte una vez más. De que su hermana Shahara pudiera volver a decirle que era un idiota.

Bueno, al menos no tendría que seguir mirando aquellas paredes color marrón sucio y aquel asqueroso retrete cubierto de mierda.

«Y cómo se van a poner mis acreedores…».

Aún debía dos años de su nave, que los garvon le habían incautado después del arresto. La verdad era que le había sacado el máximo; la nave aún tenía marcas de disparos en los dos estabilizadores traseros de su última escaramuza con las autoridades.

Suspiró de nuevo. Sus amigos y su familia lo habían intentado todo para negociar un retraso de la ejecución, pero el gobernador garvon había sido inflexible, diciendo que quería dar ejemplo con él.

—Esto será una lección para cualquiera de fuera que piense que puede viajar por nuestro sistema sin obedecer nuestras leyes. Quizá seamos un sistema pequeño, pero somos grandes en intolerancia.

Caillen había negado con la cabeza mientras el hombre, a sólo unos metros de distancia de su ventana, decía esas palabras, de las que resultaba evidente que se sentía orgulloso, a los equipos de reporteros que lo rodeaban.

Una de las periodistas volvió la cámara hacia Caillen, que escuchaba desde su celda, para captar una toma de su reacción al discurso del gobernador.

Él le hizo una peineta a la cámara.

El gobernador farfulló su indignación, con lo que hizo saber a Caillen que su silencioso desafío lo había puesto de los nervios. Un gran error por su parte. Aquello había sido como ponerle un cebo a un depredador salvaje, e hizo que el pequeño cabrón que llevaba dentro se desbocara.

«Nunca me dejes ver tu punto flaco».

Con una sonrisa burlona, Caillen no pudo resistirse a desafiarlo a gritos.

—No es de mis amigos en las altas esferas de los que tienes que preocuparte, gobernador, sino de los tirados que van a salir de las alcantarillas para cortarte el cuello. Ya sabes, mis hermanos asesinos, a los que su honor obligará a ir a por ti y el resto de tus estúpidos lameculos mientras dormís. ¡Viva la Sentella! Estamos limpiando el acervo genético muerte a muerte.

La mención de esa organización fantasma de ejecutores, que desafiaba a los gobiernos corruptos manipulados por la Liga y sus secuaces, hizo que los reporteros se pusieran como locos y que el gobernador mirara alrededor como si buscara a algún asesino entre la gente. Como si pudiera ser capaz de identificarlos… Lo mejor sobre los amigos de Caillen era que cuando los veías venir, ya tenías la cabeza rodando por el suelo.

Pero por mucho que él quisiera fingirlo, sabía que ellos no lo podrían ayudar en ese momento. Se había metido solito en aquel fregado y, por una vez, no había salida.

«Estoy muerto. Completa y totalmente…».

Penoso.

«Veinte minutos y contando…».

Más le valía aceptarlo. Las cosas eran así y él se había presentado voluntario.

—Lo siento muchísimo, Cai. —Las llorosas palabras de Kasen durante su última visita resonaron en su cabeza.

«No tanto como yo».

Darling siempre había dicho que sus hermanas acabarían matándolo. El cabrón había acabado teniendo razón.

«Vamos. Mejor tú que ella. Lo sabes».

Bueno, esa idea no era realmente una ayuda en ese momento.

«Debería haberla ahogado cuando de niños me rompió mi carguero de juguete favorito».

Había sido su único juguete y Kasen lo había pisoteado en una pataleta porque él le había sacado la lengua.

«Cálmate, Cai. Has tenido que hacer frente a cosas peores».

«Sí, pero entonces no iba a morir».

Eso y que además estaba cansado de que su cabeza le estuviera dando la lata sobre cosas que no podía cambiar. Había mantenido la promesa que le había hecho a su padre. Kasen estaba a salvo.

Él, no tanto.

Se dejó resbalar por la pared hasta quedarse en cuclillas en el pequeño espacio entre esta y el camastro y se golpeó la cabeza contra el muro, agradeciendo la distracción que le brindaba el dolor. ¿Por qué no podían aquellos cabrones llevárselo de una vez y matarlo ya? La espera era lo peor. Sin duda, esa era su intención, fastidiarlo lo más posible.

Cerró los ojos y se frotó el rostro con la mano. Al menos no dejaba a Shahara en apuros. Su hermana ya estaba casada y tenía a alguien que la protegiera y se preocupara por ella.

Lo que realmente le fastidiaba de Kasen era que no había tenido sentido que hiciera ese arriesgado viaje. Sí, se iba a sacar mucho dinero, pero no valía la pena jugarse la vida. Y tampoco era que en esos momentos estuvieran en tan mala situación, no como lo habían estado en el pasado. Su cuñado era monstruosamente rico y le habría dado el dinero alegremente si se lo hubiera pedido.

Estúpida idiota.

Egoísta…

—¿Estás listo, convicto?

Caillen bajó la mano y abrió los ojos; vio al alcaide ante su celda, con seis guardias. Lo halagó que pensaran que iba a causarles tantos problemas. Y la verdad era que su espíritu sí estaba dispuesto a causarles unos cuantos, y más que eso. Sin embargo, le habían puesto un neuroinhibidor que le impedía hacer nada que no fuera mirarlos con cara de odio. Si intentaba atacarlos, el inhibidor se activaría, le inundaría el cuerpo de dolor, le bloquearía los músculos y lo tiraría al suelo.

Y lo peor de todo: haría que se meara encima.

Nunca les daría esa satisfacción, no hasta que estuviera muerto y ya no pudiera controlar la vejiga. Después de todo, era un Dagan y los Dagan, por muy pobres que fueran o estuvieran en la situación que estuvieran, eran gente orgullosa.

«No muestres miedo ante tus enemigos. Sólo desprecio. Nunca dejes que nadie te mire con desdén. Eres tan bueno como cualquiera de ellos. No importa quiénes sean. Ni siquiera si son mejores. En nuestro mundo, los Dagan son la realeza y tú, hijo mío, eres un príncipe».

Su padre lo había educado así y ahora él se agarraba a esas palabras mientras les plantaba cara.

Los guardias activaron las esposas electromagnéticas, lo que hizo que las manos se le juntaran a la espalda, y luego desactivaron el campo de fuerza que lo mantenía dentro de la celda.

Caillen los miró con desprecio.

—Podríais haber esperado a que me levantara; ahora es más difícil.

El alcaide le devolvió su mirada de desdén con otra parecida.

—Esperaremos.

Caillen resopló. ¿Realmente le tenían tanto miedo que ni siquiera podía ponerse en pie sin hacerlos sudar?

«Guau, Cai, hasta a un despiadado asesino como Nykyrian le impresionaría esto».

Pero, desde luego, tenían una buena razón para tenerle miedo. De no ser por el inhibidor, él ya estaría libre y ellos desangrándose.

Pero no ese día.

Caillen apoyó la espalda contra la pared y movió los hombros hasta que consiguió ponerse en pie. Los guardias avanzaron con un trilazo, un nudo corredizo colocado en el extremo de una barra de un metro, y se lo pusieron alrededor del cuello para poder tirar de él mientras lo mantenían apartado.

Caillen se rio de ellos y de su miedo.

—Hatajo de cagones.

Le tensaron el nudo alrededor del cuello hasta que tosió por falta de oxígeno.

—Tened cuidado, tíos. No querréis matarme aquí.

El alcaide quizá estuviera de acuerdo con él, pero la expresión de los guardias le decía que estarían más que contentos de enviarlo al más allá quince minutos antes.

Caillen tragó aire sonoramente y tosió mientras lo arrastraban por el deslucido pasillo y lo sacaban al patio, donde esperaban los espectadores, los dignatarios y los reporteros, para echarle un vistazo al legendario contrabandista que, hasta ese momento, había sido más un mito que una realidad. Las cadenas de noticias harían una fortuna cobrando por el espectáculo.

Realmente, era irónico. Él se había pasado la vida luchando para juntar dos créditos y su muerte permitiría a algún gilipollas pagar el alquiler tranquilamente durante unos meses.

«Debería haber aceptado el tranquilizante que me han ofrecido».

Porque en ese momento, mientras caminaba hacia la plataforma y se acercaba a la brillante guillotina, estaba comenzando a sentir pánico.

«No le prestes atención».

«¿Cómo? Mira alrededor, estúpido. Estoy a punto de morir. Y hay al menos cien personas aquí para ser testigos de ello y disfrutar. Malditos sean todos por ser tan sádicos como para entretenerse así».

«No pienses».

Algo difícil de hacer mientras lo obligaban a arrodillarse bajo una cuchilla de tres metros que brillaba sobre su cabeza, sedienta de sangre.

«Puedes hacerlo…».

«No quiero morir. No. Quiero vivir. Tengo planes. Bueno, la verdad es que no, pero podría organizar alguno. Algo que no incluya mi cabeza cayendo en un cubo de plástico que aún está manchado de la última ejecución».

Apretó los dientes para no rogar por su vida. Tampoco les daría esa satisfacción.

—¿Últimas palabras?

Caillen miró mal al alcaide.

—Sí… Nos vemos en el infierno. —Miró hacia un grupo de tres jovencitas que reían tontamente en la sección de dignatarios. Una se parecía mucho al alcaide—. Y para que conste… tu hija tiene muy buen culo.

La joven soltó un excitado chillido.

El alcaide enrojeció de rabia.

Los guardias tensaron el nudo de nuevo, ahogando el resto de sus palabras.

A Caillen se le fue enturbiando la vista y los oídos comenzaron a pitarle. Oh, sí, mejor ahogarse hasta morir.

No.

Lo obligaron a ponerse de rodillas, luego le hicieron inclinar la cabeza sobre un soporte arqueado, diseñado para colocar el cuello y mantenerlo en posición hasta que cayera la cuchilla. Aún seguía ahogándose, porque los guardias no aflojaban el nudo. Oyó un fuerte ruido, como si alguien gritara, pero no pudo decir qué era ni de dónde venía.

Ya casi había acabado todo.

«Déjate ir. Relájate…».

Pero era demasiado luchador para eso. Trató de agarrarse a cada inhalación, difícil y dolorosa. Pero luchar era inútil y oyó un fuerte estruendo metálico.

Al final, la oscuridad se apoderó de él.